Claro que sí. Porque el rostro de Natalia era el de esa fotografía que ella le había enseñado, el de una reina de carnaval de diecisiete años, pero en su cuello y sus hombros y en el borde ya abultado y muy anhelante de un traje strapless, ahí, apenas, se acababa, deliciosa, pero también con mucho miedo de niña, aún, aquella fotografía profética, y él quería ver más allá del pelo rizado por alguien que no era humano, caray, y esas mejillas que en una fotografía en blanco y negro se veían purito color, rozagantes, y los ojos ahora y en la fotografía hablaban el mismo ardor que miraban los carnosos labios húmedos en el papel de una instantánea a través de los años y siempre pintados de color rojo, aquí en esta alcoba, que no dormitorio, mi amor, razón de más, mira, tú, ¿qué dices, mi amor…?
– No, no me digas nada, Carlitos, y más bien sigue, sigue, sigue, por favor, que es tan, sí, sigue sigue…
– Me fascina volver a todo tu cuerpo y releer por todas partes palabras tan evidentes. Mira: dulzura… Mira: delicia… Mira: juventud… Mira: entrega… Mira esta continuidad perfecta de tu foto de los diecisiete años… De antes de tu dolor y tu pena… Mira esta prolongación eterna de una total ausencia de odio y rencor, esta calidez, esta sonriente acogida, esta maravillosa duración de adolescencia. Tú tienes, Natalia, mira aquí, y mira aquí, y mira aquí, y aquí también tienes, mira, exacta, carnosita, la fisonomía de la foto… Mira, se te ve hasta en los muslos de la foto, su total permanencia… Esta foto es purita fisonomía, mi amor, mira…
Por supuesto que, donde Carlitos decía mira, ya había quedado un beso. Y a veces insistía varias veces en un mismo punto, y como que se quedaba comprobando delicioso, como que se instalaba un buen rato ante el milagro. Porque aquello -diablos, cómo decirlo, si no- era una verdadera auscultación oscular y Natalia lo dejaba y dejaba, a medida que ella también se dejaba y dejaba y le respondía y respondía…
– Pero tú mira este beso, mi amor, mira, mira, mira y…
– Delicioso, mi amor, realmente delicioso, y jamás te voy a frenar ni mucho menos a dar la contra, pero sí te recuerdo que mis muslos no salen en ninguna foto de carnaval…
– Aguafiestas y tonta. Y además estás intentando discutir con un apasionado de la dermatología y un futuro gran especialista.
– Me quedo con el amante de hoy en esta alcoba…
– Entonces créeme que de donde primero se ausenta la juventud de una mujer hermosa es de su fisonomía. Y en ti permanece todo por todas partes, beso tras beso, aunque a mis diecisiete años, lo sé, no tienes por qué recordármelo, uno es totalmente incapaz de decir estas cosas correctamente. Pero beso, y mira, y beso, y mira… No sabré decirlo pero aquí en… en… en…
– ¿En, mi amor?
– ¿Podría decir tetas, por favor?
– ¿Te gustan?
– ¿Cómo decirlo, caramba? ¿Cómo hacerte entender que este par de tetas magistrales son purita fisonomía, dieciesiete años y carnaval? ¿Cómo lograr que me entiendas, por Dios santo y bendito?
– Mirándome siempre más…
– No sabré expresarlo, pero beso, y mira, y beso y… aquí vale la pena emplear unos besitos más prolongados…
– Me quedo con el amante de hoy en esta alcoba para siempre.
– ¿Me lo prometes?
– Carlitos, no creo que exista en el mundo una mujer tan tonta como para preferir un hombre que habla correctamente, a otro que, como tú, habla deliciosamente.
– ¿Me lo prometes, entonces?
– Te lo prometo esta noche en esta alcoba.
– ¿Me dejas memorizar esa promesa?
– Tómala, es tuya.
Natalia estaba desnuda en la foto y los dos tenían dieciesiete años y así de feliz era aquella noche de alcoba en que Carlitos se fue de inspección y, aunque sí hubo tiempo para quitarle los puntos y comprobar que con ese ojo tan restablecido podía continuar inspeccionando eternamente, con rendimiento pleno, además, donde los mellizos Céspedes no llegó ni llamó ni nada hasta dos días después. A los pobres los tuvo en ascuas sociales, pero qué se iban a atrever a llamar a la casa de la convulsionada familia Alegre di Lucca, en San Isidro, o a la de la familia de Larrea y Olavegoya, en Chorrillos, y, en cuanto al huerto de Natalia, lo más probable es que una gente que vive en la calle de la Amargura ignore que un huerto tiene teléfono, salvo que trabaje en la contabilidad del mismo o haya tenido en el campo un pariente tipo Colofón que contrajo el bacilo de Koch arando melodramáticamente, o sea, toda una vida, de día y de noche, y allá en Surco, por la carretera al sur y los pantanos de Villa con zancudos, paludismo y eso.
O sea, que la noche de la alcoba continuaba, pero ahora a Carlitos le había dado por ir y volver a cada rato, por abandonar el lecho y alejarse concentradísimo en cada una de sus observaciones, meditándola y analizándola a fondo, y como observándola a través de un microscopio, incluso, para luego retornar veloz como un rayo y retomar el amor alborotadísimo. Entonces se solazaban y retozaban, Natalia y él, y se entrelazaban y retorcían, horas, pero él de pronto se volvía a ir, muy suave y tiernamente, por supuesto, aunque también con cierto humor y no sin eficacia plena, porque andaban en plena penetración. Y aquel ir y volver enloquecedor lo intentaba describir también, concentradísimo y alegando que ahora lo que pretendía era llevársela con él por donde fuera y siempre, aprenderla todita de memoria, y aprehenderla, también, de manera etimológicamente inolvidable, para que pudieran seguir siempre juntos por calles y plazas y ciudades y países, por su carrera de médico, su vida de hombre creyente y feliz, y así para siempre, mi amor. Y se volvía a escapar concentradísimo, nuevamente, aunque a veces, cuando Natalia ya no podía más, ni él tampoco, tenía que correr como loco para convertirse con ella en palabras que a veces incluso sonaban un poquito a bíblicas y Cantar de los cantares, como Oh, yo, el colmado, Ay, yo, la colmada… En fin, que aquello era una verdadera antología de huerto y de alcoba, de hombre y de mujer y de divino y humano.
También había momentos de reposo a la luz tenue de aquellos lamparines, a los que ahora sonaba mucho más bonito llamarles candiles. Y momentos increíbles, divertidos y entrañables, y duros y sumamente tiernos o divertidos, como cuando, a la luz de un candil, ahora, ella se puso celosa y le preguntó con quién había ido a su fiesta de promoción, tan sólo unas semanas atrás.
– De ese baile debes de tener fotos como las de mi carnaval, amor, y esta vieja se muere de celos. Dime, por favor, ¿con qué chica fuiste a esa fiesta? Y como me mientas…
– Con Cristi, mi hermana, que también se puso furiosa por mi torpeza al bailar…
Inmediatamente, la elegantísima y caótica camota de la alcoba se dividió en dos zonas de relativa penumbra. Hacia una se lanzó Natalia, a llorar a mares y a morirse de pena, suavecito, eso sí, para que él no se diera cuenta… Carlitos fue a su fiesta de promoción con su hermana Cristi… Me muero, me muero de pena, de todo, mi Carlitos maltratado… Porque nadie más quería ir con él a esa fiesta ni a ninguna, nunca… Porque las chicas pueden ser tan crueles a esa edad… Porque él es tan beato y tan ido y loquito y distinto que, bueno, para qué, se dirían todas las chicas… Porque por más que rogó y rogó, seguro que muerto de risa, eso sí -Natalia también se había inspeccionado íntegro a Carlitos, también se lo había inhalado y besado vivo-, ninguna chica quiso aceptar su invitación… Y Natalia redoblaba su llanto suave, se le notaba en los hombros blancos, increíblemente bellos en la penumbra con esos espasmos de amor y dolor…
Mientras que en la otra zona de penumbra de aquel elegantísimo camón de sábanas y frazadas hechas un lío de inspecciones y búsquedas, de idas, vueltas, y permanencias locas, en aquel revoltijo de torpezas exitosísimas y manejos a cuatro manos y piernas y de todo, en aquella leonera de amor, Carlitos se desternillaba de risa recordando la rabia de Cristi cuando él intentó pedirle perdón y darle una explicación que la tranquilizara, y la verdad, no le sirvió para nada y, tal vez sea cierto, para qué le dijo que le resultaba más fácil pisotearla a ella que a una chica con la que no tengo confianza y además, Cristi, tú y Marisol son para mí las chicas que más quiero en el mundo, unos cuantos pisotones bien valen la pena, creo yo… Pero bueno, resulta que no, y Carlitos dale con reírse en su zona de penumbra mientras los hombros de Natalia y sus espasmos silenciosos continuaban también, pero los mocos la obligaron a recoger su pañuelo bordado del velador -que no mesa de noche, ni nada de eso- y pegarse la gran sonada.
Por supuesto que Carlitos pensó que era gripe, en fin, un enfriamiento, y claro, mira las sábanas por todos lados y las frazadas colgando y nosotros así, que fue cuando nuevamente y, con el pretexto de calentarla un poquito, empezó a ir y venir por la alcoba y a llenarla de su demoledora torpeza y a comprobar que Natalia y él lograban hacer el amor y el humor, al mismo tiempo, y que, mi amor, tú eres pura fisonomía y carnaval por todas partes donde cualquier cosa, que fue cuando a Natalia se le oyó decir clarísimo, entre gritos y murmullos y ayes y palabras en trocitos, mi amor, mi amor, me siento toda foto y diecisiete años…
También durmieron, es cierto, como también lo es que desayunaron a la hora del almuerzo y luego pasaron por la clínica Angloamericana, y que, rumbo al centro de Lima, pero no a la calle de la Amargura -y se morían de risa, como dos niños traviesos, porque ni avisaron-, cada uno llevaba su equipaje. El de Natalia consistía en un bolso muy grande, con mil hermosos frasquitos y objetos de tocador y una maleta llenecita de todo tipo de ropa. Más modesto, Carlitos apenas llevaba un maletín, navaja y crema para afeitarse, escobilla de dientes, agua de colonia Varón Dandy -por aquello del amor y del humor-, un peine, y cuatro verdaderos tratados de dermatología para leerlos si Natalia se quedaba dormida en alguna cama del camino.
– Muy gracioso -le decía ella, al volante de su Mini Minor para travesuras, el rojito.
Y él silbaba feliz, con el labio inferior en bastante buen estado, la verdad, después de todo lo de anoche.
Y, aunque no llevaron misal, reclinatorio ni rosario, convirtieron en alcoba un cuarto del hotel Country Club, uno del Maury, uno del Gran Hotel Bolívar, y uno del hotel Crillón, ya bien entradita la noche, este último, y después de que Natalia le probara con diversos trajes que traía en su maleta y yendo y viniendo por muchas calles de Lima, que siempre lo reconocería, que siempre volvería, si por alguna razón se tenía que ir a cualquier parte, desde el baño de un café o la tienda que queda a dos cuadras, hasta Londres, Roma, París o Praga, en fin, a todas aquellas ciudades de leyenda para Carlitos donde a menudo la llevaban sus negocios de antigüedades. Y, así, por ejemplo, era pleno verano, pero Natalia tuvo que ponerse el abrigote ese de armiño para inviernos en París con elegancia. Y él casi se muere al verla partir pero, bien viva ella, también, casi lo mata, encima de todo, porque bajo el abrigote estaba como Dios la trajo al mundo y el viaje quedó completamente frustado cuando Natalia perdió hasta el avión de regreso en una alcoba del hotel Maury.