– Toda una vida, mi vida.
La última iniciativa de Carlitos fue recorrer Lima por sus zonas más bonitas, pero también estaba fatalmente condenada a un fracaso final, pues debía terminar obligatoriamente ante la fealdad de la casona demolible, en la oscura calle de la Amargura en que aquel calvario llegaría a su fin para la pobre Consuelo. Y así fue, claro, pero con un toque de añadida crueldad que sólo al destino se le ocurre admitir en un momento semejante. Aunque fueron palabras pronunciadas por Carlitos, simples palabras de esas que a veces uno suelta con la mejor intención del mundo, y que, mil años después, cuando uno menos lo piensa, reaparecen en tu memoria, se abalanzan sobre ti, como un feroz asaltante de caminos, y te hacen pegar tremendo respingo y nadie a tu alrededor comprende qué diablos te puede estar pasando, qué te pasa, ¿qué le sucede a este tipo, oye?
Y es que, al bajar del Daimler, ahí en la casona demolible de la calle de la Amargura, a la pobre Consuelo no se le ocurrió nada mejor que despedirse de Carlitos con las siguientes palabras de sumisión, y más gemiditas que pronunciadas:
– «Hágase tu voluntad.»
Y al pobre Carlitos no se le ocurrió nada peor, con la mejor intención del mundo, que:
– «Aquí sólo se hace la voluntad de Dios. Y así en el cielo como en la tierra.»
El pobre quiso desviar el tema ese tan triste de la serpentina verde, y todo eso, pero, bueno, esto fue lo que le salió, y aquella noche en el huerto sí que hubo serenata de lágrimas y amaneceres tan tristes, que Luigi hasta empezó a iluminar la piscina con cierta antelación, a ver si de alguna manera mágica al avión en que regresaba la señora Natalia se le ocurría anticipar su aterrizaje en Lima, con la señora adentro, por supuesto, para ponerles fin a tanta tristeza y melancolía, y sobre todo para levantarle el ánimo al poveretto giovane Carlitos, que anda como alma en pena, desde el sábado pasado.
Y así, en este deplorable estado llegaba Carlitos, tres veces por semana, a su clase de francés con la señorita Herminia Melon. Deplorablemente, también, tomaba asiento, y más deplorablemente aún se quedaba pegado horas y horas en su silla, aunque los progresos realizados desde la clase pasada la dejaban cada vez más turulata a la sabia, entrañable y finísima señorita solterona, porque este muchacho debe de pasarse las noches en vela, concentradísimo en la lengua de Racine, Corneille y Molière, porque, en efecto, ya vamos terminando nuestra tercera semana y cada día se expresa mejor y no hay palabra u oración que no entienda, ni complicadísimo subjuntivo que no domine. Asombrosos, realmente asombrosos los progresos de mi alumno Carlitos Alegre, comentaba la sabia maestra, ignorando por completo, claro está, que, no bien lograba despegarse de una de esas sillas atroces, Carlitos salía disparado en dirección a la avenida San Felipe, donde casi todas las noches lo esperaba Melanie Vélez Sarsfield, sentadita siempre en aquel gigantesco sofá del caserón tudor, llena de cuadernos y lápices de varios colores y con una excelente colección de libros para el estudio del francés.
Melanie lo primero que hacía era toquetear y volver loco a Carlitos, en francés, y bromearle y fastidiarlo, aunque en realidad lo que pretendía era enterarse de la razón por la cual, estas últimas noches, el pobre me llega con esa cara de pena infinita, con esa cara de…
– ¿Me puedes explicar, amorcito -le dijo una de esas noches, bastante en broma y bastante en serio, Melanie-, a qué se debe esa carita de desconsuelo que últimamente me has sacado al diario?
Casi lo mata al pobre Carlitos con la palabra desconsuelo, o, en todo caso, el hombre ya no pudo más con su triste secreto a cuestas y se lo soltó todo. Mejor dicho, se lo estaba empezando a soltar todo, cuando ella le dijo que nones, porque aquí vienes tú, Carlitos, para hablar en francés, o sea, que ahorita mismo me sueltas toda tu historia esa, porque yo también me muero de ganas de oírla, pero en francés. Y a Carlitos no le quedó más remedio que trasladarse nuevamente a aquella transversal de la avenida Brasil, tal vez en el distrito de Breña, tal vez en el de Pueblo Libre, en fin, por ahí, como había dicho Molina, y empezar a bailar con la pobre Desconsuelo, de la forma más torpe del mundo, primero, y a pisotones y forcejeos y papelón general, luego, para llegar en seguida al viacrucis de la serpentina y su patético mensaje, y así, a borbotones de pena, lanzarse a un recorrido tan triste y tan fracasado de antemano, y desembocar finalmente en todo aquello de «Hágase tu voluntad» y sus respuestas y variantes atroces, que, lejos de arreglar algo, sólo sirvieron para dejarme en el estado en que me ves, Melanie, y contando las horas y los minutos para que, por fin, regrese Natalia y se acabe tanto pesar.
Por supuesto que Carlitos, en su afán de contar muy bien su historia, en el más correcto francés posible para él, en aquel momento, ni cuenta se había dado de que Melanie lo estaba abrazando a mares. Pobrecita, lloraba como una Magdalena la entrañable Melanie con la historia tan bien contada por Carlitos y, claro está, también con el asunto aquel del pronto regreso de Natalia para solucionarlo todo.
– Ah, la veterana esa del diablo, mi Carlitos tan querido. Hoy le toca ganar a ella, lo asumo, pero espérate tú nomás a que pasen unos añitos y empiece a convertirse en una vieja bruja…
– Melanie, por favor.
– Tú haz lo que quieras, Carlitos, pero yo esperaré. Yo siempre te esperaré, vas a ver.
– ¿Y para qué? ¿Se puede saber?
– Para que no me llegues a cada rato en este estado tan deplorable y para que me lleves al altar con mi papi completamente sobrio, por una vez en la vida. Porque todos tenemos nuestro derecho a esperar y soñar, mi tan querido Carlitos Alegre.
– Al francés. Volvamos al francés, Melanie, por favor -le rogó Carlitos.
Todos fueron a recibir a la señora. Y ahí, en el aeropuerto, doña Natalia se entregó primero al beso interminable de Carlitos y luego los fue abrazando uno por uno, empezando como siempre por Marietta y siguiendo por estricto orden de antigüedad laboral en la familia. Molina habría dado la vida por ser el más antiguo, ahí, pero debía inclinarse ante la pareja italiana, que llevaba siglos en el huerto, y que también había sido contratada por los padres de doña Natalia, aunque, eso sí, ni Marietta ni Luigi habían servido jamás a los señores de Larrea directamente, es decir, en su propia casa, como él, lo cual no dejaba de producirle cierto desdeñoso malestar, del tipo una cosa es con guitarra y otra cosa es con cajón, y tentado estuvo más de una vez, el uniformado, de señalar este hecho y exigir un cambio en el orden de los abrazos, mas su afecto y respeto por la vieja pareja italiana, por el lado positivo de su carácter, y la certeza de que sería él quien finalmente conduciría a la señora y al joven Carlitos hasta el huerto, por el lado negativo y hasta vengativo, le permitían sobrellevar con la frente en alto el interminable asunto aquel de los abrazos y saludos y las primeras palabras, resignándose a su agraviante tercer lugar en la lista de antigüedades, porque, eso sí, luego vendría la puesta en práctica de su tremenda venganza, ya que doña Natalia emprendería el regreso al huerto en el Daimler, pero sólo con él y el señor Carlitos, y que se jodan los italianos, par de bachiches de eme. Aunque, claro, también, maldita sea, luego vendría la venganza del destino, que en esta oportunidad consistió en que el ahora muy afrancesado niñato este y su señora amante no sólo se pusieron al día, en francés, de la vida y milagros de los mellizos Céspedes Salinas, entre varios asuntos más, sino que hasta se besuquearon en este idioma durante todo el trayecto entre el aeropuerto y el huerto, como si uno fuera hijo de cura, oiga usted, habráse visto, cuando en realidad si uno no fuera todo un caballero y un profesional, ya habría encontrado la manera de hacerle saber a doña Natalia quién fue la verdadera profesora de francés de su adorado Carlitos y, muy a menudo, en unas condiciones tan especiales que hasta aparecían toditos llorosos cuando terminaban unas clases en las que también el toqueteo parece que fue en el idioma del Racine ese y el del Cornelio o qué sé yo, aquel, mas un tercero que nunca me entró, un tal Moli no sé cuántos…
Había cena en la terraza del huerto, con el inmenso jardín iluminado, y la piscina luciéndose con todo su poder de nocturna incitación. Luigi había terminado de cambiar el agua esa misma noche y Natalia no pudo ocultar la profunda emoción que le produjo darse cuenta, de golpe, que pronto, muy pronto, todo aquel mundo heredado de épocas coloniales, aquella casona, aquellas arboledas y viñas, aquellos frutales y aquellos campos y potreros, tantos animales y senderos y jardines, dejarían de pertenecerle para siempre. Sin embargo, el huerto era la única parte de su inmenso patrimonio en bienes inmuebles que Natalia no había vendido secretamente. Ni siquiera su casa de Chorrillos le pertenecía ya. El huerto había sido el gigantesco jardín animado de su infancia feliz y el lugar en el que, de alguna manera, se ocultó con Carlitos, el muchacho que le había devuelto la felicidad perdida en la adolescencia. Y fue también la chochera de su padre y el lugar preferido de su madre. El huerto, por lo tanto, era el único trozo de su ciudad y de su vida que Natalia siempre recordaría con amor. No estuvo, pues, nunca en venta. Ni lo estaba ni lo estaría, para ella. Y, aunque aquella noche nadie ahí lo sabía aún, el huerto acababa de pasar a manos de los cinco empleados que acababan de recibirla en el aeropuerto, en la que era también su última llegada a Lima. Natalia pidió champán y siete copas para brindar, pero para brindar como siempre que regresaba de Europa, eso sí. Por el momento, deseaba descansar unos días y disfrutar de su huerto, mientras, al mismo tiempo, se iban dando los toques finales a mil asuntos, pequeños y grandes. El más importante de todos, eso sí, ya estaba arreglado. Carlitos era mayor de edad, en el Perú y en Francia. Se lo iba a decir esta misma noche. Y después le iba a decir que era absolutamente libre para elegir.
Partirían juntos a París, para siempre, dentro de dos semanas, o partiría ella sola, para siempre, también, aunque por supuesto que no a París, sino al mismísimo infierno, si todo le fallaba, al final… Pero, bueno, para qué ponerse en el peor de los casos, si bastaba con ver y sentir la felicidad de Carlitos, ahí a su lado, rogándole que se apresurara con lo de sus papeles, haciéndole mil y una preguntas al respecto, firme como nunca en su convicción, tan firme como se había sentido ella en París, Londres y Roma, cada minuto, mientras arreglaba millones de asuntos sumamente difíciles con la más asombrosa facilidad y celeridad, sin pensarlo nunca dos veces, sin el más mínimo titubeo, y con la misma sonrisa de firmeza y satisfacción que tanto impresionaba a sus interlocutores más diversos.