EPILOGO

C arlitos Alegre no cambió nunca, aunque tantas cosas cambiaran a su alrededor. A Natalia, en todo caso, le resultó siempre asombrosa la absoluta facilidad con que pasó de un mundo a otro sin que se notara nunca hasta qué punto, por ejemplo, extrañaba a sus padres y hermanas. Cuando hablaba de ellos lo hacía con total naturalidad, como si nunca se hubiera producido ruptura alguna ni existiera un antes y un después, y como si cualquiera de ellos pudiera reaparecer de un momento a otro y continuar el diálogo de toda una vida, en París o en cualquier otra ciudad del mundo. Los cambios políticos, económicos y sociales que se produjeron en el Perú, a finales de los sesenta y durante buena parte de los setenta, y las imprevisibles consecuencias que tuvieron para sus familiares y para tantas personas conocidas, los tomó siempre como datos objetivos y los comentó como un frío y distante analista, sin apasionamiento alguno y sin tomar nunca una posición a favor o en contra de determinados hechos. Ni siquiera el traslado de su familia a California, cuando su padre optó por cerrar la clínica de Lima e instalarse en la ciudad de San Francisco, aceptando al mismo tiempo una cátedra en la Universidad de Berkeley, alteraron su manera de ver y comentar los acontecimientos, con una distancia y una objetividad en las que jamás se filtró emoción alguna, a pesar de sus buenos deseos y de su disposición para colaborar abiertamente, en caso de ser requerido, aunque esto nunca ocurrió. Fue muy feliz, eso sí, realmente feliz, cada vez que sus hermanas Cristi y Marisol lo visitaron en París, y Natalia recordaría siempre con profunda alegría la encantadora semana que pasaron con ellas, en Nueva York, en 1964, y la sincera familiaridad y el cariño con que las dos hermosas muchachas la trataron en aquella oportunidad y en todos sus demás encuentros. En Nueva York, sobre todo, donde tanto Natalia y Carlitos como Cristi y Marisol estaban de vacaciones y con ánimo de divertirse, día y noche, hablaron con la mayor franqueza y naturalidad, pero jamás se dijo una sola palabra acerca de los señores Alegre, de Lima, o de algún amigo común.

Los mellizos Arturo y Raúl Céspedes, por su parte, como que desaparecieron para siempre de la vida de Carlitos, aunque a veces pensaba en ellos involuntariamente, siempre con la misma sonrisa en los labios y siempre con el mismo comentario desprovisto de toda emoción, y que más bien parecía querer dejar registrado, con meridiana claridad, un hecho puramente objetivo:

– Arturo y Rául Céspedes Salinas… Qué par de tipos tan disparatados, mi amor. ¿Te acuerdas? Y qué absurdos se los ve desde aquí, con un océano de por medio. Los pobres como que pierden toda consistencia, toda razón de ser, hasta convertirse en dos seres totalmente inexplicables y al mismo tiempo sin dimensión ni profundidad alguna, completamente chatos y sin aquel componente dramático que allá en Lima los libraba de ser tan sólo un par de tipos grotescos.

– Pero eran prácticamente tus únicos amigos, Carlitos…

– Los conocí casi al mismo tiempo que a ti, mi amor; apenas unos días o semanas antes, si mal no recuerdo, y como que nunca tuve tiempo para fijarme en ellos detenidamente, en esas circunstancias. El centro del mundo fuiste tú, a partir de aquel momento, y los mellizos quedaron convertidos en un par de satélites que giraban incesantemente alrededor de todo aquello, pero a una gran distancia; sí, a una enorme distancia, pensándolo bien.

– Me encanta oírte decir cosas como ésa, Carlitos. Pero yo creo sinceramente que, casi sin darte cuenta, aunque con una sorprendente habilidad, al mismo tiempo, tú te has ido construyendo una coraza para protegerte de montones de cosas y recuerdos, de todo tipo, y que, digamos, se quedaron allá, para siempre. Eso nos facilita mucho las cosas, mi amor, pero yo te ruego que por mí no lo hagas. Por mí te apartaste de muchas cosas, es cierto, pero cómo decirte…

– ¿Cómo decirme qué?

– No quiero verte renegar de nada, mi amor. No quiero verte amputado de vivencias y recuerdos que son parte de tu vida. Todos evolucionamos, es verdad, y cambiamos mucho muchas veces, pero creo que si no olvidamos nunca quiénes fuimos y cómo fuimos en cada momento de la vida, y con quién y por qué, nos enriquecemos también mucho. Lo contrario es lo que yo llamo amputarse de sí mismo, y eso sólo puede empobrecernos.

– Yo soy feliz, Natalia. Absolutamente feliz. Y jamás me he arrepentido de las decisiones que tomamos juntos. Jamás me arrepentiré, tampoco.

– Humm…

– ¡Cómo que humm…!

Llevaban siete años en París y eran, en efecto, objetivamente muy felices. Natalia jamás podría negar que la facilidad con que Carlitos, gracias a su carácter tremendamente positivo, además de divertido y entrañable, se había adaptado inmediatamente a su nueva vida había contribuido en gran medida a segregar en torno a ellos esa impresión de permanente armonía y de íntima estabilidad, que, acompañadas por una sensación de permanente satisfacción y completa alegría de vivir, los había convertido en una pareja realmente envidiable, a pesar de aquella importante diferencia de edad que todos, menos Natalia, habían dejado por completo de lado.

Y Carlitos Alegre se había graduado de médico con las más altas notas y con todos los honores, y su fama de investigador, a la vez riguroso y tremendamente intuitivo e imaginativo, empezaba a extenderse con gran velocidad por Europa y los Estados Unidos. También su fama de loco, o más bien de extravagante y absolutamente volado, empezaba a ser conocida, sobre todo a raíz de un incidente ocurrido durante un congreso médico organizado por el Johns Hopkins Hospital, de Baltimore. El joven doctor Carlos Alegre, que se tropezaba con cuanto objeto y mueble había en la pequeña residencia en que se alojaban los médicos invitados al congreso, y parecía hacerlo siempre a propósito, se había ganado la franca y total antipatía de la arrugadísima y horrible vieja encargada de aquel hermoso pero recargado local, un perfecto gallo hervido, la vieja del diablo esa, y las cosas realmente se pusieron feas cuando una mañana el doctor Alegre fue descubierto por su circunstancial y pérfida enemiga en el momento en que abandonaba la residencia con una pequeña radio de baterías que pertenecía a la residencia, oculto bajo el abrigo y a todo volumen. O, mejor dicho, misses Farley, que así se llamaba la vieja bruja, descubrió al médico llegado de París con las manos en la masa, aunque sin que éste se enterara de nada, por supuesto, llamó a la policía mientras Carlitos se apresuraba feliz con su Septeto de cuerdas, de Beethoven, en dirección al salón de congresos en que se iba a llevar a cabo la sesión de aquella mañana, y finalmente el joven dermatólogo fue detenido y llevado a la comisaría. En un perfecto inglés, Carlitos explicó que de robarse la radio, él, nada, que no fueran tan brutos, por favor -frase que les sentó como un tiro a los policías de EE. UU.-, y que lo que realmente había ocurrido es que él había estado escuchando esa joya de la música de cámara, mientras se vestía, que de pronto se había percatado de que ya era hora de ir a su sesión matinal del congreso, y que luego, de puro abstraído que andaba con tanta belleza musical, había cogido la radio para continuar con su concierto por el camino, de la forma más natural del mundo, pero sin darme cuenta de ello, y esto es lo principal, señores, creo yo. En fin, que de robo nada, y que nevaba, además, les explicó Carlitos al comisario y a sus dos auxiliares, agregando que por ello había metido el pequeño aparato bajo su abrigo, para protegerlo, como es lógico, y que sin duda alguna lo habría vuelto a dejar en su lugar no bien se hubiese dado cuenta de su distracción, o, en todo caso, no bien hubiese terminado ese concierto sublime, y finalmente les preguntó si ellos habían tenido la suerte de escuchar el Septeto de cuerdas de Ludwig Van Beethoven, alguna vez, ah, se lo recomiendo, señores, ¿o ya lo conocen? No, ni el comisario ni sus auxiliares habían escuchado jamás, ni tenían intención alguna de escuchar, tampoco, el maldito concierto de marras, pero, en cambio, el pago de la fianza era de ley, sí, señor, y además vamos a llamar inmediatamente al director del Johns Hopkins Hospital, para que venga ahora mismo a avalar con su firma y su presencia la honestidad de su invitado. En fin, que la abominable vieja encargada de la residencia obtuvo todas las satisfacciones del caso, que el director del hospital lamentó inmensamente el incidente, que desgraciadamente éste se parecía mucho a otro que el doctor Alegre había protagonizado en Munich, pocos meses atrás, y que, a su vez, se parecía como dos gotas de agua a un primer incidente también protagonizado por el mismo doctor Alegre, en Zurich, el año pasado, por cierto, pero bueno… Total que, al final, los policías de EE. UU. fueron los únicos que, no bien abandonó Carlitos la comisaría, manifestaron estar realmente convencidos de que, de robo, nada, y que se trataba tan sólo de un caso más de científico loco pero nada peligroso.

Natalia, por su parte, era la muy laboriosa y feliz propietaria de tres grandes y muy importantes tiendas de antigüedades, en París, Londres y Roma, y no cesaba de ir y venir de una ciudad a otra, lo cual también le permitía encontrarse a menudo con algunos amigos peruanos de toda la vida, y en especial con Jaime y Olga Grau Henstridge. Solían pasar dos o tres semanas juntos, todos los veranos, en la hermosa villa que ella había adquirido en Théoule-sur-Mer, entre Saint-Raphaël y Cannes. Jaime y Olga continuaban siendo los mismos adorables amigos de toda la vida. No tenían un centavo, pero tampoco lo necesitaban, porque siempre había alguien por ahí, inmensamente rico, que no podía vivir sin verlos de tiempo en tiempo, y dispuesto a arrancarles los ojos a todas las demás personas que habían escogido las mismas fechas para invitar al matrimonio peruano. Pero Jaime y Olga, con todo lo encantadores y buenos amigos que eran, le planteaban a Natalia dos inconvenientes, que, de un momento a otro, podían convertirse en verdaderos problemas para ella. Natalia, al menos, lo pensaba así, aunque nada dijera al respecto. El primero de esos dos inconvenientes era la felicidad de sus amigos como pareja casada, algo que realmente conmovía a Carlitos, y que hacía que, todos los veranos, no bien el matrimonio Grau Henstridge abandonaba la villa de Théoule-sur-Mer, él empezara a hablarle de la posibilidad de casarse. Natalia se defendía siempre diciendo que su primer matrimonio le había dejado un recuerdo tan atroz, que hacía muchos años que se había jurado que nunca más se volvería a casar, que aquello era como un trauma, Carlitos, algo que sólo contigo, y ciento por ciento gracias a ti, lo reconozco, he logrado superar, pero que considero totalmente innecesario repetir, sobre todo en nuestro caso.