El jardinero, desde el principio mismo de su relato, dio varias pruebas de sinceridad, al reconocer por ejemplo sus relaciones carnales con sor Teresita y también al referirse siempre a la monja sin la menor animosidad, como si a pesar de todo lo que había pasado y de la delicada situación en la que se encontraba, conservara hacia ella los más vivos sentimientos de simpatía. Para el jardinero, era la madre superiora la que se negaba a ver los hechos de frente, tal como habían ocurrido. Y otro detalle importante que parecía confirmar la sinceridad del jardinero, era la justificación que daba de su conducta: según él, le llevó mucho tiempo darse cuenta de que la monjita actuaba de manera extraña, y que las cosas que decía o que hacía, si él las había atribuido en un principio a una lubricidad exagerada, había en realidad que atribuírselas a la locura. El jardinero afirmaba que, durante todo el tiempo, era él quien se había sentido bajo la influencia de la monjita y que a veces incluso había tenido la sensación de que ella lo sometía a una especie de violencia. Esa incapacidad de reconocer la locura, no es de ningún modo algo poco corriente, y hasta me atrevería a afirmar que constituye más bien la norma, y que no se trata de un fenómeno que concierne a individuos aislados, sino a naciones enteras que, como la historia lo ha mostrado ya repetidas veces, bajo un influjo semejante al que invocaba el jardinero, se dejaron conducir al abismo por la extraña capacidad de persuasión que posee la lógica en apariencia sin defectos del delirio, aunque toda ella sea en sí defección.

El jardinero dijo que llevaba ya unos meses trabajando en el convento sin siquiera haber reparado en la monjita que, excepción hecha de la juventud, no poseía ningún atractivo especial, y que las cosas hubiesen continuado sin duda de esa manera si las miradas insistentes de ella, que se volvían de lo más sugestivas cuando estaban solos, según nos lo dijo el jardinero en un lenguaje un poco más tosco que el que empleo treinta años más tarde para escribirlo, no hubiesen atraído su atención, intrigándolo bastante primero, sin pensar para nada en lo que ocurriría un poco más tarde, pero atrayéndolo después en esa dirección. Cuando le hizo algunas confidencias al primo que trabajaba en el hospital, hecho que el primo, que se hallaba presente, confirmó de inmediato, el primo le dijo lo poco que sabía de sor Teresita, a saber que si las Esclavas del Santísimo Sacramento tenían entre sus principales misiones la de ocuparse de las mujeres de mala vida, algunas personas murmuraban en la ciudad, en la que, como en todas las ciudades chicas si no todo se sabe todo cree saberse, que la hermanita, por una familiaridad excesiva con las mujeres de mala vida, y por ciertas extravagancias en el lenguaje y en el modo de actuar, tenía una tendencia a extralimitarse en el ejercicio de su misión. Pero todo el mundo reconocía en ella una práctica auténtica de la caridad, y era muy popular entre los pobres, sobre todo aquellos que se habían entregado a la mala vida, no únicamente rameras que ejercían su comercio en los ranchos de las afueras o acompañaban a los soldados en sus expediciones, sino también desertores, cuatreros, ladrones, vagabundos, asesinos. Algunos afirmaban haberla visto fumando un cigarro, sentada a la puerta de un rancho, conversando y riendo con dos o tres rameras. Otros decían que no se negaba a tomar una caña si a alguien se le ocurría invitarla, e incluso había dos o tres que pretendían haberla visto una vez, con las mangas del hábito arremangadas, jugando a la taba con algunos gauchos y soldados, en el patio de una pulpería. Pero no eran más que rumores. De todos los que los hacían circular, ni uno solo había que, si lo apuraban, hubiese podido afirmar que había sido testigo de lo que contaba. El jardinero dijo que, al principio, la monjita le era sólo simpática; pero que un día, entrando de improviso en la capilla, la había visto trepada en el altar, pasando la mano por el paño del Cristo crucificado, a la altura de la entrepierna. Al ver la escena, en la penumbra de la capilla, a la que había entrado estando todavía un poco deslumbrado por la claridad exterior, pensó que la monjita había estado limpiando la estatua, pero después vio que irguiéndose en puntas de pie sobre la silla en la que se había encaramado para llegar mejor a la altura que quería alcanzar, la monjita se puso a lamer el paño en el mismo lugar por el que acababa de pasar la mano. Sin querer, el jardinero hizo un ruidito que la incitó a darse vuelta, escrutando un poco la penumbra hasta que lo descubrió en el fondo de la capilla. Dijo el jardinero que él esperaba que la monjita, al verse sorprendida, iba a pasar un mal rato o a enojarse con el intruso que la estaba espiando, pero que, para su sorpresa, le sonrió sin mostrar el menor signo de turbación, y encaramada y todo en la silla como estaba, le hizo señas para que se acercara lo cual, cuando el jardinero me lo contó, me recordó el índice encogido y la sonrisa llena de sobrentendidos con los que, unos días antes, la hermanita me había incitado a dar unos pasos en su dirección.

Con la sinceridad precipitada y llena de detalles probatorios de quien, abogando por sí mismo, juega su última carta, el jardinero nos relató, con el apoyo de repetidos cabeceos de aprobación por parte de su primo y del doctor López, sus relaciones con sor Teresita, que habían comenzado a los cinco minutos del primer encuentro, en el suelo mismo de la capillita, al pie del altar. Según el jardinero, él se había resistido en un primer momento, a causa justamente del lugar en el que se encontraban, pero la monjita lo había convencido diciéndole que en ninguna parte del Evangelio o de las doctrinas de la Iglesia, el acto que iban a realizar y sobre todo el hecho de realizarlo donde se disponían a hacerlo, estaban condenados por algún texto, lo cual podía quizás ser cierto, aunque es necesario agregar que, a causa de su enormidad misma, hasta a los más puntillosos Padres de la Iglesia, a los que pocas circunstancias posibles del pecado se les escapaban, debe haberles parecido superfluo condenarlos de un modo explícito. Más aun: según la monjita, Cristo le había ordenado varias veces consumar la unión carnal con la criatura humana, y la unión divina con el Espíritu Santo, para alcanzar de esa manera la perfecta unión con Dios, ya que después de la resurrección y la subida al reino de los cielos, el principio divino y el elemento humano de Cristo, que se habían reunido en la Reencarnación, estaban de nuevo separados, y mientras que el primero se había instalado a la diestra de Dios, el segundo se hallaba disperso entre los hombres.

Es obvio que el jardinero hubiese sido incapaz de expresar lo que antecede en tales términos, de modo que debo aclarar que, para redactar estos detalles, me baso en los escritos de la propia sor Teresita, un rollo de papeles atados con una cinta celeste que la monja le confió en secreto al jardinero cuando estalló el escándalo y que el jardinero, que no sabía leer, le entregó a su primo el enfermero, el cual lo depositó finalmente en el consultorio del doctor López. El manuscrito de la monjita, titulado Manual de amores, consigna con muchos detalles un período de delirio místico, anterior en algunos meses a los episodios que nos narraba el jardinero, y es una mezcla de prosa y poesía en la que sor Teresita describe la pasión mutua que vivieron ella y Jesucristo desde que él se le apareció por primera vez en el Alto Perú. Vale la pena hacer notar que los enfermos mentales, cuando poseen cierta educación, tienen casi siempre la tendencia irresistible a expresarse por escrito, intentando disciplinar sus divagaciones en el molde de un tratado filosófico o de una composición literaria. Sería erróneo tomarlos a la ligera, porque esos escritos pueden ser una fuente inapreciable de datos significativos para el hombre de ciencia, que en la palabra escrita tiene a su disposición, al abrigo de la fugacidad del delirio oral y de las acciones fugitivas, una serie de pensamientos disecados, semejantes a los insectos inmovilizados por un alfiler o a la flora seca de un herbario en los que concentra su atención el naturalista. Nada le pareció más normal a mi colega por lo tanto que confiarme en forma definitiva los escritos de sor Teresita. (La consideración de la mística, aun partiendo de la hipótesis de la inexistencia del objeto que la provoca, justifica de todos modos su estudio, porque si bien el objeto es imaginario, el estado que suscita la creencia en su realidad es indiscutiblemente auténtico. En el miedo a los fantasmas por ejemplo, los fantasmas son desde luego inexistentes, pero el miedo es bien real, y merece un estudio detenido, al igual que los fenómenos ópticos o la posición de los astros.)

Resumida, la doctrina del Manual de amores es una especie de dualismo, que se basa en la separación de lo divino y de lo humano después de la resurrección de Cristo, y en la creencia de que el amor, en la constitución de cuya esencia participan los dos elementos, es la única fuerza capaz de ponerlos en contacto y realizar de nuevo la unidad. Sor Teresita pretendía que su doctrina le había sido revelada por el propio Cristo en el Alto Perú, y como sus tentativas de unión carnal con el Crucificado estaban imposibilitadas por la separación metafísica de los dos mundos, practicando el amor físico con la mayor cantidad posible de seres humanos, y puesto que el amor participa de la doble esencia, se podía realizar la unidad. Cada ser humano que practicaba el amor, espiritual y físico, era durante el acto una reencarnación de Cristo. A decir verdad, toda la primera parte del Manual difiere poco y nada de la mayor parte de los escritos místicos cristianos, e incluso diría que sor Teresita los imita demasiado, lo que explica cierto arcaísmo en su estilo, pero a medida que se avanza en la lectura, se tiene la penosa impresión de que la autora del tratado se detiene demasiado explicando las similitudes del amor espiritual y del amor carnal con el solo fin de regodearse en la descripción del amor físico en todas sus variantes, y hacia el final, en las últimas páginas (el texto está inacabado), las ideas son cada vez más incoherentes, las descripciones más procaces, y las oraciones se transforman en meras listas repetitivas de vocablos obscenos. No son por cierto las especulaciones teológicas de sor Teresita, puesto que la superstición oficial difunde todos los días sofismas mucho más descabellados, las que la pusieron en manos del doctor Weiss, sino el vocabulario rebuscadamente salaz de la última parte, y la frenética traducción en actos de su teología. Unos meses después de haber ingresado en la Casa de Salud, empezó a producirse en sor Teresita una curiosa evolución, que la llevó a tener una conducta en todo opuesta a la que había requerido su internación: su pasión por Cristo se fue transformando poco a poco en un odio desmedido, y no podía ver un crucifijo o una efigie representándolo, sin entrar en un acceso de furor que la inducía a cubrirlos de injurias y a pisotearlos hasta hacerlos pedazos. Al mismo tiempo, su inclinación frenética por la obscenidad, la fornicación, etcétera, se fue transformando en un rechazo violento, y su energía jovial, que tanto me había llamado la atención la primera vez que la vi, se transformó en una especie de pasividad bovina, aumentada por el hecho de que una voracidad enfermiza se apoderó de ella. Al cabo de tres años, la Iglesia, que mandaba regularmente visitantes a la Casa para seguir la evolución de su enfermedad, decidió que estaba curada, y la criatura que retiraron para mandar de vuelta a España era una especie de bola de carne cubierta por el hábito negro, una mujer de edad incierta, silenciosa, que se movía con la lentitud y la torpeza de una vaca, de ojos remotos y apagados, y en la que el único signo exterior de vida eran las mejillas rojas, lisas y brillantes, en un rostro redondo tan inflado que parecía a punto de reventar.