I

C arlitos Alegre, que nunca se fijaba en nada, sintió de pronto algo muy fuerte y sobrecogedor, algo incontenible y explosivo, y sintió más todavía, tan violento como inexplicable, aunque agradabilísimo todo, eso sí, cuando aquella cálida noche de verano regresó a su casa y notó preparativos de fiesta, allá afuera, en la terraza y en el jardín. Hacía un par de semanas que preparaba todos los días su examen de ingreso a la universidad, en los altos de una muy vieja casona de húmeda y polvorienta fachada, amarillenta, sucia y de quincha la vetusta y demolible casona aquella situada en la calle de la Amargura y en que vivían doña María Salinas, viuda de Céspedes, puntualísima empleada del Correo Central, y los tres hijos -dos varones, que son mellizos, ah, y la mujercita también, claro, la mujercita…- que había tenido con su difunto marido, César Céspedes, un esforzado y talentoso dermatólogo chiclayano que empezaba a abrirse camino en la Lima de los cuarenta y ya andaba soñando con construirse un chalet en San Isidro y todo, con su consultorio al frente, también, por supuesto, y aprendan de su padre, muchachos, que este ascenso profesional y social me lo estoy ganando solo, solito y empezando de cero, ¿me entienden?, cuando la muerte lo sorprendió, o lo malogró -como dijo alguien en el concurrido y retórico entierro de Puerto Eten, Chiclayo, su terruño-, obligando a su viuda a abandonar su condición de satisfecha y esperanzada ama de casa, para entregarse en cuerpo y alma a la buena educación de sus hijos, a rematar, casi, la casita propia de entonces, en Jesús María, y a convertirse en una muy resignada y eficiente funcionaria estatal y en la ojerosa y muy correcta inquilina de los altos de aquella cada día más demolible casona de la ya venida a menos calle de la Amargura, ni siquiera en la vieja Lima histórica de Pizarro, nada, ni eso, siquiera, sino en la vejancona, donde, sin embargo, conservaba su residencia de notable balcón limeño el presidente don Manuel Prado Ugarteche -entonces en su segundo mandato-, claro que porque Prado vivía en París y así cualquiera, salvo cuando gobernaba el Perú, y porque antigüedad es clase, también, para qué, argumento éste que, aunque sin llegar entenderlo a fondo ni compartirlo tampoco a fondo, esgrimían a menudo Arturo y Raúl Céspedes, los hijos mellizos del fallecido dermatólogo chiclayano, ante quien osara mirar la vetusta y desangelada casota y verla tal cual era, o sea, sin comprensión ni simpatía y de quincha, o sin compasión ni amplitud de criterio e inmunda, y más bien sí con una pizca de burla silenciosa y una mala leche que gritaban su nombre. Una miradita bastaba, y una miradita más una sonrisita eran ya todo un exceso, aunque se daban, también, qué horror, esta Lima, pobres Arturo y Raúl, susceptibles hasta decir basta en estos temas de ir a más y venir a menos.

El mismo argumento de la antigüedad y la clase era utilizado por los mellizos, convertidos ya en 1957 en dos ambiciosos egresados del colegio La Salle, exactos el uno al otro por dentro y por fuera, aunque sin entenderlo ellos tampoco en este caso, por supuesto, cuando de la honra de su menor hermana Consuelo se trataba, ya que se es gente decente y bien si se vive en San Isidro o Miraflores, pero no por ello se tiene que ser gente mal, o de mal vivir, lo cual es peor, ni mucho menos indecente, carajo, si se vive en Amargura. Y aunque los conceptos no tenían absolutamente nada que ver los unos con los otros, cuando los hermanos Arturo y Raúl Céspedes se referían a su hermana, ni feíta ni bonita, ni inteligente ni no, y así todo, una vaina, una real vaina, nuestra hermana Consuelo, inmediatamente se les hacía un pandemónium de San Isidros y Miraflores y Amarguras, de gente bien y mal y hasta pésimo, de lo que es ser decente e indecente, o pobre pero honrado, esa mierda, y sólo lograban escapar de tan tremendo laberinto mediante el menos adecuado de los usos de esto de la antigüedad es clase, que, por lo demás, sólo a ellos dos les quitaba el sueño, maldita sea, porque los mellizos Céspedes eran, lo sabemos, puntillosos hasta decir basta en cuestiones de honor, frágil clase media aspirante, suspirante, desesperante, to be or not to be, qué dirán, mamá empleaducha de Correos, y a-nuestra-santa-madre-carajo-la-sentaremos-en-un-trono, como le requetecorresponde, no bien, si bien, si bien antes… Bueno, pero ay de aquel que diga que no…

Carlitos Alegre, en todo caso, jamás se fijó absolutamente en nada, ni siquiera en la calle de la Amargura o en la casona de ese amarillo demolible, o en el balcón del palacete Prado, muchísimo menos en lo de la antigüedad y la clase, y a Consuelo ni siquiera la veía, lo cual sí que les jodía a los hermanos Céspedes, pero eso les pasa por interesados y tan trepadores y a su edad. Y Carlitos Alegre no se fijaba nunca en nada, ni siquiera en que había nacido en una acaudalada y piadosa familia de padres a hijos dermatólogos de gran prestigio, y mucho menos en que su ferviente y rotundo catolicismo lo convertía en una persona totalmente inmune a los prejuicios de aquella Lima de los años cincuenta en que había egresado del colegio Markham y se preparaba gustosamente para ingresar a la universidad y seguir la misma carrera en la que su padre y su abuelo paterno habían alcanzado un reconocimiento que iba más allá de nuestras fronteras, mientras que su abuelo materno, dermatólogo también, había alcanzado una reputación que llegaba más acá de nuestras fronteras, ya que era italiano, profesor en los Estados Unidos, premio Nobel de Medicina, y sus progresos en el tratamiento de la lepra eran sencillamente extraordinarios, reconocidos en el mundo entero y parte de Lima, la horrible ciudad adonde había llegado por primera vez precisamente para visitar el horror del Leprosorio de Guía, que, la verdad, lo espantó casi hasta hacerlo perder el norte.

Carlitos Alegre jamás se fijó absolutamente en nada, ni siquiera en que tenía dos preciosas hermanas menores, Cristi y Marisol, de dieciséis y catorce años, respectivamente, tan preciosas como su madre, Antonella, nacida y educada en Boloña, y que intentó enseñarle italiano pero sabe Dios cómo él terminó aprendiendo latín. De puro beato, seguramente. Y así, también, Carlitos Alegre ni siquiera se fijaba en que sus adorables hermanas eran el clarísimo objeto del deseo social de Arturo y Raúl Céspedes. Y de ahí al altar, por supuesto, y, entonces sí, de frente a la clínica privada del sabio y prestigioso dermatólogo Roberto Alegre Jr., como nadie sino ellos llamaban al padre de Carlitos. Los mellizos y almas gemelas Céspedes habrían llegado por fin a San Isidro y Miraflores y Ancón, el cielo, como quien dice, y también parece que Los Cóndores se dibujaba ya en su horizonte, porque últimamente empezaba a sonarles cada día más a San Isidro-Miraflores-Ancón, en las páginas sociales de los más prestigiosos diarios capitalinos.

Y tan no se fijaba ni se fijó nunca en nada, san Carlitos Alegre, como lo llamaban sus compañeros de colegio, que aceptó sin titubear la invitación que le hicieron por teléfono dos muchachos, de apellido Céspedes, a los que no conocía ni en pelea de perros. Lo llamaron poco antes del verano, mientras él preparaba, rosario en mano y como penetrado por un gozoso misterio, sus exámenes finales en el colegio Markham, no le dijeron ni en qué colegio estudiaban y Carlitos seguro que hasta hoy no lo sabe, y lo invitaron a prepararse juntos para el examen de ingreso a la universidad. Lima entera se habría dado cuenta de la segunda intención que había en aquella invitación, de lo interesada que era la propuesta de los hermanos Céspedes, pero, bueno, Carlitos Alegre, como quien ve llover, y feliz, además, porque él siempre lo encontraba todo sumamente divertido, sumamente entretenido y meridiano.

Por supuesto que los hermanos empezaron sugiriendo estudiar en casa de Carlitos, pero él les dijo, con toda la buena fe del mundo, que eso era imposible porque estaban haciendo tremendas obras en los altos de su casa y el ruido era ensordecedor, aunque la verdad yo ni me entero, je, pero los demás me cuentan a cada rato que esto es insoportable, y sí, parece que lo es, sí, je, je, je. Arturo y Raúl Céspedes dudaron de la verdad de estas palabras, por momentos se sintieron incluso reducidos a la nada existencial, que para ellos era la social-limeña, y como única solución a semejante dilema optaron por salir disparados hasta la casa de Carlitos y ver para creer, ya que realmente se habían quedado heridísimos, imaginando que… Porque ellos siempre se imaginaban que…

Llegaron en un carro que se parecía a su casa, pero pintado de casa de Carlitos, y éste, por supuesto, no se fijó en nada, ni siquiera en el efusivo apretón de manos derecha e izquierda que le dieron simultáneamente Arturo y Raúl Céspedes, mientras pronunciaban, también en dúo, encantado, el gusto es todo mío, y aquello de la antigüedad es clase y es tú y es nosotros, o por lo menos así sonó, sin duda por lo felices que se sintieron al comprobar que las obras del segundo piso en casa de la familia Alegre realmente parecían un bombardeo.

Dignas hermanas de Carlitos, Cristi y Marisol hicieron su aparición en el pórtico de la casa sin fijarse absolutamente en nada, lo cual para los hermanos Céspedes tenía su lado bueno, debido a lo del automóvil marca Amargura. Pero todos los demás lados de aquella aparición ausente fueron realmente atroces para los mellizos Arturo y Raúl, porque un instante después Cristi y Marisol, distantes, inabordables, demasiado para ellos, crueles en su inocentísima abstracción, atravesaron el jardín delantero de la casa, en dirección a los automóviles de la familia y a ese taxi, o qué, desaparecieron en el interior de un Lincoln '56, me cago, Arturo, parece de oro, oro macizo, Raúl, y los mellizos Céspedes casi se matan contra su automóvil-casona por lanzarse tan ferozmente sobre el capó e intentar que desapareciera también con el resto del vehículo. Les resultó muy dolorosa esta operación a los hermanos, especialmente a Arturo, que encima de todo se luxó un brazo contra la carrocería de aquel Ford-taxi-sedán-del-42, maldita deshonra, maldita afrenta, maldito oprobio y maldita sea, caray, aauuuu, me duele, me duele mucho, Raúl…

– Como Churchill, Arturo: con «sangre, sudor y lágrimas», pero llegaremos…

– Y como en la mexicanísima ranchera, Raúl: «Ya vamos llegando a Pénjamo», porque, aunque sea una pizca, algo creo que nos hemos acercado, hoy…

– Y qué tal caserón y qué tal carrindanga, el Lincoln ese, no sé si Continental o Panamerican, pero sí, un alguito claro que nos hemos acercado, sí…