– No reconozco del todo -dijo Carlitos, abriendo inmensos los ojos, y mirando a Natalia con la bata que Dios le había puesto…

– Carlitos… ¿Te sientes bien?

– Perfecto y feliz -le dijo él, reaccionando e incorporándose con alguna dificultad, para apoyarse en el respaldar de aquella hermosa cama-. Tengo autorización divina para todo.

– ¿Cómo?

– Un sueño de esos que te hace pensar muchísimo y entenderlo todo, en un instante. Ven, ven, acércate. Y quítate esa bata.

– ¿No te parece un poco rápido?

– Necesito ver, Natalia… Cómo decirte… Dios me ha mandado ver y tocar.

– ¿Qué?

– He soñado. Y he comprendido miles de cosas. Pero tú tienes que estar completamente desnuda para que yo te lo pueda explicar.

Natalia se quitó la bata lentamente, hasta quedar por completo desnuda. Un cuerpazo. Un pelo melena castaño oscuro ondulado y ahora húmedo, además, y hasta rizado, una piel sumamente blanca, y qué hombros, qué senos, qué piernazas perfectamente torneadas, qué caderamen, qué tafanario divino, para emplear una palabra que Dios acababa de usar, y los ojos inmensos, incitantes y tiernos, a la vez, los labios carnosos y húmedos, puro deseo, como también la mirada… Demasiada hembra, siempre, y Carlitos ahí, como teniendo que opinar, o al menos que piropear, desde su gravedad y su aparente enclenquitud.

– Me pasa lo mismo que con tu huerto y tu casa, mi amor. No sé si lograré acostumbrarme jamás -dijo Carlitos, turulato y erecto, mientras Natalia se tumbaba a su lado en cámara lenta, con toda la suavidad y ternura, pero también con toda la sensualidad y la carne de quien ha esperado demasiado y sin embargo sabe que nada odiaría tanto como causar dolor, cualquier tipo de dolor. Y es que sabía perfectamente que para ese muchacho beato de diecisiete años, esto era inmenso y podía ser terrible.

– Siempre estaré aquí a tu lado y esperando -le dijo, mirándolo apenas y besándole muy suavemente la frente.

– Mañana es domingo, día de guardar.

– Te llevaré a misa, mi amor.

– De eso se trata precisamente, Natalia. Porque yo creo que, precisamente mañana, Dios nos ha exonerado…

– ¿Qué dices?

– Quedamos en que iba a contarte el sueño que tuve mientras te duchabas. Hay en él un par de opiniones de Dios que merecen mucha atención…

– ¡Carlitos! ¡Qué haces, Carlitos, ayyyy!

– Tengo que volver a meterme en mi sueño, para poder…

– ¡Pero Carlitos, aayyyy, mi amor…!

– Dios me habló de una película de carne y hueso, Natalia…

– Te amo, Carlitos, y esto parece un sueño, sí, sí…

– ¡Divino, Dios mío…!

Amanecer aquel primer domingo de su amor fue toda una novedad para Carlitos, que abrió y cerró varias veces el ojo que le funcionaba, o sea, el izquierdo, antes de convencerse de que aquel dormitorio de virrey en vacaciones formaba parte de este mundo, aunque, por precaución, también fue depositando, poquito a poco, y con intensidad de menos a más, gran cantidad de besitos bastante hinchados y dolorosos y caricias mil sobre diversas zonas aún dormidas del cuerpo de su amada. Acurrucada y desnuda, a su lado, o, más bien, calatita y acurrucadota, Natalia se dejaba disfrutar, feliz, y cada vez más entregada a aquella infinidad de mimos tan torpes como deliciosos, tan primerizos, casi siempre, mas también, de golpe, y seguro que de pura chiripa, técnica y demoledoramente riquísimos, porque acertaban de lleno en un punto de alto contenido erógeno. Pero, pobrecito, mi amor, debe de dolerle mucho tanto esfuerzo y qué hora será.

– Nuestro primer amanecer juntos aquí, y nuestro primer domingo -dijo Natalia, desperezándose riquísimo, abriendo por fin los ojos y sonriéndole gratitud y amor. Pero el rostro muy hinchado de Carlitos la hizo voltear rápidamente en busca de un reloj. Iban a ser las dos de la tarde, qué horror, y el pobre no había tomado sus calmantes, ni sus sulfas ni nada. Natalia se incorporó y corrió al baño en busca de un vaso de agua. Continuaba desnuda, y Carlitos la vio tan deliciosamente cuerpona, así, por detrás, que, una vez más, abrió y cerró varias veces el ojo izquierdo. En fin, por si acaso.

– Debe de dolerte mucho -le dijo ella, ya de regreso del baño.

Carlitos le respondió con un solo de guiños de ojo izquierdo.

– ¿No me digas ahora que ese ojo también te está doliendo, mi amor?

– No, no… Es que venías por delante, esta vez y… Nada. No te preocupes… Pero…

– ¿Pero qué…?

– Es domingo, ¿no, Natalia?

– ¿Qué otro día puede ser, mi amor?

– Claro… claro… Sólo necesitaba tu confirmación.

– Bueno… Pero tú cuéntame ahora cómo te sientes, que es lo más importante de todo.

Por fuera, ya lo ves. Debo de seguir tan hinchado como ayer, al salir de la clínica, pero eso es natural y sólo cuestión de paciencia y de esperar que me quiten los puños. Además, no me preocupa nada, créeme, amor. Y créeme también que lo único realmente importante es que hayamos despertado juntos y que sea verdad. Que tú seas verdad y que esta casa y este huerto sean reales. ¿Entiendes ahora por qué te he preguntado si hoy era domingo?

– Entiendo, Carlitos, entiendo…

Fue viernes de verdad y me pegaron, y fue sábado y desperté en una clínica, roto, cosido, parchado y contigo. Y fue verdad. Y en la medida en que también hoy sea domingo…

– Te juro por mi amor que es cien por cien domingo Carlitos.

– Es que el sueño ese con Dios y el cielo, y tú misma desnuda, todavía tienden a confundirme, Natalia. Tal vez dentro de unos días, o incluso unas semanas.

– Días, semanas, meses, años… De eso, precisamente tenemos que hablar, mi amor. Qué mejor prueba quieres de que todo es verdad. Tenemos que hablar del futuro.

– Por ahora sólo tengo hambre, Natalia.

– Luigi y Marietta nos deben de tener algo casi listo, en la cocina. Basta con que les dé la voz.

– Deben de pensar que nos hemos muerto.

– También Julia y Cristóbal.

– ¿Y ésos quiénes son?

– La empleada y el mayordomo de mi casa de Chorrillos. ¿Te acuerdas de que los mandé llamar?

– Vagamente. Muy vagamente.

– ¿Almorzamos aquí o nos vestimos un poco y vamos al comedor?

Carlitos abrió y cerró varias veces el ojo izquierdo y optó por el comedor. Era un poco arriesgado salir de ese formidable dormitorio, entre campestre y palacio del Marqués de la Conquista, pero también era cierto que, en la medida en que existieran una sala y un comedor, por ejemplo, y Natalia sentada y comiendo, por ejemplo, y él saciando el hambre que tenía, por ejemplo, la teoría aquella de que hoy era domingo y verdad… En fin, que Carlitos optó por el comedor, por si acaso. Y lo cierto es que tuvo mucha, muchísima razón, porque antes Natalia lo invitó a meterse en la ducha con ella, para intercambiar jabonaditas y esas cosas que ella hacía como Dios manda, y que a él tanto lo afectaban, aunque en el mejor de los sentidos, porque hoy domingo y sin misa, o sea, tal como el Todopoderoso le explicó divinamente bien, justo cuando Carlitos regresó nuevamente de su sueño celestial, para pasar a otro bien de carne y hueso, aunque esta vez se trataba de una ducha modelo bacanal y de un jabón que olía a París, más una real delicia de curvas que jabonar, mientras a él lo enjuagaban con una esponjita de lo más sexual, agua bien templadita tan cuidosa como experta y aplicadamente, y cual reposo de guerrero herido. Carlitos confesó que, para él, todo era y sería siempre por primera vez, contigo, cuerpona, y Natalia le replicó que para ella también era la primera vez, porque ahora sí que era con amor, y que, en todo caso, en su vida había visto a nadie progresar a pasos tan agigantados como a tiiiiii…

Al comedor llegaron bien bañados, casi a las cinco de la tarde, luciendo dos maravillosas batas de seda, ambas de mujer, y realmente muertos de hambre, ahora sí, aunque la expresión de sus rostros continuaba exhalando tal ardor de estío que sonrojó de pies a cabeza a Luigi, Marietta, Julia y Cristóbal, que llevaban horas esperándolos.

– ¿Vino tinto, mi amor? -le preguntó Natalia a Carlitos, con voz de almohada sentimental, para que los cuatro sonrojados terminaran de enterarse, de una vez por todas, de la situación y sus circunstancias.

A Carlitos le guiñó bastante el ojo izquierdo mientras respondía que sí, y que el mismo tinto de siempre, Natalia de mi corazón, aunque a todos los aquí presentes les puedo jurar que ésta es la primera vez en mi vida que tomo vino. Pero bueno, como es domingo y verdad, ¿no?, mi nombre es Carlos Alegre di Lucca, y realmente encantado, Para serles sincero.

El gusto es todo nuestro, señor…

– ¿Ah, sí? Pues entonces escríbanme cada uno de ustedes, por separado, y en un papelito secreto, qué día es hoy por favor.

Natalia tuvo que intervenir:

– Y ahora una melodía para día domingo, Luigi. Y la pasta de los domingos, Marietta. Y usted, el mismo gran vino de todos los domingos, Cristóbal, mientras Julia arregla el dormitorio y el baño, que están hechos un desastre porque este domingo, por primera vez…

Los cuatro empleados reaccionaron, por fin, y minutos después llegaban la pasta y el vino y, de sabe Dios dónde, llegaba Siboney, en la versión de Stanley Black. Probablemente de la sala-hacienda que acababan de atravesar Natalia y Carlitos, como quien atraviesa Andalucía toda, pero por sus salones y patios, por sus fuentes cantarínas y uno que otro sensacional museo del mueble español.

– ¿Tenías el disco? -preguntó Carlitos.

– No, lo mandé comprar ayer, mientras dormías. Pero, en cambio, me olvidé de lo más importante. Me olvidé de la bata, mi amor, perdóname.

– ¡O sea, que hoy no es este domingo!

– Por supuesto que es este domingo, amor mío. No te asustes, por favor.

– ¡Y entonces!

– ¿No te das cuenta de que lo que llevas puesto es una bata de mujer?

– ¡Qué mujer ni qué ocho cuartos, Natalia! ¡Ya yo sabía que estaba soñando, maldita sea! ¡Si ésta fuera una bata de mujer me quedaría igual que a ti!

– Carlitos, mi amor. Por favor, abre los ojos. Y reflexiona un poco. Un poquito siquiera. Dos batas pueden ser exactas, pero jamás dos personas. Y mucho menos de distinto sexo.

– ¡Diablos! ¡Tienes toda la razón! Se ve que me dieron duro en la cabeza, el viernes. Y ademas mi abuela Isabel lo dice siempre: «¿Cuándo llegará el día en que Carlitos se fije en las cosas más elementales?» Perdóname, por favor, Natalia.