– Tampoco yo -le comentó el otro médico, sonriendo con una mezcla de sarcasmo y evidente mala leche-; pero como la avenida Javier Prado se acabó, fácilmente se podría deducir que don Rudecindo, su señora, sus hijas, y sus yernos, los doctores Céspedes Salinas, se acabaron también… Salvo que, claro… Pero, bueno, serían únicamente elucubraciones mías, porqué la verdad es que no sé nada más y ya sólo podría imaginar…

No imaginaba nada mal, el segundo médico peruano, con su pérfido sarcasmo, porque la realidad fue que así como de Consuelo nunca más se supo, como sucede siempre con esta gente callada y resignada, también los mellizos terminaron convertidos en los tipos callados y resignados que Carlitos acababa de ver. Es cierto que, antes de apagarse, intentaron seguir con su camino a la meca y al firmamento más estrellado y colorido, y que hasta estuvieron dispuestos a pegarles la gran corneada a Lucha y Carmencita Zetterling Q. Z., como las llamaban ellos, con todo el desparpajo del que hacían gala entonces, pues mil veces intentaron acercarse a Cristi y Marisol, las codiciadísimas hijas del doctor Roberto Alegre, con el pretexto de recordar al muy ingrato de Carlitos, que se nos largó y que, en fin… Pero los anteojos negros para penas importantes en entierros lustrosos [sic] fueron siempre un impedimento total, para estas dos lindas muchachas -y así se lo comentaron ellas mismas a Carlitos, en más de una ocasión-, hasta el extremo de que jamás se dignaron volver a mirarlos o a escucharlos, no bien desapareció su hermano. Tampoco lograron los pobres Arturo y Raúl acercarse nuevamente al doctor Roberto Alegre, con la finalidad de ingresar a hacer sus prácticas en su clínica privada, y de ejercer también ahí, no bien se graduaran de médicos dermatólogos.

En fin, que los pobres rebotaron al mundo multicolor de doña Greta y don Rudecindo, que todo lo perdieron a finales de los sesenta y principios de los setenta, cuando los cambios cholos y militares aquellos, según su propia expresión, aunque hace muchos años que ni Arturo ni Raúl Céspedes Salinas expresaban ya nada y se habían convertido más bien en los personajes chatos y opacos que Carlitos acababa de ver, y que lo único que habían hecho con creces, en toda su vida, había sido regalarle a su madre la casona demolible de la calle de la Amargura, poco antes de la caída final de don Rudecindo Quispe Zapata. Desde entonces, los mellizos se habían ido encogiendo, o tal vez habían ido recogiendo las velas que lanzaron a la vida, más bien, y ahora eran esos dos seres resignados, callados y sin vida, como su hermana Consuelo, que se limitaban a ver pasar un mundo nuevo y cholo, cada día más cholo, mierda, con un odio contenido y más bien callado, aunque lleno de ideas y conceptos muy despectivos, eso sí, y profundamente reacios al más mínimo cambio e innovación. Los pobres no aprendían ni olvidaban nada, sólo callaban, y quien los conoció en los años cincuenta debe de sentir mucha pena al verlos pasar nuevamente en dos gigantescos automóviles norteamericanos, de esos de, en fin, de cuando entonces, ya bastante chatarreados, ahora en 1974, y cada vez más parecidos a su viejo Ford cupé del 46, en triste círculo vicioso o patético eterno retorno, llámelo usted como quiera.

– Deberíamos haberle aceptado la invitación a Carlitos Alegre -le decía Arturo a su hermano Raúl, en el vuelo de regreso de Salta a Lima-. Nos dejó dos mensajes en la recepción, avisándonos que tenía la noche libre, y ni siquiera le contestamos…

– Con un tipo tan distraído nunca se sabe, Arturo. Imagínate que nos lleva a un lugar elegante y caro y que hubiéramos tenido que compartir la cuenta… ¿Tú te habrías atrevido a decirle la verdad?

– No lo sé… ¿Tú?

Y mientras el avión en que regresan a Lima los mellizos aterriza en el aeropuerto Jorge Chávez, don Luciano Quiroga, que se viera presidente del Perú, no pasó de senador, y sin pena ni gloria, además, sólo muy reaccionariamente, y hoy está muy lejos ya de ser el primer contribuyente de nada, odia a un chiquillo descamisado y sucio que intenta limpiarle la luna delantera del mismo Mercedes modelo playboy con el que, cuando entonces, quiso poseer o matar a Natalia de Larrea, una de dos.

– ¡Ponte verde, de una vez, pues, semáforo de mierda!

Y aunque tarde e irritándolo aún más, el semáforo termina por ponerse en verde y don Luciano mete pata a fondo, porque sí, porque le da su real gana, porque él es don Luciano Quiroga, y qué, pero ni el Mercedes ni el playboy jalan, ya, sólo meten todos esos ruidos molestos e inútiles, todos esos chirridos y chasquidos, y el cholito descamisado que intentó limpiarle la luna delantera lo sigue mirando, como desde otro mundo.

– ¡Peruano! -le grita, entonces, realmente furibundo, al absorto chiquillo, don Fortunato Quiroga, que se viera presidente, cuando entonces. Hoy por hoy, éste es el peor insulto que un tipo como él puede concebir.

Y mientras el vuelo en que Carlitos Alegre regresa de Salta, vía Buenos Aires, aterriza en el aeropuerto de París, Natalia de Larrea hace el amor frenéticamente con un muchacho casi treinta años menor que ella. Y que se joda Carlitos, al ver que esta vieja de eme todavía los puede encontrar mucho menores que él. El sueño cumplido de esta mujer adorable, y adorada, fuerte como una roca, y débil como la que más, acababa de convertirse en pesadilla, así de golpe, aunque ninguna de sus amigas podría negar que se trataba de un largo proceso interior que sin duda alguna se había ido agravando a medida que Natalia, aún tan hermosa, o siempre tan, tan hermosa, para ser más exactos, se había ido acercando, a pasos agigantados -así lo vivía, lo vive, ella-, a los cincuenta años de edad. El propio Carlitos, siempre tan distraído, y más todavía ahora en que vivía entregado a la ciencia y se había visto convertido en un investigador famosísimo, con tan sólo treinta y tres años de edad, pero que continuaba disparando copas de champán, aunque ahora por los aires del mundo y de continente en continente, como quien dice, no era en absoluto ajeno al drama interno de su adorada leona y qué no hacía por complacerla, la verdad.

Como hace pocos días, justo antes de partir a su congreso de Salta, en que Natalia recordó el día aquel, poco después de conocerse, en que convirtieron en deliciosa alcoba del huerto muchas habitaciones de hoteles mientras jugaban a las despedidas inventadas y los reencuentros de milagro, por el centro de Lima y sus alrededores, para que él se fuera acostumbrando a sus viajes de negocios, y ella se iba cambiando constantemente de trajes y se le aparecía por aquí y se le desaparecía por allá, con gran riesgo de un desencuentro real, como efectivamente sucedió, debido a un pequeño e involuntario error en la trama, que la obligó a ella a correr en busca de un banco, porque se había quedado sin dinero para seguir con su juego, en el Mini Minor rojito para travesuras, ¿te acuerdas, mi amor?

– Como si fuera ayer. Y lo que nos divertimos. Y también lo que sufrí cuando te vi pasar de largo y desaparecer corriendo. Recuerdo que me derramé una Coca-Cola entera sobre la camisa, en aquel café de las Galerías Boza.

– ¿Te atreverías a jugarlo de nuevo, o prefieres concentrarte en tu microscopio?

Natalia lo estaba poniendo a prueba, una vez más, como tantas otras veces en los últimos tiempos.

– Todo lo contrario, mi amor. Jugaré encantado, pero con la condición de que me dejes llevar no sólo mi microscopio, sino la lupa de Sherlock Homes, por si te me escapas en busca de dinero, como aquella vez.

La respuesta de Carlitos había sido perfecta, sí, aunque demasiado perfecta tratándose de un científico tan loco y joven como él, y por más que lo de joven en este caso estuviera completamente de más. ¿O es que ya nunca lo estaba, maldito joven? E inmediatamente se notó gran tensión en el ambiente, aunque ésta desapareció por completo no bien convirtieron en alcoba de «El huerto de mi amada» una suite del Relais Christine, en el barrio latino. Pero algunas horas más tarde hubo un par de desfallecimientos en el ánimo de Natalia, o por lo menos así los juzgó Carlitos, que a su vez cometió el error de disparar una copa de champán sin apretar el gatillo, en su afán de agradarla y hacerla reír, pero que se encontró en ella a toda una experta en copas que vuelan sólo por agradarme, aunque hay que reconocer, en honor a Natalia, a su drama y su guerra a muerte consigo misma, que este fingido esfuerzo de Carlitos sí la conmovió, y hasta la encantó, precisamente porque había requerido todo el cuidado, el afán y la concentración del mismo científico loco y tan joven y detestable, que, momentos antes… Bueno, sí, pero que, momentos después, o sea, ahorita, es el adorable y distraído Carlitos de siempre luchando por ser mi aliado incondicional en una guerra que la vida se ha encargado de declarar entre nosotros… Dos hoteles más tarde, Natalia se quedó profundamente dormida. Y cuando se despertó y se dio cuenta de la hora y de que ni siquiera había empezado a cambiarse de atuendos, todavía, descubrió que Carlitos leía profundamente un libro en la habitación de al lado. Y lo amenazó con un amante de quince años, porque tú tenías diecisiete cuando te di de mamar por primera vez.

La travesura había terminado, Natalia había bebido demasiado, no había Mini Minor rojito alguno para estos menesteres, por ninguna parte, Carlitos tenía nada menos que la edad de Cristo, el muy pelotudo, y además ahí estaba el pobre y ahí estaba también ella, quítame este pañuelo rojo y aplícale tu microscopio a las arrugas de mi cuello y sírveme otra copa y, por favor, olvidemos todo esto y créeme que te adoro, que jamás ha habido ni habrá muchacho de ninguna edad, y sobre todo, Carlitos, créeme que yo sé que me sigues queriendo como nunca, siempre.

– ¿Y si comiéramos algo, Natalia?

– Eso mismo, mi amor. Pero en casita y sin champán. O sólo una copita para que la mandes volar.

En fin, con las justas. Y otra vez…

Pero en el dormitorio, esta vez, y en su cama, esta vez, estaba el muchacho inexistente de todas las veces anteriores, o sea, el realmente inexistente, como trató de creerlo Carlitos, luchando contra todas las evidencias, pura desesperada ilusión final. Pero, definitivamente, alguien había abierto las ventanas de par en par. Y también las cortinas estaban del todo abiertas. Y la cama deshecha. Y los cuerpos desnudos. Y Natalia frenética. Y Carlitos que entraba con su maleta y lo veía todo frenéticamente planeado, todo frenéticamente calculado, y tanto que disparó al aire esa última copa de champán que jamás había tenido en la mano y que consistió en empezar a contarle a Natalia: ¿A que no sabes con quién me he encontrado en Salta, mi amor?, pero con frenesí por toda respuesta, con los mellizos, me encontré con los mellizos Céspedes Salinas, con Arturo y Raúl, Natalia, pero tan cambiados y callados, Natalia, que, Natalia, tú no sabes, Natalia, tú no te imaginas, Natalia, cuánto han cambiado, Natalia, y estaba logrando avanzar tanto con su historia Carlitos, que una copa de champán voló y se hizo añicos y todo, pero era de verdad esta vez y consistió en que el pobre ni se fijó en que un frenético gigante ya se le había venido encima y, ante los gritos aterrorizados de la empleada, lo había cargado en peso había atravesado sala y vestíbulo con Carlitos Alegre y su copa de champán para no ver ni creer y ahora ya le había roto un florero en la cabeza mientras él gritaba que sí, que Arturo y Raúl Céspedes Salinas, sí, mi amor, Natalia de mi corazón, y era arrojado por la caja de la escalera, todo madera y sólo dos pisos, felizmente, y abajo en el suelo lo que le preocupaba mucho más, lo que realmente lo aterraba, era no saber a quién le estaba gritando Natalia: