– Somos una pareja libre, mi amor, y el matrimonio está de sobra entre gente como nosotros.

– Si tú lo dices, Natalia…

– Pues sí, mi amor… Y lo digo porque lo pienso y lo siento así realmente, créeme, por favor.

– Si tú ves las cosas de esa manera…

– Las prefiero así, también, para serte muy sincera. Y las prefiero así porque además me parece mucho más lindo que sólo el cariño nos una. Un inmenso cariño mutuo y absolutamente nada más. ¿No te parece mucho más lindo, así?

– Bueno, tal como lo pones, por supuesto que suena mucho más lindo.

– ¿Entonces?

– No, nada. Entonces, nada, Natalia.

El verano terminaba y también su mes de vacaciones en la costa, y Carlitos volvía a sumergirse en sus investigaciones en el hospital Pasteur, donde llevaba ya dos años trabajando con un equipo de médicos de reputación mundial. Y olvidaba por completo su idea del matrimonio con Natalia, hasta el próximo verano, en que volvía a ver a Jaime y Olga Grau y la idea volvía a rondarle la mente y a parecerle sumamente atractiva y hermosa. Este era, pues, el primer inconveniente que tenía para Natalia la presencia de esos seres tan queridos. Porque no era el recuerdo de su primer matrimonio el que la hacía rechazar de lleno toda posibilidad de casarse con Carlitos. Era la diferencia de edad, que día a día pesaba más sobre su ánimo, a pesar de la maravilla que había resultado, a todo nivel, su vida con él. Pero la idea de envejecer a su lado empezaba a resultarle cada día más odiosa, y, aunque lo disimulaba a la perfección y se sentía aún muy joven y bella, dieciséis años de diferencia eran muchos y Natalia se preguntaba constantemente, en sus momentos de soledad, si tendría la lucidez para ponerle punto final al sueño cumplido que era su vida, un segundo antes de que empezara a convertirse en una pesadilla, al menos para ella. Y ésta era la verdadera razón por la cual rechazaba cualquier posibilidad de casarse con el hombre que tanto amaba, y también el primer inconveniente -totalmente involuntario, por cierto- que significaba la visita de sus amigos Olga y Jaime.

El segundo inconveniente no dejaba de estar ligado al primero, por una suerte de vaso comunicante, de cuya existencia Natalia parecía ser la única persona enterada y temerosa. Las hermanas Vélez Sarsfield, gracias a Dios sólo Mary y Susy, las dos mayores, por ahora, invitaban a Talía y Silvina Grau a Europa, todos los veranos, desde hace algún tiempo. Y las cuatro muchachas podían aparecer en cualquier momento, aunque sea fugazmente, en su villa de Théoule-sur-Mer, con el pretexto de saludar las chicas Grau a sus padres. ¿Acaso ello no le iba a traer recuerdos de Melanie, a Carlitos? Natalia se preguntaba si no se estaba convirtiendo ya en una vieja celosa. Pero le bastaba con ver a Carlitos para descartar por completo esta posibilidad. Además, como con todas las personas de las que se alejó, prácticamente para siempre, al dejar el Perú, también con Melanie él parecía haber creado una infranqueable muralla de silencio y olvido, a la que se añadía, además, esa capacidad casi científica para disecar a las personas que quedaron allá, y para referirse a ellas con una objetividad y un rigor en los que realmente no se filtraba ni una sola gota de emoción o de sentimiento, ni alegría ni pena ni nada. Pero bueno, ¿y si la tal Melanie esa se aparecía algún día con su trencita pelirroja por acá…? En este caso, a Natalia no le bastaba con ver a su Carlitos feliz, para descartar… ¿Para descartar qué, por Dios…?

Y una mañana nublada y triste en que todo esto se le vino junto a la mente, hubo un rato demasiado largo y atroz en que Natalia se vio convertida en una vieja celosa. Pero justo cuando la cosa se estaba poniendo realmente fea, Carlitos Alegre, que nunca jamás se fijaba en nada, le metió un delicioso empellón a su amor, y juntos para siempre, como siempre, como a cada rato, fueron a dar a la piscina de la villa, los dos bastante ligeros de equipaje, y el muy fogoso literalmente la hundió de amor y se la llevó por el fondo del agua y del tiempo hasta la piscina del huerto y ahí la detuvo para siempre, loco por sus muslos y sus tetas y la carnosidad húmeda de sus labios y sus ojos y su pelo rizado y sus nalgas y… Natalia salió de aquel empellón más fuerte y más débil que nunca, pero con la muy gozosa y plena sensación, toda una convicción, más bien, de que aún le quedaba mucho Carlitos por delante, sí, mi amor, y un millón de gracias, y te querré eternamente, para ejercitarle precisamente su lado de leona divina y colmada y feliz. Y él, que andaba ahora doblemente en las nubes, sólo atinó a decir que lo suyo también era eterno, pero que bueno, que eso era archisabido, aunque es siempre muy lindo oírlo decir, pero que a santo de qué tantos millones de gracias, cuando ellos dos sólo estaban cumpliendo con los designios del Señor, que era, en todo caso, a quien había que agradecerle diariamente en la misa de seis de Santa Clotilde, la iglesia de nuestro barrio, allá en París, aunque claro, yo siempre he respetado el hecho de que tú seas más bien medio agnosticona y por ello tengo que quedarme a veces tanto rato en mi banca, dándole gracias a Dios en tu nombre y en el mío, mi amor, o sea que, por favor, entiéndeme cuando me atraso al volver de misa, ya que es debido a esto y no a que me haya quedado en algún bistró tomando café y croissants con alguna discípula, ¿ya ves, bobalicona?

– No veo absolutamente nada -le tapó la boca, ahora, Natalia-. ¿O has olvidado que estamos hundidos de amor y detenidos para siempre en el fondo de la piscina del huerto?

Y fue Carlitos, un buen rato más tarde, quien anduvo dándole las gracias millones de veces a Dios, tras haber sido el hundido objeto del deseo de Natalia, y el amante ejercitado, aunque también hubo ese momento de gloria en que el pobre sencillamente no pudo más y, a gritos, le dijo a Dios que Él no tenía la exclusividad de la divinidad, en ciertos asuntos terrenales, por supuesto, y que, por lo tanto, con tu permiso, Señor mío, esta vez el millón de gracias han sido todas para Natalia.

– ¿De qué hablas y con quién hablas, se puede saber? -le preguntó Natalia, hundida en su aturdimiento o aturdida en su hundimiento, que así andaba la pobre de orgasmeante.

– Pues me quejaba un poquito al cielo, digamos, mi amor. Porque Dios a veces se parece al perro del hortelano, que ni come ni deja comer. Y justo ahora como que andaba el tipo, perdón, el Señor, quedándose íntegra con tu cuota de divinidad.

– Tú ven para acá, amo y señor mío, que yo te voy a recordar cositas tan humanas y tan divinas, pero que hasta en el cielo se ignoran. Al menos desde el primer hasta el sexto cielo. O sea que ¿qué tal si subimos un poquito más arriba?

– Usemos el ascensor, entonces, mi amor, que se llega bastante más rápido. ¿No te parece?

Luigi y Marietta habían fallecido, y también Molina, que en la vejez se descubrió una gran habilidad como contador y hortelano, y ahora a Julia y Cristóbal la entera responsabilidad del fundo les quedaba cada día más grande. Pero, en fin, era su huerto, y que ellos vieran lo que hacían con él. Que lo alquilaran, que lo vendieran, que lo lotizaran, allá ellos. La propia Natalia ya no lograba imaginarse muy bien cómo era el Perú, quince años después de su partida y con tantas reformas, aunque todos los amigos limeños que recibía en París o en su villa de la costa la habían convencido de que había cambiado para siempre, para bien y para mal, lo cual le resultaba cuando menos paradójico y aumentaba en ella esa sensación de total lejanía. Y aunque su curiosidad siempre la llevaba a prestar particular atención a las noticias que le traían los galeones, como decía ella, ya nunca supo cómo procesar toda esa información ni mucho menos se sintió con derecho para dar consejo alguno acerca de nada. Y con el tiempo se abstuvo hasta de hacer comentarios acerca de una realidad que le resultaba totalmente ajena.

Carlitos también se mantuvo bastante alejado de todo aquello, aunque sí volvió a ver a los mellizos Céspedes, o en todo caso a cruzarse con ellos. Fue con ocasión de un congreso sobre el Mal de Chagas, que tuvo lugar en la ciudad de Salta, Argentina, pero apenas conversaron un rato, y, como suele decirse, ninguno de los tres soltó prenda, a pesar de la extrema afabilidad de la que hizo gala Carlitos. En realidad, fueron los casi irreconocibles mellizos los que crearon la distancia que impidió cualquier acercamiento real, y, no bien él les mencionó la posibilidad de escaparse de algún acto protocolar e irse a comer por ahí, antes de que terminara el congreso, los dos como que dieron un paso atrás, a todo nivel, ahondando triste y absurdamente la distancia inicial, aunque no rechazaron explícitamente su iniciativa y más bien parecieron dudar. Pero fueron el gesto, la actitud, la parca e indecisa respuesta, y el temor a algo que él no lograba imaginar, los que convencieron a Carlitos de que esa escapada jamás tendría lugar y que se había encontrado con unos mellizos Céspedes Salinas que ya no eran ni Arturo ni Raúl, los disparatados amantes del firmamento, las cumbres, mecas y estrellatos sociales, con lo cual sabe Dios en quién se habría convertido él también para ese par de médicos dermatólogos totalmente desconocidos en el mundo académico y profesional.

Pero Carlitos bajó la guardia, dejó filtrarse un viejo cariño, y empezó a averiguar qué había sido de los mellizos que él conoció. Con un gran esfuerzo de memoria, los puso en situación, primero, retrocediendo hasta 1957. Los mellizos eran dos años mayores que él, o sea que iban a cumplir o acababan de cumplir los veintiún años, aquella mayoría de edad que él tanto anhelaba, entonces, y que determinó su vida. Y, claro, ellos en aquel momento salían con las chicas de los teléfonos y las aguas de colores. Los mellizos eran felices y él no se había despedido ni de Arturo ni de Raúl. Tampoco de su triste hermana Consuelo, la de la frase aquella tan demoledora, la de la serpentina fatal. Dos médicos peruanos que asistían también al congreso le contaron que, en efecto, los doctores Céspedes Salinas se habían casado, antes de terminar su carrera, con las hijas de un señor muy adinerado, de apellido Quispe Zapata. Hubo fuegos artificiales y champán en cantidades industriales, en un caserón de la avenida Javier Prado.

– En fin, doble boda, doctor Alegre -le contó uno de los médicos peruanos-. Y don Rudecindo, que así se llamaba el suegro, ahora que lo pienso, tiró la casa por la ventana dos veces el mismo día, según se comentó entonces. Pero más no le podría decir, francamente, porque yo entonces no conocía a los doctores Céspedes Salinas y no fui testigo de nada.