¿Pero quién era ella? ¡Diablos, quién! ¿Y por qué era ella? ¡Por qué! ¿Y para qué era ella? ¡Para qué! Y ¿para quién era ella? ¡Para quién! La segunda parte de estas preguntas, entre profundamente estival y metafísica, y enfática hasta decir basta, iba a terminar perforando, a rasquido limpio, el cráneo, la calavera, de san Carlitos Alegre. Y ya le dolía el alma, también, cuando a las diez en punto de la noche, elevada hasta su dormitorio por el viento, la melodía traviesa y veraniega de Siboney, que alguien estaba tocando de nuevo, ¿o es que era un señuelo, el llamado de la jungla y el trópico?, se le metió hasta en el reloj-pulsera a Carlitos Alegre. De un salto comprendió que llevaba tres horas rascándose y que debía averiguar por qué, allá en los bajos, en la terraza iluminada, en el patio, alrededor de la piscina, bailaban los invitados. Y atrás quedaron rasquidos, perforaciones y dolores de cráneo y alma, porque ahora se daba menos cuenta de nada que nunca, Carlitos, o sea que tampoco se fijó en que había pisado el rosario, tirado y negro en el suelo de oscuro cedro, misterio doloroso, casi, ni mucho menos se fijó en que llevaba un mechón de cabello rascado y punk, mil años antes de esta moda o cosa medio nazi, una mecha parada en la punta de la cabeza, efecto o producto de sus tres horas de intensos rasquidos indagatorios de una noche de verano.

Y apareció en una terraza sabiamente iluminada y deliciosamente florida, en un baile para siempre, un eterno Siboney de lejanas maracas, de disimuladas y nocturnas palmeras, de arrulladora brisa de mar tropical y piña colada. Muy precisamente ahí, apareció Carlitos Alegre. Chino de risa y de bondad. Había que verlo. La viva imagen de la felicidad con una mecha izada en la punta de la cabeza y diecisiete años de edad de los años cincuenta más un olvidado rosario en el suelo de oscuro cedro de su dormitorio, muy cerca de su reclinatorio, y ante la misma virgen de sus súplicas y ruegos por los pecados de este mundo. Y ahí seguía parado entre aquella gente alegre y divertida que ni siquiera se había fijado bien en él todavía. Mas no tardaban en hacerlo, porque en ésas se acabó aquel Siboney embrujado y él salió disparado rumbo al tocadiscos, para volverlo a poner, pero para volverlo a poner y poner y poner, ad infinitum y así me maten, ¿me oyen?, ¿me han oído?, ¿ya me oyeron? Y ahora sí que el sonriente pero nervioso desconcierto de todos no tuvo más remedio que reparar en él.

– Yo quiero bailar con ella -dijo, entonces, Carlitos, con el brazo de mando en alto y todo, más una voz absolutamente desconocida y como de imprevisibles consecuencias. Y agregó-: Y voy a bailar con ella, porque no tardo en saber quién es. Que ya lo sé, por otra parte, desde hace algunas horas. O sea que ya me pueden ir dejando esa canción para siempre. Y entonces bailaré para siempre, también, claro que sí. Y defff-fi-ni-ti-va-men-te.

La cosa sonó como de locos y los padres de Carlitos y sus invitados bailaban ahora, pero con gran insistencia, con verdadero ahínco, con total entrega, y más a la danza de arte, ya, que al baile bailongo, en fin, cualquier cosa con tal de no verlo metido de esa manera en la fiesta y, sobre todo, para no haberlo escuchado nunca jamás en esta vida. Porque borracho no estaba, no, qué va, Carlitos de Coca-Cola no pasa, y más bien había en su mirada negra, intensa, extraviada, y en su risa para quién, ¿se han fijado?, un profundo misterio, la mezcla tremebunda de algo como exageradamente gozoso, pero además exageradamente glorioso, también, aunque asimismo muy doloroso, sí, sumamente doloroso, al fin y al cabo.

– Che, parece que el pibe andase en busca del absoluto -comentó el cardiólogo argentino Dante Salieri, alias Che Salieri, que siempre se ponía un poquito pesado, a partir del tercer whisky, y ya iba por el quinto.

– Anduviese y cambiemos de tema -le respondió un verdadero coro, ahí en la terraza ya troppo danzante-. Anduviese y punto, querido Che…

– Ah… Ustedes, los limeños: siempre tan presumidos de su buen castellano…

– Sabido es, mi querido Che -se reafirmó el coro, ahí en la terraza aún más danzante, si se puede-, que en Bogotá y en Lima se habla el mejor castellano de América. En Buenos Aires, en cambio, che, Che…

En fin, ya cualquier cosa danzante y coral, con tal de no ver a Carlitos Alegre, que por fin había descubierto que ella se llamaba Natalia de Larrea y le estaba contando, pisotón tras pisotón, que no se explicaba por qué su papá había iluminado tan bárbaramente la terraza y el jardín y la piscina, esa noche, el agua de la piscina creo que además la ha puesto a hervir, ¿a ti no te parece, Natalia?, y que a él esa iluminación de fuego como que se le había metido en el alma, aun antes de regresar de estudiar, esta tarde, en casa de unos mellizos de apellido Céspedes Amargura, que, no sé por qué, como que muestran un desmedido interés por conocer a mis hermanas Martirio y Consuelo, o son sólo disparates que a mí se me ocurren, con lo distraído que dicen que soy, je, je… ¿tus hermanas cómo, Carlitos…?, mis hermanas Cristi y Marisol, perdón. Y entre pisotón y pisotón, también, Natalia de Larrea había logrado domesticarle el mechón de pelo izado, en repentino arrebato simultáneo de ternura y de pasión, y ya estaba convencida de que jamás en su vida había escuchado palabras tan alegres, tan vivas, tan excitantes, tan profundamente sinceras y calurosas, y como que quería comerse vivo a Carlitos Alegre.

Ella besarlo no podía, claro, porque estaba en casa de los propios padres de Carlitos y entre tantos amigos, y tampoco podía cheek to cheek, por las mismas razones, ni mucho menos apachurrarlo hasta matarlo, y después morirme, claro que sí, porque además seguro que hasta le doblo la edad, me muero, ay, qué ansiedad, Dios mío. Entonces probo el sistema de los muslos, que practicara en algunas fiestas con el sinvergüenza y canalla de su ex marido, el que la mataba a palos y mucho más, algo medio de burdel y todo, y empezó a ir de casi nada a apenas y de ahí sin duda demasiado rápido a más y más, demasiado para Carlitos, en todo caso, en ese adelantito y atrasito con toquecito y quedadita, porque lo cierto es que en menos de lo que canta un gallo ya Carlitos Alegre parecía un andarín loco que tiene la ansiada meta olímpica ante sus narices y justo se le cruza el Himalaya. La verdad, estaba ridiculísimo, pero a Natalia de Larrea hacía mil años que nada le alegraba la vida en esta ciudad nublada y triste, y a Carlitos Alegre, además, lo estaba queriendo mucho. Pensara lo que pensara y dijera lo que dijera esta ciudad nublada y triste, horrible, a Carlitos Alegre lo estaba queriendo muchísimo, lo estaba queriendo de verdad, y lo iba a querer contra viento y marea. Sí, contra viento y marea y pase lo que pase en esta Lima tristísima para una mujer como yo, condenada, más que condenada, y de nacimiento, casi. Y condenada sin casi en esta Lima de cielo eterno color panza de burro y, peor todavía, como me dijo el otro día en la hacienda el negro Bombón, yo a Lima no vuelvo más, señorita Natalia, con ese cielo color barriga de ballena muerta, le cala negativo a uno el alma, de su natural festiva, su cielo ese tan plomo de usted desde la mañanita, señorita Natalia. Pues tiene toda la razón, el muy picaro de Bombón, por ignorante que sea, sí: cielo de ballena, y muerta, además, qué asco, Dios mío, pero sea como sea y contra quien sea, yo a Carlitos lo quiero toditito para mí solita y… Y basta de hipocresías y moralinas, sí, basta, basta, hasta aquí llegué contigo, Lima de eme, porque Natalia de Larrea, la guapísima, la qué tal lomo, la cuerpazo -«¡El de mi patroncita sí que es un cuerpo, carajo, y no el de la Guardia Civil!», dicen que había exclamado el muy tremendo de Bombón, una mañana en la hacienda, gracias por el piropazo, negro bandido, aunque mejor para ti que yo ni me entere, negro atrevido, pero negro ricotón, sí, eso sí, y tú también, limeña hipócrita, Natalia-, la maltratada, la abandonada, la deseada, la codiciada, pero ahora la resignada acaba de decir basta, sanseacabó, punto final, sí, señoras y señores, porque yo, Natalia de Larrea, adoro a Carlitos aunque me mate a pisotones y qué tal ametralladora de muslazos, qué rico, caray, uauu, como cuando yo tenía más o menos su edad y en las fiestas nos pisoteábamos todos y nos dejábamos puntear toditas sí, tanda de hipócritas, sí, así, con todas sus letras aquello era una punteadera general y a mí ya Lima entera quería hacerme reina del carnaval, pobre Natalia, y hasta el negro Bombón, un muchachito, entonces, decía la señorita Natalia ha llegado bien maltoncita de Lima, este verano, qué querría decir el muy pícaro, ¿que ya la fruta más preciada del patrón había empezado a ponerse en su punto?, oscuro presagio, nubarrones en el horizonte, los peores augurios, pobre de mí y de mi vida, desde entonces, ay, pero uauu qué rico y con amor, uauuu, te quiero, Carlitos, ay, uauu, para siempre, mi Carlitos…

Que fue cuando el Che Salieri como que ya no aguantó más, y lo de las copas, encima, por supuesto, nunca tuvo buen whisky el Che y esta noche parece que ha bebido más que nunca, qué hacemos, caray, qué diantre hacemos… En fin, que el Che Salieri había empezado por destrozar la funda del disco en que estaba Siboneyy, acto seguido, había hecho lo propio con el disco, surco por surco, luego con el tocadiscos, y ahora, incontenible, iba abriéndose paso a patada limpia en busca de Natalia de Larrea, el putorrón ese que a mí me pertenece, che, para lo cual, claro, primero tendría que dar cuenta total, también a patada limpia, de un Carlitos Alegre que continuaba sin darse cuenta de nada, chino de felicidad y loco de amor, pero que ante los alaridos de Natalia vio cómo se le venía encima una verdadera pateadura y lo primero que pensó es en lo bueno que era el equipo argentino de fútbol, el propio doctor Che Salieri se lo había contado, y claro, seguro él también había jugado en un equipo de primera, allá en Buenos Aires, porque mira qué manera de patear, todo un crack, el doctor, o es que se volvió loco y quizás… Hasta que le tocaron a su dama, y para qué, porque ahí sí que se dio cuenta de todo, y de qué manera. A mala hora le tocaron a su dama y a ella a su Carlitos toditito suyo contra el mundo entero. La que se armó, Dios santo. Troya ardió en San Isidro, aquel viernes por la noche, y hasta bien entrada la madrugada.

Nunca se supo qué fue primero, si el puñetazo loco o el patadón ciego de Carlitos Alegre, pero lo cierto es que el cardiólogo Dante Salieri como que se elevó, primero, rebotó, después, y finalmente salió disparado en marcha atrás y fue a dar contra un pequeño grupo de señores, ya bastante celosos e irritados, que, entonces sí, perdieron toda capacidad de disimulo y buena educación. Ahí el que menos llevaba un buen rato bebiendo y ello empeoró mucho las cosas, claro, pero lo que realmente las desbordó fue el derrumbe de caballeros que provocó el choque frontal contra el disparado doctor Salieri, que se les vino encima cual feroz bola de bowling y hasta los desparramó por la terraza, mientras íntegras las señoras y también muchos caballeros procedían a una rapidísima y muy prudente retirada, entre espantados y espantosos gemidos y grititos, más uno que otro carajo, mocoso de mierda, todo en menos de lo que canta un gallo y a pesar de los esfuerzos del doctor Alegre por impedir que las cosas fueran a más.