Pero a otros que también habría valido la pena ver y escuchar, aquel lunes por la noche, es a los mellizos Céspedes Salinas, aunque en este caso son ellos los que se tuercen y se retuercen, y también los que sudan, y la gota gorda, además, qué asco, y los que se desnudan, o más bien se calatean, pero social y calculadoramente, ya lo sabemos, de qué otra manera podría ser, tratándose de ellos. Y por supuesto que no hay música de ambiente alguna, en este caso, sino una suerte de sonido y de furia, y todo debido a que un shakespereano Carlitos Alegre acaba de demostrarles, con hechos y con palabras, que la vida sí que es un cuento contado por un idiota. ¿O son ellos, Arturo y Raúl, los verdaderos idiotas?
Y ahora como que se había levantado el telón en el segundo piso de la casona más triste y desconcertada de la calle de la Amargura, calle del diablo, valgan verdades, y la vida era, además de todo lo contado por el muy cretino de Carlitos, una verdadera mierda. En fin, sobre todas estas cosas, aunque situadas en un contexto limeño bien determinado, conversan los hermanos Raúl y Arturo Céspedes Salinas, que, como bien sabemos, además de ser mellizos y exactos son almas gemelas, por más que uno se sienta muy a la altura de su apodo, que es El Duque, y crea poseer de nacimiento excelentes modales en la mesa y finísimas maneras en los salones, y por más que el otro, que no tiene ni apodo siquiera, sienta que el hombre cuanto más parecido al oso, mas hermoso, y presuma de ello ante el espejo y en todas las demás ocasiones en que la presencia de una señora o una chica bien se lo exigen. El Duque pretende ser el mellizo educado y el otro el mellizo de oro, pero hasta su propia madre dice que sus hijos son desconcertantemente parecidos y, además, almas gemelas. De tal manera que cuando habla uno, bien podría ser el otro, y viceversa qué importa cuál de los dos dijo tal cosa y cuál tal otra ya que siempre lo que afirma o niega Raúl es el eco de lo afirmado o negado por Arturo.
Con lo cual, ahora, por ejemplo, se les oye decir que Carlitos Alegre es un verdadero cretino, aunque hay que reconocer que tiene huevos, lo que realmente tiene es que está loco de remate, creo yo, ¿pero tú no crees que todavía puede sernos útil?, bueno, a lo mejor, sí, porque esa Natalia, por más puta o loca que sea, no deja de ser toda una De Larrea y Olavegoya, e hija única, además, y además ya heredó a su padre y a su madre, pues sí, claro, y ya qué le puede faltar en esta vida, si posee alta cuna y fortuna, ¿qué?, ¿cómo?, que yo pienso que no deberíamos decir alta cuna y fortuna, ¿te suena mal?, yo creo que sí, pues entonces tenemos que irlo probando por ahí y a ver qué pasa, buena idea, sí, aunque soltémosla con mucho cuidado, porque yo el otro día le dije al cretino de Carlitos que el tenista Alejandro Olmedo había alcanzado la cumbre del estrellato, al ganar la Copa Davis, y el muy huevón repitió Olmedo ha alcanzado la cumbre del estrellato y soltó la carcajada, casi lo mato, carajo, pero en cambio sólo le pregunté de qué se reía y él por toda respuesta dijo Me río de lo de la cumbre del estrellato, y alcanzada, además, porque estoy viendo a mi abuela Isabel reírse de todos los que han alcanzado todo tipo de cumbres, o, mejor dicho, de todos los que afirman que alguien ha escalado tanto estrellato…
– ¿Y qué más, Carlitos?
– Pues seguro que mi abuela Isabel se ríe sólo porque su abuela, que también se llamaba Isabel, se rió a carcajadas hace siglos porque ni sé quién dijo que alguien había escalado hasta alguna cumbre sublime, ¿me entiendes? Como que eso de tanta cumbre y tanto estrellato resulta medio huachafo, o algo por el estilo, digamos que demado sublime y por lo tanto medio ridículo, también, ¿me entiendes, Raúl?
– Cuántas veces tengo que decirte que yo soy Arturo, carajo…
– Perdón, je, pero ya te he contado que a mí siempre se me escapan las cosas más elementales, según mi abuela Isabel, la de la cumbre del estrellato y Alejandro Olmedo…
Y el telón se alzó aún más en aquel segundo piso de casona triste y calle de la Amargura, cuando esa noche, no mucho después de que el idiota de Garlitos les contara la historia de su vida y se largara con ambos antebrazos quemados, y como si nada, trayéndose abajo sus más profundas convicciones, demoliéndoles hasta la última certidumbre, mas no su casa, carajo, este imbécil pudo haber aprovechado, de una vez por todas, los mellizos Arturo y Raúl oyeron los mismos pasos cansados de siempre subiendo la misma escalera crujiente y lastimosa de siempre y pensaron en el pan nuestro de cada día y hágase, Señor, tu voluntad, y muchas cosas así de duras y de tristes, porque su madre continuaba subiendo, silenciosa, resignada, igualito que ayer y que cuando éramos niños, y continúa subiendo, desde que tenemos memoria, una tras otra, todas las noches, de la misma manera en que, todas las mañanas, baja y baja y continuará bajando y subiendo y llénelo igualito porque hace un millón de años que murió nuestro padre, maldita sea, y…
Acto seguido
– Buenas noches, hijos.
Una pequeña habitación, un saloncito, muebles viejos y libro de medicina. Resultado triste, la señora María Salinas, viuda de Céspedes, los mira desde el umbral de la puerta. El traje es negro y el pelo blanco. Se la ve cansada, pero ella es una mujer resignada y siempre sonríe y se persigna no bien abre la puerta de su casa y ve tantos escalones. Raúl y Arturo dudan en incorporarse, pero finalmente los dos pegan un gran salto y besan y abrazan a doña María. Y la estrujan, como desmostración clara de un amor muy grande. Y tanto Raúl como Arturo alzan los brazos, como quien va a soltar una gran verdad, toda una revelación, pero se han pasado un poco y ahora se miran como si cada uno esperara que el otro recordara lo que había que decir. Y finalmente no dicen nada, aunque nuevamente besan, abrazan, estrujan a su madre. Desconcertada, la viuda Céspedes opta por una sonrisa y piensa que ya va a ser hora de comer.
– Bueno, todavía tengo que poner la mesa y calentar la comida -les dice a sus hijos, y sale en dirección a la cocina.
Un corredor y una bombilla de cuarenta vatios que van desde el saloncito hasta el comedor y la cocina. El piso del corredor cruje desde que murió su esposo y la bombilla cuelga de un cable que fue tan blanco como el techo, entonces. La viuda Céspedes entra a la cocina. Enciende otra bombilla pero ya no piensa en vatios ni crujen las losetas del piso. En cambio sí oye la voz de sus hijos, pero sin prestarles mucha atención, como muy de lejos, y busca más bien en los muebles lo que necesita.
– Tú reinarás, madre querida. Tú serás la reina de la ciudad de Lima. Nosotros nos encargaremos de eso.
El eco de estas voces se oye muchas veces en la calle de la Amargura y en toda la ciudad de Lima, mientras el telón va cayendo, pero muy lentamente, y entre el público aplaude el eterno aguafiestas de Carlitos Alegre. Carlitos se dirige a una mujer bellísima. Y aplaudiendo aunque con la cabeza va diciendo que no y que la obra en sí le ha gustado pero que eso de convertir a la viuda Céspedes en tenista campeón de la Copa Davis le parece demasiado. Como que a una pobre viuda no se le puede llevar a la cumbre del martirologio y cosas por el estilo. Natalia de Larrea titubea, duda, pero luego ríe y se emociona no bien entiende lo que, en el fondo, le ha querido decir Carlitos, con tan sólo unos gestos negativos de la cabeza Y Natalia de Larrea besa a Carlitos, justo cuando el telón termina de caer, porque de vez en cuando sí que se fija en cosas elementales y la abuela Isabel se equivoca.
Muy vanguardistamente, sin embargo, el telón vuelve a levantarse y los mellizos lanzan piedras contra Carlitos, desde un saloncito con tres bombillas de sesenta vatios y una lámpara modelo Carlos Gardel. Sin enterarse de nada, la viuda Céspedes avanza calladita, la pobre, por el corredor de una sola bombilla.
– ¡El colmo! -exclama, desde la platea, Carlitos Alegre-. ¡Un corredor de una sola bombilla! ¡La cumbre! ¡Lo que se dice la cumbre!
Va recogiendo las mismas piedras que a él le han lanzado desde el escenario y se apresta a arrojarlas, pero no sabe si primero a Raúl y después a Arturo ni, elementalmente, tampoco sabe cuál es cuál, de tal manera que a él le caen más pedradas todavía. Furioso, Carlitos Alegre lanza todas sus piedras juntas.
¡Porque da lo mismo! ¡Porque cada uno es, además, el otro! ¡Y porque a la señora Céspedes ya sólo le falta un callejón de un solo caño, carajo! ¡Habráse visto cursilonería igual!
– ¿De dónde me has sacado semejantes amigos, amor?
– Digamos que ellos me sacaron a mí, Natalia de… No, no te digo ni te diré más, Natalia de mi corazón, porque, perdona, parece cosa de este par de sublimes.
El telon se viene abajo con estrépito y se diría que para siempre, por el estado en que ha quedado.
Pero nunca se sabe con una obra como Acto seguido porque ahora, por ejemplo, se ha vuelto a abrir la puerta de la calle en la casa que alquila y paga puntualmente doña María Salinas, viuda de Céspedes, que ya tiene la comida prácticamente lista, y que sólo estaba esperando que llegara su hija Consuelo para llamarlos a todos a la mesa. Y sí ahí llega ya Consuelo, ni bonita, ni feíta, ni inteligente ni no. Consuelo cursa el cuarto año de secundaria en el colegio Rosa de América, con resultados bastante discretos aunque año tras año gana el Premio al Esfuerzo y/o el Premio a la Constancia, que matan ambos de vergüenza a sus hermanos Arturo y Raúl.
Aunque la verdad, reconoce la señora María, es que su hija es una chica muy constante y esforzada, que no sólo estudia mucho en el colegio sino que, además, se da tiempo para seguir unos cursos de presecretariado bilingüe inglés-castellano, todas las tardes al salir del Rosa de América. Y la pobrecita llega a casa a la hora de la comida, come, me ayuda a lavar los platos, estudia en el mismo saloncito que sus hermanos, sobre todo ahora que ellos lo hacen por las mañanas y tardes y con ese amigo que se han conseguido sabe Dios dónde, el distraidito, sí, que parece muy bueno pero que un día la llama a una doña María, otro señora de la Amargura, y ya alguna vez me ha llamado doña Viuda. Pero educado es y, según mis hijos, pertenece a una familia muy distinguida de médicos dermatólogos y tiene un abuelo italiano muy famoso, de apellido Nobel.
– ¿Pero a qué hora estudia la pobre Consuelo, María.
– Ah, sí, claro. Ella estudia después de la comida, no bien termina de ayudarme con los platos y las ollas. Estudia robándole horas al sueño, la pobrecita.