– ¡Señores, por favor!

– ¡Roberto, vos quitáte del medio o matamos a tu hijo!

Increíble lo rápido que se descompuso el asunto, ya que los desparramados señores que terminaron uniéndose al recién incorporado y enloquecido doctor Salieri, por celosos y airados que anduvieran, tremendo mocoso el Carlitos y se nos quiere encamar con Natalia, nada menos que con Natalia de Larrea, tremendo lomazo, en un principio lo único que habían querido era apaciguar al cardiólogo y mandar a acostarse al loquito del diablo este. Pero cuando se incorporaron, las cosas ya habían cambiado por completo y como Carlitos Alegre no parecía notar diferencia alguna entre los señores de antes y después del choque peruano-argentino, Natalia de Larrea agarró a su amor de un brazo, le gritó ¡Te matan, Carlitos!, ¡larguémonos!, y por fin logró que abriera los ojos y se diera cuenta del tremendo lío en que andaban metidos. Salieron disparados y, entre el alboroto y la sorpresa, nadie logró darse cuenta de la dirección que habían tomado. ¿Huyeron de la casa? ¿Pero por dónde, si por la puerta principal se estaba yendo la mayor parte de los invitados? ¿Por la de servicio? No habían tenido tiempo. ¿Por una ventana? Imposible con esas rejas. ¿No estarán en los altos? ¡Maldita sea! ¡En los altos no pueden estar! ¿Y por qué no? ¡A lo mejor hasta se encamaron ya!

– Señores, por favor -intervino, una vez más, el doctor Alegre.

También él estaba muerto de rabia, por supuesto, pero era el anfitrión y le correspondía apaciguar a esa tanda de locos.

– Señores, soy el dueño de casa y, de verdad, les ruego…

– Vos dejáte de macanas, Roberto. Y quitáte de la escalera o pasamos sobre tu cadáver. Como que me llamo Dante Salieri, amigo…

El descontrolado cardiólogo hablaba en calidad de jefe de un destacamento loco, integrado además por los doctores Alejandro Palacios y Jacinto Antúnez, y nada menos que por don Fortunato Quiroga, solterón de oro, senador ilustre, y primer contribuyente de la república. Pasaron, pues, sobre el cadáver de su gran amigo Roberto Alegre, que quedó bastante yacente, ahí en la escalera, y con la boca muy abierta, tanto como esos ojos que simple y llanamente no podían creer…

Los mellizos Raúl y Arturo Céspedes Salinas no lograban salir de su asombro, pero ahí estaba el ojo derecho de Carlitos Alegre, tirando de muy negro a muy morado, completamente cerrado e hinchadísimo, ahí estaba también su labio partido, ahí los tres puntos de la ceja derecha, en fin, ya qué más prueba podían pedirle de que lo que acababa de contarles, entre sollozos y carcajadas que se sucedían sin lógica alguna, era la más pura verdad, y sin un ápice de exageración, además, por increíble que pareciera. Porque quién diablos se habría atrevido a imaginar que un hembrón como Natalia de Larrea, multimillonaria, descendiente de virreyes y presidentes, mujer codiciada como ninguna en esta ciudad e inaccesible hasta en los sueños de verano de los mellizos Arturo y Raúl Céspedes, se hubiese dignado fijarse siquiera en un beato chupacirios como Carlitos, y que éste, encima de todo, terminara enfrentándose a unos señorones de la alcurnia y fortuna de don Fortunato Quiroga, o de la reputación de los cirujanos Alejandro Palacios y Jacinto Antúnez, que habían operado en la clínica Mayo y el hospital Johns Hopkins, EE. UU. y todo, Arturo, sin olvidar tampoco al cardiólogo argentino Dante Salieri, de fama continental, Raúl, y que juega polo, además, Arturo.

Pero había algo muchísimo peor, todavía, algo que para los pobres mellizos Céspedes Salinas sí que era ya el acabóse. Había, sí, que los cholos de mierda esos, los tales Víctor y Miguel, primer y segundo mayordomos de la familia Alegre, terminaron sacándole la chochoca a sus superiores, a semejantes doctores y tan inmenso señorón, habráse visto cosa igual, por ayudar al ya bien magullado Carlitos a fugarse nada menos que con Natalia de Larrea. En fin, simple y llanamente, demasiado para unos hermanos Céspedes que lo habían probado todo en su afán de que las cosas de este mundo volviesen a quedarse en su sitio. Desesperados con semejante hecatombe social, con tanto y tamaño desorden en su escala limeña de valores, los mellizos observaron la camisa de manga corta que lucía Carlitos y, sin decir ni pío, con tan sólo un guiño de ojos, y como último recurso contra su demencial relato, acordaron encender un cigarrillo cada uno y colocárselo en esos antebrazos desnudos y flaquísimos, turnándose, eso sí, para dar una nueva pitada cuando el fuego empezara a languidecer, y volver a la carga con la brasa ardiente, tú al antebrazo derecho y yo al izquierdo, a ver si de una vez por todas olvida sus historias de piratas, el huevas este, y la realidad vuelve a la realidad, o vuelve en sí, o como demonios sea eso, Raúl, porque este tipo tiene que estar soñando o se nos ha vuelto completamente loco. Y ahora, que despierte o que se queme vivo y se joda. Eso mismo, Arturo, porque de lo contrario seremos nosotros los que perderemos la razón y nos joderemos, y nuestra ciudad de Lima jamás habrá sido verdad…

– Pues tal como se lo cuento -continuó Carlitos, como si nada (pobres mellizos, quema y quema pero nada, se retorcían fumando), y tan encantado por su dama, que además resultó ser a prueba de incendios-. Sí, tal cual -recalcó, incombustiblemente-. Y además a mi novia no la tocó ninguno de esos cretinos y fui yo mismo quien, gracias a la ayuda de Segundo y Primero, mis amigos desde niño, y a dos mayordomos más, vecinos y amigos, también, logré que a su casa llegara inmaculada, ¿me oyen?, sin un rasguño en el traje siquiera, ¿me entienden?, o sea, lo que se dice in-ma-cu-la-da, ¿me creen?

Los hermanos Céspedes Salinas oían, entendían y creían, sí; claro que sí oían, claro que sí entendían, y claro que ahora sí creían. Pero, en fin, todo aquello era simple y llanamente demasiado Carlitos para ellos, esa mañana, porque el orden del universo se les había puesto patas arriba y ya nada quedaba en su sitio después de semejante terremoto social. Aunque sí, algo quedaba, algo que parecía anterior al universo mismo, maldita sea, porque la casa de la humillación y tanta vergüenza continuaba en la calle de la Amargura y ni con el mundo reducido a escombros notaban ellos novedad alguna en el saloncito aquel de vetustas paredes manchadas de humedad y tiempo pobre, de sofá fatigado, mesas como ésta, qué horror, y sillones como el que usa siempre Carlitos, cuando viene a estudiar, mírenlo ahí, al loco de remate este, hasta lo quemas vivo y nada, ni pestañea de lo puro embrujado que anda por su tremendo hembrón, toda una Ava Gardner, y además con blasones, nuestra Natalia de Larrea, pero lo realmente increíble es que, encima de todo, ella le da bola.

Y así resulta que al muy cretino le habían caído de a montón, mientras protegía a su dama, abrazándola con toda su alma y llenándola de los más torpes, sonoros y convulsivos besos, cuando en realidad lo que debería haber hecho era quedarse tranquilito debajo de la cama matrimonial de sus padres. Ahí había ido a dar con su Natalia, y la verdad es que la idea no era mala, pues los enfurecidos caballeros, con el Che Salieri a la cabeza, lo primero que pensaron, tras dejar fuera de combate al doctor Roberto Alegre, es que el par de indeseables esos había huido en dirección al dormitorio del maldito santurrón y ahí andaba metido en un clóset o algo así. Pero no. No estaban ni él ni ella. Ni en el clóset ni en el ropero, maldita sea.

– Hay un rosario tirado al pie de la cama -dijo don Fortunato Quiroga, dirigiéndose al resto de la expedición punitiva. Y, señalándolo insistentemente, esta vez, repitió que había un rosario tirado al pie de la cama, pero ahora lo hizo con voz de ajá, los pescamos, tremendo colerón y varios whiskies.

Aquello fue suficiente para que el Che Salieri literalmente se zambullera bajo la cama, pero tanta era su rabia y tal su borrachera que no calculó bien su estirada y ahí quedó como empotrado, pataleando y maldiciendo a la humanidad.

– ¡La puta! ¡Ni rastro!

– Buscaremos en los demás dormitorios, Dante -dijeron casi simultáneamente, los otros tres miembros del destacamento y añadiendo-: Y en los baños y donde sea, pero los encontraremos.

– No sé cómo voy a buscar yo nada si antes no me ayudan a salir de aquí. ¡La puta! O me he partido el cráneo o me lo he rajado, ¡la puta, che!

La expedición continuó su loca carrera por los altos sin que nada ni nadie lograran frenarla, ni siquiera doña Isabel, la abuela de Carlitos, que vivía en casa desde que enviudó, y que tuvo que hacerse a un lado con inusual rapidez, para no ser arrasada. Luego reapareció el doctor Alegre, recuperado tan sólo a medias y seguido de su esposa, gran amiga de Natalia de Larrea. Pero también la señora Antonella y sus súplicas, salpicadas de un nervioso y delicioso vocabulario italiano, tuvieron que hacerse a un lado, mientras el maltrecho doctor decidía ir en busca de ayuda y se dirigía a la sección servidumbre, en el instante mismo en que se oyó un «Natalia de mi corazón», proveniente de algún escondite, en seguida un «chiiss», luego nuevamente otro «Natalia de mi corazón», más algo que realmente parecía una metralleta de besitos y una mano que intentaba taponearlos. Algo así.

– Esto se pone caliente -dijo el doctor Jacinto Antúnez.

– Y a mí empieza a encantarme, che.

Los cuatro expedicionarios se dirigían ahora a la habitación de los señores Alegre, donde una cama matrimonial totalmente vacía los esperaba bastante agitada.

– ¡Eso que salta son ellos! -exclamó, desde la misma puerta, el señor Antúnez.

– ¡La puta!

Claro que eran ellos, pero en su afán de extraer primero a Natalia y molerla a patadas y besos, simultáneamente, a la expedición se le escapó Carlitos, por el otro lado de la cama. Y ahí venía ahora por él el doctor Salieri seguido de los otros tres caballeros, pero Carlitos, como quien repite una lección muy bien aprendida, le arrimó tremendo puñetazo, primero, y luego un patadón, disparándolo nuevamente hacia atrás, igualito que en la terraza, momentos antes, e igualito también los tres caballeros se convirtieron en palitroques y salieron disparados, aunque no muy lejos, esta vez, debido a los muebles y paredes contra los que se estrellaron.

– ¡Tú confía en mí, Natalia de mi corazón! -exclamó entonces Carlitos, envalentonadísimo por los dos éxitos conseguidos a lo largo de la bronca, y que, lástima, eran puritita chiripa y nada tenían que ver con una musculatura o una experiencia, ya que ambas brillaban por su ausencia. Carlitos era tan flaco como Frank Sinatra, por aquellos años, y no tenía la más mínima idea de lo que era pelear. Pero añadió, sin embargo: