– Yo he oído decir que el hábito no hace al monje, don Carlitos -se atrevió a comentar Julia.

Y Carlitos le respondió que no, claro que no, Julia, y que precisamente estaba a punto de contarles, ya para ir terminando, cómo a él le habían cambiado un hábito por otro y sigo siendo el mismo monje, je, aunque muchísimo más feliz ahora, valgan verdades, je, je. La señora Natalia, en su infinita bondad, también pensó en un reclinatorio, del cual, les juro, yo no recuerdo haberle hablado jamás, sin duda por lo tremendamente incómodo que era el mío y por el cansancio que me producía usarlo. En fin, como que iba a dejar de arrodillarme para siempre, creo yo. Pero, buscando entre las cosas de sus antepasados, que conserva en un depósito secreto, la señora Natalia encontró la joya de reclinatorio que me ha traído y que ella asegura perteneció a ni sé cuál virrey que se mandó traer uno de Sevilla, tan pero tan cómodo que, les aseguro, ahora que ya lo he probado: puede pasarse uno el día entero de rodillas en él, y el que se cansa es otro. Pero bueno, resumiendo, ahora. Por todo ello y muchísimo más, amigos míos, yo empecé a adorar a la señora Natalia desde antes de conocerla. Y no hay nadie en el mundo entero -y mucho menos en esta ciudad del diablo, que tanto ha maltratado ya a la señora, a mi gran amor, nada menos- que logre quitarme de la cabeza que fue Dios quien puso a esta gran dama en mi oasis, y con toda su gente, utilizando para ello, además, los deliciosos compases de Siboney.

– ¡Carlitos, mi amor! -exclamó Natalia, aferrándose a él-. ¡Y yo que pensaba que te habías molestado conmigo! ¡Y tú queriéndome así! ¡Y yo interrumpiéndote, mientras que tú en nuestro oasis…! ¡Tengo tanto miedo de perderte! ¡De puro tonta te perderé, mi amor! ¡Y es que hasta amando eres inteligentísimo y realmente cuesta mucho trabajo seguirte!

– Y ahora, queridos amigos, compañeros de mi oasis, como entre las cosas maravillosas de su familia que me ha traído la señora, también está el libro de oro de la poesía universal, permítanme que le recite a ella estos dos versos de Petrarca, que, de entrada, atrajeron mi atención, y a los que sólo puedo agregarles un juramento, así, de rodillas y sin reclinatorio, ya que éste, y compruébelo usted bien, Julia, es un caso en el que el hábito literalmente no hace al monje:

No, vosotros no me veréis cambiar jamás,
hermosura de ojos que me enseñasteis a amar

Natalia era una mujer extasiada, y hasta el muy picaro de Luigi, que también se autodefinía como volteriano, además de agnóstico, y afirmaba haberlo visto ya todo en esta vida, compartía la profunda emoción que se había apoderado de su Marietta, de Julia, tan enterada ahora de todo lo concerniente a hábitos y monjes, y del veterano mayordomo Cristóbal, que llevaba siglos al servicio de la familia de Larrea, que se jactaba de no tener acento serrano ni provenir del mundo andino, porque entonces uno ya no es mayordomo sino sirviente, y que había cargado a la niña Natalia, en más de una ocasión, cuando uno de esos temblorones que sacude Lima creaba el pánico en el balneario de Chorrillos y amenazaba con traerse abajo la casona de Larrea y Olavegoya, acabando con la vida de don Luciano y doña Piedad, padres de aquella criaturita linda que tan desdichada sería después, aunque mírenla ahora a mi señorita, quién iba a decir que algún día, con todo lo que le pasó cuando la casaron con ese pichiruchi acomplejado y tantos otros pretendientes frustrados vinieron a acusarla con sus dedos inflexibles, con sus índices hipócritas, con sus inmundas bocas, pero ella tuvo mucho valor, porque eso sí que fue valor, Lima entera contra mi señorita y ella sólita contra el mundo, contra su propio padre y hermanos, carajo, porque sólo la señora Piedad hizo honor a su nombre cuando aquel divorcio atroz de su hija, increíble, y mírenla ahora, quién iba a decir… Pero Cristóbal siempre se había guardado para sí mismo sus opiniones sobre tan ilustre familia y éste no era el momento de romper aquella regla de oro del buen mayordomo, por lo que se limitó a comentar que la justicia tarda pero llega y preguntó si se calentaba ya la comida de los señores. Luigi, que por último se autodefinía como anarcosindicalista viejo, estaba a punto de decirle que qué sabía él de comida y de justicia, y en ese orden, a ver, oiga usted, cuando Carlitos se puso de pie y, como era de esperarse, pidió que calentaran también un poquito de vino y de Siboney.

Natalia lo idolatró, y, de golpe, Luigi como que no soportó más, como que se negó a ver más, y bruscamente se tapó los ojos con una mano y dijo andiamo y cosa aspettano? En la cocina, un momento después, Julia opinó que el señor Carlitos lo rápido que se hacía querer, como hombre grande se hace querer el joven Carlitos, como señor, como… Bueno, no sabría decir bien cómo, pero digamos que se hace querer el joven señor Carlitos como, este… como…

– Tú cierra los ojos, cruza los dedos, y pide un deseo, Julia -la interrumpió Luigi, con cierta impaciencia-. Cierra bien los ojos y deja ya de pensar cómo diablos se hace querer don Carlitos.

– Pero de que se hace querer nadie aquí duda, don Luigi -dijo Cristóbal-. Y además, la señora Natalia…

– Madonna! ¡Cuándo se van a enterar de que la señora Natalia ya cerró los ojos, ya cruzó los dedos, y vive pidiendo el mismo deseo día y noche! Avete capitol

– Mio marito pregunta que si lo entendieron.

Ahí todo el mundo se miraba, y, hasta el comedor precioso y como encantado, en ese preciso momento, llegaron unas palabras altisonantes de Luigi y algo de que Cristóbal, ¡porca miseria e porca eva, ya puedes llevarles a los amantes de Verona el vino y el Siboney calientes, los calamares calientes, e la maledetta giustizia caliente, pacco di merda…!

Carlitos encontró muy divertido que, al cabo de un millón de años en el Perú, a Luigi se le continuaran mezclando el italiano y el castellano cada vez que se irritaba porque algún plato no le salía perfecto. Y Natalia dio gracias al cielo. Natalia le dio las gracias al cielo, y punto.

Un par de horas más tarde, el que le daba las gracias al cielo era Carlitos. Todo empezó cuando Natalia le dijo que se estaba haciendo tarde y mañana tenía que estudiar, recuerda que a ti te gusta llegar siempre muy puntual donde los mellizos, mi amor, ¿no te parece que podríamos pasar ya a mi alcoba?, y a Carlitos realmente le fascinó lo de pasar a una alcoba.

– Francamente, yo toda mi vida he pasado a un dormitorio, mi amor.

– La verdad, yo también. Pero me encantó la idea de usar la palabra alcoba. La usaba mi abuelo, recuerdo, y mira tú por dónde ahora se me vino a la mente y, no sé, como que me sonó más íntimo, más cálido, más…

– Bueno, a mí todo lo que tú dices me suena más cálido, o sea que no creo que ahí esté la cosita esa que yo he sentido cuando has dicho que pasemos a tu alcoba. Alcoba ya de por sí suena bien íntimo, y, dicho por ti, súper íntimo e híper cálido, pero hay mucho más, creo yo. Sí, veamos. Pasemos a mi alcoba dicho por ti ya no sólo suena oscurito y delicioso, sino que suena muy sexi, también, aunque a mí no me gustaría alejarme del placer etimológico o histórico, o algo así, que me ha producido la palabrita. Nadie dice el dormitorio del rey sino la alcoba real, por ejemplo, y, claro, como tu familia presume de copetuda, tu abuelo, sin duda -y sin ánimo alguno de ofenderte, Natalia, por supuesto- se refería a su alcoba pensando en el fondo en su majestad El Abuelo. ¿Me sigues?

– Digamos que me encanta, te siga o no, aunque tal vez deba aclararte que, desde la muerte de mi mamá, mi copetuda familia se reduce prácticamente a mi humilde personita y a un par de hermanos con los que ni me hablo siquiera.

– Pero tu humilde personita, vista por los pobres mellizos, por ejemplo, se reduce a toneladas de abolengo. ¿O me vas a decir que no?

– ¿Por qué mejor no pasamos de una vez a la alcoba, Carlitos? Deja a tus mellizos para las horas de estudio, por favor.

– Tienes toda la razón. Y, ahora, mira. Ya estoy pasando de nuevo a tu alcoba, aunque digamos que, esta vez, en la práctica. Y qué rico que es, caray.

– No te lo voy a negar.

– ¿Pero por qué tanto más rico que dormitorio, that is que [1] question?

– Sigo sin poder explicármelo.

– ¿No será que, por ser palabra de otros siglos, suena a amor eterno, y de ahí el gustito ese como histórico y étimológico?

– Acertaste, Carlitos. Por lo que a mí se refiere, ya acertaste. Y, por favor, no necesito más explicaciones. O sea que déjate ya de estar entra y sale, y pasemos de una vez por todas a mi alcoba, te lo ruego.

– Un ratito. Sólo un ratito más.

– Ya te saliste otra vez, mi amor, caray. ¿No te he dicho que me basta y me sobra con…?

– Un segundito más y acabo, Natalia. Porque, mira, se me acaba de ocurrir una cosa. Vamos a llevar el rosario, el reclinatorio y el misal a tu dormitorio, y vas a ver tú cómo nos va a parecer todavía más alcoba, la perfecta alcoba, real o lo que sea, pero histórica, etimológica y perfecta.

Fueron por las tres cosas, las pusieron cada una en su debido lugar, y ahora sí que aquel antiguo dormitorio de una estupenda casona campestre quedó del todo transformado en cálida, íntima, deliciosa y acogedora alcoba, digna además de un amor inmenso y poseedora de al menos tres elementos indispensables para la oración, la acción de gracias, y la memoria de Dios, sus familiares y hasta sus discípulos. En fin, era como si el amor divino y el humano se rozaran risueñamente, se dieran los buenos días y las buenas noches, y los amantes de carne y hueso extrajeran de aquel cotidiano aunque milagroso contacto licencia de eternidad y bula absoluta y todopoderosa para no pagar ni una sola de sus infracciones de tráfico por la ciudad y la sociedad de Lima, el mar y el cielo y el mundo entero. Y éste era, precisamente, el dominio del amor en el que, sin darse cuenta siquiera, mientras jugueteaban con un par de palabras, y con la imaginación y el deseo, habían ingresado Natalia y Carlitos. No se dieron cuenta tampoco del momento en que ella empezó a desnudarlo a él, él a ella, ni del momento en que alguno de los dos fue a traer unos preciosos lamparines de gas que había en un corredor, porque tal vez ella se lo había pedido a él, o tal vez él a ella, y seguramente que los dos encendieron aquellas mechitas al mismo tiempo y apagaron tanta luz de esa impresionante araña de gran dormitorio, mas no de alcoba. Y probablemente todo esto les estaba sucediendo porque cada uno reconocía el cuerpo del otro desde siempre y ese ardor eterno daba lo mismo que fuera el de ella o el de Carlitos, porque finalmente nunca se lo podrían haber creído y preferían dejar las cosas así de maravillosas y llenas de interminables sensaciones inexplicables, que, sin duda alguna, eso sí, eran instantes tan tuyos, tan míos, tan nuestros, Carlitos, Natalia, amor, sí, mi amor… Pero él insistía en que lo dejara ver, ¿ver lo que ya estaba viendo?, sí…


[1] Asi en el original (Nota del corrector)