– ¿Y cómo me llamo?

– Pues Carlitos Sylvester no está mal. De niña yo tuve un gran amigo en Londres que se llamaba Carlitos Sylvester. Era un encanto, un verdadero encanto.

– ¿Carlitos Sylvester?

– Exacto. ¿Llamo a Melanie de parte de Carlitos Sylvester?

– Encantado, sí. Sobre todo porque llevo unos días maravillosos desde que no soy yo.

Carlitos maldijo a los mellizos por no haber estado ahí, la única vez que necesitó ayuda para hacer una llamada telefónica. Estaba solo, tumbado en la camota de la alcoba del huerto. Y Natalia era un sueño demasiado grande y duro. Despedirse de ella varias veces por calles y plazas y hasta carreteras de Lima ya había resultado bastante duro. Despedirse de ella en la realidad era esto, a pesar de Luigi y Marietta, de Cristóbal, de Julia, de la devoción y solicitud con que lo atendían. Despedirse de ella era esto, a pesar de que, desde hacía un momento, él era Carlitos Sylvester para unas chicas llamadas Susy, Mary y Melanie.

Despedirse de Natalia y quedar enteramente entregado a los delirios de los mellizos Céspedes era algo que, incluso, se agravaba a ciertas horas del día y podía ser demasiado duro cuando un reloj de pie, en la penumbra de la sala, le golpeaba con su tictac esas horas de la noche en que mantenemos los ojos abiertos y todo absolutamente nos duele.

Como ahora, por ejemplo, en que la oscuridad lo cubría todo en el huerto, pero aún entre esas tinieblas Carlitos lograba ver muy precisos los rostros penosos de los hermanos Céspedes hablándole de las mujeres feas con que tenían que empezar sus salidas en las altas esferas de la sociedad limeña. Porque ellos tenían una larga lista de mujeres, para los próximos años, para irse formando y, al mismo tiempo, haciéndose conocer. Porque la gente, Carlitos, tiene que irse acostumbrando a nosotros, a nuestros apellidos, a nuestro origen, a la muerte de nuestro padre, que dejó a nuestra madre en la miseria y en la amargura, nunca mejor dicho, porque hasta la calle de la Amargura fuimos a dar con ella y con Consuelo, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni no, y con esos premios al esfuerzo y a la constancia y esa humildad para todo y ante todo que a nosotros nos joden tanto, carajo, hermano…

– ¿Y Colofón? -les soltó Carlitos, bastante harto de tanto melodrama, solamente para su uso, por supuesto. Y porque Carlitos no soportaba que despreciaran así a Consuelo ni a nadie-. ¿Y Colofón? -insistió, al ver entre las tinieblas del huerto que los tipos éstos se miran y me miran como si yo fuera un caído del palto.

– Colofón no existe, carajo.

Pero el tictac de aquel reloj de pie, allá en la penumbra de la sala, noches enteras sin Natalia, le iba probando hasta qué punto Colofón sí existía, y también Consuelo, o Martirio, o lo que sea. Y, tic tac, tic tac, le iba haciendo saber hasta qué punto las altas cunas y fortunas, maravillosa expresión acuñada por los mellizos, eran, por recordar otra de sus expresiones, las más altas cumbres del estrellato, para ambos. Y Carlitos sentía, sí, sentía, más que pensaba o recordaba, todo lo conversado con ellos y el pavor que le tenían a una mirada de arriba abajo. Por eso las muchachas feas, para empezar. Como para ellos las mujeres sólo podían ser ricas o pobres y bonitas o feas, era inmenso el riesgo de recurrir a unas muchachas muy ricas y muy bonitas. Y como ricas, sumamente ricas, tenían que ser siempre, pues que sean feas. Así aceptarán la invitación de dos tipos que van a llegar en un carro viejo. Aunque resulta que ahora, cuando menos lo pensaban, el carro era un carrazo, un tremendo Daimler, carajo, y además sólo para ellos dos y con el chofer uniformado ese, que aunque nos deteste, qué diablos, a Carlitos le dará gusto en todo, porque doña Natalia, la jefa, te lo ha ordenado, Molina, so cojudo. Pero lo genial es que era Carlitos quien iba a llegar en el Ford cupé del 46, porque al pobre no lo habían aceptado en calidad de Carlitos Alegre, sino Sylvester, y ni hablar de que lo vieran llegar con ellos y en un Daimler, los señores Vélez Sarsfield podían sospechar que se trataba del amante de la tal Natalia de Larrea y eso ni hablar.

O sea que hubo que encontrar una solución de emergencia y ésta consistió en que Carlitos, que recién estaba aprendiendo a manejar, llegaría en el carro viejo conducido por el cretino de Molina, y nosotros dos, carajo, se les van a caer los ojos a Susy y a Mary cuando nos vean llegar, haremos nuestro ingreso triunfal al caserón de la avenida San Felipe, con tremendos jardines y pistas de entrada para automóviles, nada menos que solitos y en el Daimler. Por supuesto que lo único con que no contaron los mellizos Céspedes Salinas fue con que las hermanas Vélez Sarsfield también tuvieran un Daimler negro con chofer uniformado, estribos, mil asientos limusines y todo, con que habituadas como estaban a mucho lujo y nada más, encontraran entrañable y sumamente bohemia y cosmopolitan la llegada de Carlitos Sylvester en un carro del año del rey pepino, y con que las tres, tan anglo como eran, lo consideraron una suerte de El amante de lady Chaterley, con amplios jardines y hasta con un huerto y todo, y además manejando el propio amante, porque Molina sí lo había traído hasta la puerta, claro, pero ahí el hombre como que se murió de vergüenza por aquello de que un chofer de la familia de Larrea y Olavegoya y este carro tan verdecito y tan viejo, oiga usted, joven Carlos, ¿podría bajarme aquí y esperar?, lo cual explica el ingreso de Carlitos al volante del carro bohemio, aventurero y verdecito, un ingreso bastante titubeante y curvilíneo, a decir verdad, pero que las chicas Vélez Sarsfield encontraron digno de un hombre de tan alto vuelo y alcoba que hasta falsos apellidos tenía que usar, y se olvidaron del té a las cinco y de todo porque jamás habían subido a un automóvil tan encantador como el de Carlitos y, además, un Daimler, la verdad, es cosa de choferes uniformados, mientras que este cupé es cosa de pilotos aventureros y old timers.

Y fue así como los mellizos, que en ningún momento fueron despreciados ni nada, ni mucho menos mirados de forma alguna, tuvieron que resignarse ante ese triunfo absoluto de Carlitos Sylvester y sufrirse frases suyas del tipo: Miren, Arturo y Raúl, yo creo que una primera lección, o conclusión, esta tarde, podría ser que a una multimillonaria se le impresiona con un auto viejo, de la misma manera en que a una chica pobre la haces feliz con un Daimler, por ejemplo, y todo esto mientras el té de las cinco continuaba enfriándose a las siete y empezaba a anochecer y continuaban las tres parejas todas apretujadas en el cupé seductor conducido con más riesgo y aventura que nunca por un Carlitos Sylvester que las tres encontraban realmente encantador y con esas asociaciones de ideas tan locas y tan divertidas.

Hechos mierda, los mellizos se sintieron siempre más mirados que nunca, y desde el cielo mismo hasta el mismísimo infierno, aunque la verdad es que nadie ahí los miró mal ni nada, o tal vez el asunto sea que precisamente los miraron demasiado poco, o a lo mejor nada, y que además los pobres jamás llegaron a entrar en la casa estilo tudor más tudor e inmensa de todo Lima, un súper sueño para ellos, porque ya vimos que, no bien llegó Carlitos con su cupé y su terrible fama de alcoba que camina, oculta además bajo el entrañable nombre de Carlos Sylvester, las tres hermanas sólo tuvieron ojos y oídos para él y su automóvil bohemio y romántico, y ya sólo quisieron subirse al cupé y partir a la aventura, y ahí continuaban todavía a las nueve en punto de la noche con los pobres mellizos reducidos ahora a la nada existencial, aunque con Molina siguiéndolos, o persiguiéndolos, más bien, y siempre en el Daimler, tal vez sólo por cumplir con las órdenes de doña Natalia, pero seguro que, además, por qué no, para darse el gustazo de ser el único ahí esa tarde noche, que se la pasó todo el tiempo en actitud de arriba abajo, de automóvil a automóvil y tan sólo telepáticamente, por supuesto, y también, cómo no, referida exclusivamente a los hermanos de la calle de la Amargura y a la porquería esa verde que ellos llaman bólido, habráse visto cosa igual, sólo a un par de cretinos como los Céspedes Salinas se les ocurre llamarle bólido a semejante vejestorio, ja, ja, ja, ja…

Pero todavía hubo baile de disfraces y concurso de equitación con las tres hermanas Vélez Sarsfield, el Daimler y Molina, los mellizos Céspedes Salinas, sus locas ambiciones y atroces aterrizajes, y Carlitos Sylvester al volante del cupé del 46 y con sus infinitas oportunidades de acción y contemplación del mundo en que vivimos, o, mejor dicho, del mundo en que vivo desde que Arturo y Raúl se entregaron en cuerpo y alma a abrirse camino en el verdadero valle de lágrimas que resultó ser para ellos la alta cuna y la fortuna y esa cumbre del estrellato por la cual iban al mismo tiempo a cuatro patas y como en el juego de la gallina ciega, aunque siempre en el papel de la gallina los pobres mellizos, claro, tan presumidos de sí mismos en un comienzo, tan a mí me dicen Duque, el uno, tan el hombre cuanto más parecido al oso más hermoso, el otro, y tan al pobre Carlitos le tocará ser siempre la gallina ciega y a Molina un esclavo de mierda más, o qué se ha creído el muy cretino.

En fin, que cada noche más, entre las tinieblas del huerto y la ausencia de Natalia, reproducida con cruel perfección por el tictac eterno de un reloj de pie, Carlitos le rendía cuenta paso a paso de la manera tan increíble en que los mellizos concebían su vida como una verdadera batalla y consideraban a la ciudad de Lima como un frente de guerra en el cual amanecían todas las mañanas con nuevos bríos, sí, mi amor, créeme que así es, mi Natalia, todos los días como que vuelven al combate, este par de locos, y mejor armados, mejor informados y hasta mejor pertrechados, diría yo, mi amor, porque del Daimler ya prácticamente se apropiaron para siempre, verás cuando vuelvas, pero resulta que su diario Waterloo cada día es como más Waterloo, diría yo, porque realmente los tipos no cesan de ir por lana y de volver trasquiladísimos, si vieras tú a Molina, el tipo hasta conversa y se sonríe como nunca con lo feliz que anda de corresponsal de guerra o enviado especial o qué sé yo, mi amor. Y bueno, sí, tenías razón, las chicas Vélez Sarsfield no son nada bonitas, pero el verdadero problema no está ahí, sino en que son unas muchachas sencillísimas y que hasta se diría que ni cuenta se dan de que son tan ricas y tan very british, y, claro, no reaccionan nunca como tales y eso los tiene a los pobres mellizos con el mundo patas arriba porque ellos quieren que sean así, pero resulta que son asá, y quieren que reaccionen así, también, pero resulta que nuevamente reaccionan todo lo contrario, ¿y sabes qué, mi amor?, pues que los tipos a veces como que te dan mucha pena, otras como que te dan mucha risa, pero, aunque esto te suene muy poco cristiano, también hay otras veces en que, vistos en conjunto, te dan un poquito de asco… Gracias a Dios, eso sí, la dermatología les interesa mucho, claro que por su proyección social [sic], y sin duda por ello no descuidamos el estudio diario.