Por lo demás, Carlitos acababa de llamarle té al café, de darle las gracias a Marietta, en vez de Julia, y ya se iba a estudiar, pero olvidando sus libros. Le quedaba pues a ella la tremenda tarea de proteger a ese muchacho. ¿Qué estarían pensando, decidiendo, haciendo, sus padres? ¿Qué, tanta gente más? Natalia se dejó besar por un muchacho que partía alegremente a estudiar y que, indudablemente, estaba convencido de que el huerto y ella eran para siempre. Y ésta era, pues, la tarea que le quedaba a Natalia. Tremenda.

Se oyó partir el automóvil y ella continuó sentada, mirando el comedor, la mesa, las sillas, la consola, los aparadores, los platos y las fuentes, el mantel, los bodegones, los cubiertos… Aquello era una inmensa habitación llena y vacía, a la vez, y la casona toda iba adquiriendo de pronto una nueva dimensión, una creciente desolación, aunque por las ventanas se pudieran ver siempre aquellos jardines y arboledas y la mañana fuera soleada. Natalia se incorporó. No quería dejarse aplastar por la ausencia de Carlitos, por la forma en que, de golpe, el mundo a su alrededor iba quedándose por completo sin contenido. «Se va él, y mira tú, Natalia, lo vacío que se ha quedado todo. Vacío y sin sentido. Si pudiera recordar, una por una, las palabras de nuestra conversación, hace un momento… Ah… Nuestra conversación contra el mundo entero, claro…»

No había mejor manera de luchar contra todo aquello que volver a la alcoba, encerrarse en ella, y meterse cuerpo y alma en la camota, antes de que Julia entre y se le ocurra poner orden en aquel maravilloso desastre. Sí, ahí estaba, oliendo aún a lamparín, a candil, a velador, y hasta a divino, sí, mira tú, todo en la penumbra en que lo dejaron cuando él pasó a ducharse rápidamente mientras ella pedía el desayuno y llegaba Molina…

Molina… El recuerdo de aquel extraño chofer, hosco, malhumorado, seco, y hasta atrevido, pero que adoraba a sus padres, la hizo sonreír. Nadie supo nunca su nombre, o en todo caso ella debía de ser bastante niña aún cuando se perdió en la memoria de todos. Porque Molina era Molina y nada más, sin un nombre de pila, un apodo, un segundo apellido. Natalia se hundió en su camota, desapareció bajo una sábana y trató de imaginar cuáles podrían ser las relaciones entre Carlitos y el eterno malhumor de Molina, porque el viaje de Surco hasta la calle de la Amargura era bastante largo. Y además iban a ser cuatro viajes al día, dos de ida, todas las mañanas, y dos de vuelta, todas las tardes. Las relaciones iban a ser, por lo menos, bastante complicadas y hasta extravagantes. Pero sin duda alguna, lo mejor de todo, pagaría por verlo, caramba, iban a ser las relaciones entre los mellizos Céspedes, Molina, el automóvil Daimler y Carlitos, realmente pagaría por ver todo aquello, caramba…

Natalia reía, ahora, escondida bajo una sábana, reía al recordar lo que había sido la llamada de Carlitos a los mellizos, anoche, para avisarles que había estado ligeramente descompuesto, aunque sumamente feliz, aunque, bueno, no, este… je. Pero mañana llego como siempre muy puntual, aunque ahora en un automóvil Daimler, me parece… Natalia reía al hilvanar alguna que otra palabra de aquella absurda conversación telefónica…

– ¿Un qué?

– El chofer se llama Molina, eso sí. Con toda seguridad.

– ¿Un qué?

– Uno con estribos.

– Muy viejo, entonces…

– Yo diría más bien que muy caro y, por supuesto, demasiado elegante para mí, pero Natalia dice que ni el Daimler ni Molina sirven ya para nada y que, en cambio, el tranvía…

– ¿Vienes en auto o en tranvía?

– Ya les dije que voy con Molina, que es chofer y no tranviario… Pero, a ver, déjenme confirmarlo todo con Natalia. Y no me cuelguen, por favor.

Lo malo es que fue Carlitos el que colgó, para ir a preguntarle a…

– Caray, qué burro soy. Creo que les he colgado, mi amor…

– Te oí decir que ibas a consultarme algo acerca de lo de mañana, creo.

– Sí, ya sé, pero…

– Olvídalo por ahora, Carlitos. Y, además, estáte seguro de que los mellizos ya lo entendieron todo.

Y claro, igualito a como hablaban por teléfono, metiéndose casi entre el aparato de pared, colgados de su desesperación social, ahora los hermanos Arturo y Raúl Céspedes colgaban ya lo suficiente de la ventana peligrosa de derrumbe y quincha, ahí en su melodramático segundo piso, cuando el Daimler hizo su saludable ingreso en la calle de la Amargura. E instantes después casi se desnucan cuando el Daimler, en efecto, carajo, la cagada y en efecto, era novísimo y carísimo, pero tenía estribos, pero estribos como para Greta Garbo o Harry Truman y multitudes aclamando, en la pantalla en blanco y negro del cine Ritz, que no era cine de estreno sino más bien de barrio y medio pelo, aunque queda en la avenida Alfonso Ugarte, y no lo negamos, nosotros sí vamos al Ritz, que es horrible, según dicen y decimos, claro, pero vamos porque nos queda cerca, ¿nos entiendes?, y además queda en la avenida Alfonso Ugarte, Carlitos, ¿nos entiendes?, o sea, que no es del todo cine de barrio, y Carlitos que sí, que los entendió perfecto, y que el cine Ritz no es un cine de estreno pero tampoco de provincias, no, Carlitos, de barrio pero no tanto, ¿nos entendiste?, bueno, sí, de barrio, ya entiendo, como esta casa, ¿no?, je, je. La puerta de la casa se abrió en un abrir y cerrar de ojos y los mellizos ya estaban ahí.

– ¿Usted no los vio allá arriba en la ventana, señor Molina? Explíqueme, por favor, cómo han hecho para estar ya aquí abajo.

– Lo mío, joven, es mirar al frente, para que no nos estrellemos.

– Es cierto, señor Molina. Y ahora, ¿puedo bajar ya?

– Pero por el lado derecho, joven, para que no lo atrepellen. Y espere a que yo le abra la puerta, por favor, qué dirían, si no, don Luciano y doña Piedad, que, ellos, sí sabían bajar como se debe de un automóvil con o sin estribos.

– Le prometo tenerlo todo en cuenta, señor Molina.

– Mi nombre es Molina y se me dice sólo Molina, señor Carlos.

– Le prometo tenerlo todo en cuenta, señor.

– Molina, señor.

– Sí, señor.

– No parece chofer -se les escapó a los mellizos, en su desesperación por ver y enterarse de más, y, de paso, entender un poquito, también.

– Mi uniforme es de chofer de los señores de Larrea y Olavegoya.

Casi los mata con su respuesta, el uniformado, pero sobre todo casi los mata con el problema racial que, desde ese instante y para siempre, significó Molina en la atormentada vida etnosociocultural de los mellizos Céspedes Salinas -más bien de raza blanca, aunque además…, o, al revés, algo cholones, aunque también…-, con su aspecto simple y llanamente ario y prusiano y hasta superior a nosotros, mierda. Porque Molina medía un metro ochenta y siete, era albión, como la rubia Albión, llevaba unos bigotes de noble y de ruso y de ruso blanco despilfarrando en Maxim's, como en la película en tecnicolor La viuda alegre, vista en un cine de provincias, bueno, sí, de barrio, carajo, no nos confundas, Carlitos, unos ojos verdes y un sinnúmero más de ventajas y superioridades de tamaño y color, cuando menos, con respecto a nosotros, chofer de mierda… Todos se despidieron odiándose, en la vereda derecha de la calle de la Amargura, menos Carlitos, que no entendió nada de lo ocurrido, ni de una parte ni de la otra, y cuando los mellizos le aseguraron que este hijo de puta tiene que ser hijo natural de alguien, les respondió:

– Pues yo creo que es menos hijo de alguien que nadie en este mundo, porque, por no tener, no tiene ni apodo.

– Pero un segundo apellido…

– Ni segundo ni tercero, se lo aseguro, porque Natalia lo conoce desde niña y dice que sólo tiene ese malhumor permanente y ese amor eterno por sus padres. Fíjense ustedes que hasta sigue lavándoles el Daimler, todas las mañanas a la misma hora, y después se sienta y se pone a esperar órdenes hasta la hora de guardar el auto de nuevo. Ah, olvidaba explicarles lo de los estribos y el largo tan largo del Daimler. Es una limusín o une limousine, como ustedes prefieran, según el señor Molina.

– No jodas, hombre, Carlitos. Las limusines son sólo para las funerarias.

– Pues pregúntenle al señor Molina y verán. Son sólo para las funerarias y para los multimillonarios.

Los mellizos Céspedes no le iban a preguntar nunca jamás nada en su puta vida al chofer uniformado Molina, que, antes de despedirse, dirigiéndose exclusivamente al señor Carlos Alegre, además, le recordó que a las trece horas lo estaría esperando, ya, como convenido, en este mismo lugar, y acto seguido se limitó a ser estrictamente un poquito más alto y más rubio que nunca, porque mientras subía al Daimler y ponía en marcha el motor, los estaba mirando de arriba abajo con los ojos más verdes que nunca y con el uniforme con más botas que nunca y más Miguel Strogoff que nunca, también, por consiguiente, aunque esto último en tecnicolor y en el cine de barrio Ollanta y con el actorazo ese de Curd Molina, perdón, Curd Jurgens, carajo, un error lo comete cualquiera, pero este hijo…

Molina y el Daimler ya habían torcido hace horas, a la derecha, para enrumbar nuevamente a Chorrillos y los mellizos continuaban parados ahí, odiándolo para siempre, encontrándolo simple y llanamente inexplicable, también para siempre, e intentando ver el automóvil por dentro.

– Pues me parece que ya va a ser bastante difícil ver el auto por dentro y por fuera, je -los despertó, literalmente Carlitos, o más bien los desextasió, je, je, y continuó contándoles que el Daimler es una maravilla y tiene miles de asientos-. Yo, por ejemplo, venía sentado en medio de la sala, al principio, pero de un solo miradón Molina me mandó para atrás, porque ése debe ser mi sitio, para siempre, y parece que él de eso sí que lo sabe todo porque hasta tiene libros sobre los choferes en la corte del rey Arturo y cosas semejantes, se lo juro. La propia Natalia me lo contó anoche, palabra de honor.

– El chofer de la familia de Larrea y Olavegoya, carajo, nada menos…

– Bueno ¿pero no les parece que deberíamos subir y estudiar un poquito siquiera, antes de que Molina regrese y nos encuentre todavía parados aquí? Francamente…

– Subamos, sí, Carlitos. Pero no sólo a estudiar. Tenemos algunas ideas, ya vas a ver. Llevábamos algún tiempo dándoles vueltas, pero con los líos en que te has metido, no sé, teníamos también nuestros temores. Pero, bueno, este Daimler como que lo aclara todo e inclina la balanza a nuestro favor. Basta con ver un carrazo así, compadre, para que nuestras dudas se desvanezcan y nuestras ideas brillen como nunca, para serte honesto. Y es que todo está clarísimo, ahora, hermanón.