II

D efinitivamente, Carlitos Alegre no había nacido para fijarse en las cosas, y mucho menos si éstas eran negativas o desagradables. Y, además, a su total falta de malicia se agregaba un tono de alegre desenvoltura que era la más clara manifestación de un optimismo a prueba de balas y de una alegría de vivir sólo comparable a su inesperada capacidad de amar y al sorprendente coraje con que podía enfrentar las peores situaciones, ante la incredulidad del mundo entero. «Cuando uno tiene fe en la infinita bondad de Dios», solía decir él, por toda explicación. Y sin duda por eso estaba ahora sentado con tan pasmosa naturalidad en el precioso comedor del huerto, y todo, desde la presencia misma de Natalia, de Luigi o de Marietta, de Julia o de Cristóbal, hasta la del último objeto del decorado, le resultaba de una pasmosa familiaridad, siempre y cuando hubiese reparado en su existencia, claro está. Digamos, pues, que el mundo, para Carlitos, era también un valle de lágrimas, por supuesto, como lo es para cualquiera, pero que, en su caso excepcional, dentro de ese valle tan feo y obtuso, Dios le había colocado un pequeño oasis particular que él no cesaba de frecuentar, y Dios de adornar, sí, de ornar y de adornar, para que quede claro, dando lugar, así, al rasgo más positivo, alegre y hermoso del catolicismo de Carlitos Alegre -tan natural, además, que ya alguien se había referido a él como algo realmente sobrenatural, y, en todo caso, anterior a la existencia misma de la Iglesia católica-, y a la absoluta familiaridad con que ahora había asumido que ese comedor y el huerto entero de Natalia, con sus empleados y todo, eran felices y perfectos añadidos que el Señor acababa de introducir en ese oasis privado, que, por otra parte, parecía incluso explicar la pertinencia de su apellido paterno y su luminosa significación.

– ¿No te aburrirás, Carlitos? ¿No extrañarás tu casa y a tu familia? -se atrevió a preguntarle Natalia, cuando en realidad lo que estaba viendo en el rostro de Carlitos era algo así como la felicidad en prét-á-porter.

– ¡Qué ganas las tuyas de interrumpirlo a uno en su camino!

Por supuesto que nadie en ese comedor, empezando por la propia Natalia, logró entender el alcance total -ni mucho menos- de la respuesta de Carlitos. Qué se le iba a ocurrir tampoco a nadie ahí que el tipo acababa de encerrarse con ellos, sí, nada menos que con ellos y en su divino oasis. En fin, son cosas de la vida y de eso que suele llamarse la comunicación entre los seres humanos e incluso el infierno son los demás, aunque para nada sea este último el caso, ahora, por supuesto. Pero, claro, la pregunta de la pobre Natalia, tan llena de cariño y de la mejor intención, literalmente se había estrellado contra la felicidad enmurallada de su gran amor, y nada menos que mientras él la estaba incluyendo como nunca en el menú de su felicidad, con sus italianos, sus empleados y todo, y el oasis acababa de cerrarle sus puertas al mundo, tras poner en la entrada un letrerito que decía «Localidades agotadas» y dejar en la mera calle a gente como su jodida familia, al menos por el momento, mientras que a los inefables mellizos Céspedes Salinas los dejó como locos, buscando entradas en la reventa, lo cual, entre ellos, no es nada excepcional, por lo demás. Qué ganas, pues, las de Natalia, de venir a interrumpirlo con unas preocupaciones que simple y llanamente estaban fuera de lugar, en ese comedor, en el huerto todo, y, nunca mejor dicho, en el corazón mismo de su oasis-fortaleza: jardín por dentro y muro de piedra por fuera y los mellizos allá afuera tratando de escalar y resbalándose una y otra vez con el pedrón, y un resbalón más y de nuevo trepa y trepa, cual Sísifos de sociedad, porque así de complicada era su vida, o así de frívola y de poco complicada; en fin, que cada cual saque sus propias conclusiones sobre la parejita, aunque creo que a estas alturas y habiendo leído su acto seguido, sobre todo, tan melodramático e interpretación de los sueños, tan lamentable y tan poco sutil, uno ya puede…

– Todo intenté menos interrumpirte, Carlitos -le dijo Natalia, aterrada ante la perspectiva de haberlo podido herir, y pensando al mismo tiempo, por una mera asociación de ideas, que mañana habría que buscar un momento para ir a la clínica Angloamericana y que le saquen esos puntos de la ceja y que el ojo cada vez lo abre mejor y ojalá no esté el medicastro ese que parece bailar al ritmo de mi voz y mi ansiedad-. En fin, todo menos interrumpirte, mi amor…

– Apenas te oí, la verdad, y mucho menos te hice caso, Natalia. Porque vamos caminando juntos y es tan delicioso tener además de mar de fondo el huerto y a sus italianos y a los dos de Chorrillos que… Pues eso: apenas te oí, mucho menos te hice caso, y sí que se hace camino al andar, mi compañera adorada.

Felizmente que Carlitos le dijo adorada, al terminar su frase, porque a Natalia ya se le habían empezado a empapar los ojos con su llanto y sólo una palabrita mágica, adorada, logró contener ese desbordamiento y actuar con la eficacia de mil medidas preventivas. Lo que sí, continuaba sin entender nada, la pobre, y como sumamente ansiosa, lo cual le quedaba maravilloso sentada ahí al otro extremo de la mesa, coincidiendo además con el momento en que Cristóbal entraba con una inmensa fuente de plata y sabe Dios qué delicia que entre Luigi y Marietta les habían preparado de sorpresa.

– Te damos las gracias, Dios mío -dijo Carlitos.

– Te damos las gracias, Dios mío -lo imitó piadosamente Natalia, aunque la verdad es que era la primera vez en su vida que le daba gracias al Señor por unos alimentos, así, en la mesa y antes de comer, y como que le salió muy forzado a la pobrecita.

– Pero habrá que probarlos primero -se permitió bromear Luigi, que era agnóstico-. Ya después le agradecen a Dios y, de paso, a mi Marietta y a mí, que hemos sido los verdaderos factótum… ¿O se dice factótumes?

– Ni idea, Luigi. Pero, una vez más, creo que aquí nadie me entiende ni me escucha ni nada -soltó Carlitos, ante la mirada de incomprensión de todos los ahí presentes. Y luego se rió ostensiblemente, como quien comenta con mucha ironía la situación en general.

– ¿Puedes explicarte mejor, por favor? -le rogó Natalia, nuevamente a punto ya de soltar inconteniblemente el llanto.

Y había en su rostro tanta ansiedad, que a Carlitos no le quedó más remedio que hacer un supremo esfuerzo y enterarse de algo en esta vida. Y sólo entonces se dio cuenta de que todos ahí estaban en el mismo oasis, clavado en pleno centro de la sociedad de Lima, nada menos, para su total solaz y esparcimiento, para su felicidad siempre al alcance de la mano, aun en los peores momentos, y que, humano muy humano, en vez de tomar todos el mismo rumbo, cada uno se había metido por un caminito distinto, como en un jardín cuyos senderos se bifurcan, y Natalia por aquí y Luigi y su Marietta por allá, y, por acullá, todavía, Julia y Cristóbal.

– Alto ahí todos -dijo Carlitos. Y ahora, de pronto, era él el de la voz ansiosa y la mirada suplicante-: Por favor, perdonen si no me he hecho entender bien desde un principio, pero qué duda cabe de que una vez más en mi vida se me han escapado las cosas más elementales. Siempre me lo dijo Isabel, mi abuela paterna. Pero bueno, al grano.

– Se enfría la comida -se atrevió a decir Marietta.

– La comida puede enfriarse por una vez, querida Marietta -le dijo Natalia-, pero, con tu perdón, lo que Carlitos tiene que decirnos no puede enfriarse por nada de este mundo.

– Digamos que sólo por nada de este oasis, mi amor…

Se quedaron todos nuevamente turulatos, ahí, pero, al cabo de un momento, cuando todos a una empezaron a entender que había una vez una ciudad llamada Lima y un año calendario 1957 y un gran amor y unos padres contrariados y unos amigos falsamente escandalizados y una sociedad de doble filo, mil raseros, e hipocresía generalizada, y al borde de ésta, unos mellizos Céspedes Salinas, que siempre están a punto de alcanzar la cumbre del estrellato, como Sísifo, mas luego se desbarrancan una vez más, y así, queridos amigos, pero que, gracias al Señor Misericordioso, que ama y entiende el amor del bueno, que es supremamente generoso con él, y que para probárnoslos crea, en medio de esta Lima de la que les hablaba, un oasis como este huerto, todo plantas y frutales y hortalizas y fuentes y acequias cantarínas, por dentro, e impenetrables rejas y muros, por fuera, entonces…

Ahora sí, por fin, todos en el comedor del oasis entendían y reían y lloraban y aplaudían y, entonces, sí, Carlitos pudo continuar con menos tropiezos y explicarles, por ejemplo, que la mano de Dios, o tu divina mano, Natalia, que para este caso da lo mismo, se ha fijado hasta en los detalles menos conocidos de esta historia, como son que en mi casa dejé tirado en el suelo de mi dormitorio un rosario negro, negro y triste cual un misterio doloroso, ahora que lo pienso mejor. Y también que, en mi loca huida con la señora Natalia, contigo, mi amor, y bueno, también Natalia de mi corazón, por qué no, que se jodan los mellizos y empiecen a trepar otra vez…

Y todos en el comedor se mataban de risa y felicidad al alcance de la mano porque ahora sí captaban hasta el último detalle de la explicación de Carlitos, que continuaba contándoles que en su loca huida tampoco se le ocurrió ir por su misal negro, negro y horroroso y como que siempre de luto, patético, ahora que lo pienso bien, y, bueno, además, qué se me iba a ocurrir en un momento así, con cuatro borrachos frenéticos persiguiéndonos alevosamente, qué diablos se me podía ocurrir, si ni siquiera pude pensar en él, ir en busca de mi reclinatorio…

– Hay un anticuario en Lince -se atrevió a intervenir Luigi.

Y entonces fue cuando Carlitos corrió a besar a Natalia, a mares, y en seguida les contó a todos ahí que ella, la principal inquilina de nuestro oasis, antes de comprarme ropa de la más fina y acertar hasta con la talla de mis calzoncillos, amigos, me consiguió un alegrísimo misal de portadas de nácar y verdadero papel biblia con bordes de oro, y un rosario que es una reliquia digna del tesoro vaticano…

– Que no es tan digno, dicho sea de paso -se atrevió a comentar el muy agnóstico de Luigi.

– Eso lo podríamos discutir después, amigo mío.

Y mi adorada Natalia, divina, se fijó tan bien en todo, que hasta las cuentas son exactamente del mismo tamaño que las de mi triste rosario anterior, el tan negro y patético como mi misal, cosa que no deja de tener su importancia, porque andar frotando cuentas hasta en el fondo del bolsillo, toda una vida, crea mucho hábito, amigos míos. Y, aunque parezca mentira, tiene por consiguiente una gran importancia para cada beato que las cuentas de su rosario sean siempre del mismo tamaño. Y si no, pregúntenle a un ex alcohólico si además del alcohol no le falta también su vasito, tanto como al ex fumador su boquilla, por ejemplo. Pues bien, he aquí otro detalle que tampoco se le olvidó a mi amor. Nos conocíamos apenas, en aquel momento, pero ya me amaba tanto que hasta en mis hábitos se había fijado.