Esa misma tarde mandé un mensaje al convento anunciando mi llegada para el día siguiente. La madre superiora, una cincuentona de expresión severa, me recibió a las once de la mañana en una habitación limpia y helada, y con las primeras frases que intercambiamos comprendí que mi profesión le inspiraba una profunda desconfianza, pero que el caso de sor Teresita, la monja de la que debía ocuparse el doctor Weiss, aparentaba ser más grave de lo previsto, y sin duda les traía no pocos inconvenientes, ya que de otro modo no se hubiesen resignado a recurrir a nosotros. En el transcurso de la conversación sin embargo, creí entender que la orden de contratar los servicios del doctor Weiss había venido desde Buenos Aires. Durante mi entrevista con la madre superiora, no pude abstenerme de sonreír en mi fuero interno, ante esa nueva prueba de que la locura, con su sola presencia, trastoca e incluso desbarata los proyectos, las jerarquías y los principios de la gente llamada cuerda. La madre quería obtener de mi parte una absurda promesa explícita de discreción, y ante su insistencia tan poco pertinente, que involucraba casi una ofensa, debí responderle con frialdad que una promesa explícita en ese caso particular resultaba superflua, ya que la discreción, desde Hipócrates, era el principio mismo de nuestra ciencia. Sin reaccionar ante la firmeza de mi respuesta, pero entornando los párpados para que nuestras miradas no se encontraran mientras durase su relato, la madre superiora me refirió, con muchos sobreentendidos y circunloquios, luchando a duras penas contra un pudor en ella más que comprensible por el carácter penoso de los hechos que me refería, la historia de sor Teresita. Esa monja, que había venido de España al Perú primero, y que por disposición de su orden, las Esclavas del Santísimo Sacramento, había sido transferida a la ciudad, era según la madre superiora una persona bastante ingenua y muy devota, incluso proclive a ciertos excesos místicos que le habían valido algunas amonestaciones y llamadas al orden. De origen humilde, y a pesar de no haber recibido más educación que la indispensable que requería su formación religiosa, tenía una fuerte propensión literaria con la que expresaba, según la madre superiora, su devoción a Cristo y al Santísimo Sacramento. Una de las principales tareas de la orden era ocuparse de las mujeres de mala vida que, por desgracia según la madre superiora y, pensaba yo para mis adentros, para beneplácito de mi maestro, abundaban en América, apostolado al que la hermanita se había dedicado, igual que con todo lo que emprendía, con un ardor excesivo, llegando a frecuentarlas con demasiada asiduidad y familiaridad, lo que dio lugar a ciertos malentendidos. El temperamento vehemente de la hermanita, que se manifestaba siempre de manera demasiado espontánea, había alimentado las comidillas de la ciudad, donde el ocio casi permanente de los habitantes, según la madre superiora, originaba de un modo fatal esa propensión a ocuparse de la vida ajena. Pero todo eso según la madre superiora no era grave en comparación con el verdadero drama que había tenido lugar a fines del año anterior. Un hombre que habían conchabado para ocuparse del jardín, del huerto y del corral, ya que había tantos desocupados en la ciudad según la madre superiora que era más seguro emplearlos en algo porque de otra manera se transformaban en vagabundos y delincuentes, y que venía trabajando para el convento desde hacía varios meses, empezó a abusar en secreto de la hermana, sometiéndola a toda clase de vejámenes bestiales, y amenazándola de muerte si se atrevía a contárselo a alguien. Como es natural, la madre superiora suprimió los detalles demasiado penosos, pero no me costó mucho comprender, por las manchas rojas que se encendieron en sus mejillas, que el recuerdo de esos detalles despertaba en ella una viva emoción. Un día, a la hora de la siesta, ella misma, la madre superiora, los había sorprendido en la capillita, tirados en el suelo al pie del altar, sumando según ella a la satisfacción bestial de los instintos carnales el sacrilegio. El jardinero fue arrestado de inmediato, y seguía todavía en la cárcel, pero en sor Teresita las consecuencias habían sido devastadoras, hasta hacerle perder la razón. La hermanita era frágil por naturaleza, y en los meses previos a lo sucedido, ella, la madre superiora, había podido observar en sor Teresita los signos de una perturbación más fuerte que de costumbre, sin sin embargo llegar a imaginar en ningún momento que esos leves estados de agitación, esa inestabilidad atenuada pero constante, esos pasajes súbitos de la risa a las lágrimas y esa devoción excesiva al Crucificado, exacerbados por el drama sórdido que le tocaría vivir, terminarían precipitándola en la demencia. Si bien en medio de su agitación surgían períodos de calma, y si la mayor parte del tiempo su aspecto exterior no revelaba en nada la presencia de la locura, siguió explicándome la madre superiora, eran tales y tan inesperados sus cambios bruscos de conducta, la alteración en los modales y en el lenguaje, que al principio algunos miembros de la Iglesia habían creído hallarse ante un caso de posesión diabólica, debatiendo la posibilidad de referirla a la Inquisición, pero el cura exorcista de la ciudad, teniendo en cuenta los vejámenes de que la hermanita había sido víctima, consideró que había una causa conocida precisa en su manera de actuar y que las cosas debían ponerse en manos de la justicia y de la medicina. Las autoridades eclesiásticas de Buenos Aires se habían expedido sobre el caso de la misma manera. Entre las personas que la madre superiora citó reconocí dos que, contra la opinión bastante generalizada entre los miembros influyentes del clero, eran favorables a la institución y a los métodos terapéuticos del doctor Weiss. A mi modo de ver, la opción por la interpretación nosológica del caso a expensas de la interpretación demonológica, era menos una prueba de sentido común por parte de las autoridades eclesiásticas, que de una voluntad de discreción, ya que muchas veces habíamos conversado con el doctor Weiss acerca de un hecho innegable, a saber que en Europa, en los últimos dos siglos, muchas mazmorras en los hospitales de alienados habían sido ocupadas con discreción por desdichados que hubiese sido demasiado ruidoso mandar a la hoguera. Pero de ese triste papel de cárcel vergonzante que muchas familias pensaban que era nuestro designio interpretar, nos ponían al abrigo nuestra formación en los hospitales de París, y la reflexión constante que se hacía en la Casa, bajo la dirección esclarecida de mi maestro, sobre la evolución necesaria de nuestra disciplina. Para nosotros, el ejercicio riguroso de la ciencia médica era la única forma posible de caridad.

Al cabo de esa larga conversación, para nada cómoda por otra parte, ya que en su transcurso se hicieron patentes nuestras mutuas reticencias, comprendí que no podría hacerme una idea precisa del estado de sor Teresita mientras no se presentase la ocasión de estimarlo por mí mismo, de modo que expliqué a la madre superiora que mi deber profesional me ordenaba realizar una visita inmediata a la enferma, a lo que terminó por acceder no sin visibles dudas y vacilaciones. La enferma estaba en una habitación del fondo de la casa, encerrada bajo llave. Lo primero que noté de ese cuarto estrecho era que la ventana, protegida por una reja, daba a la galería y al patio, pero no a la calle. Como los postigos estaban entornados, la habitación se encontraba en penumbras en ese momento, y como veníamos encandilados por la luz del mediodía claro de invierno, durante unos segundos no vi gran cosa a no ser una mancha gris que emergió vivaz de un rincón y avanzó hacia nosotros, deteniéndose en medio de la habitación. Yo seguía parpadeando en el umbral, pero la madre superiora entró y, dirigiéndose a la ventana, entreabrió con prudencia los postigos. Un rayo de luz entró a través de la abertura e iluminó a la muchacha con la intensidad de un farol de teatro. Era más bien menuda y tenía el cabello muy corto, y no llevaba los hábitos de la orden sino una especie de camisón gris que la cubría desde el cuello, donde se abotonaba, ciñéndolo, hasta los tobillos. A pesar de que la habitación estaba helada, vi que los pies que se apoyaban en los ladrillos del piso estaban descalzos, pero que el frío no parecía incomodarla. Notando mi mirada de desaprobación, la madre superiora se apresuró a explicarme que la hermana no soportaba los braseros, ya que tenía violentos accesos de calor y afirmaba que el frío no le hacía ningún efecto. Busqué la mirada de sor Teresita para obtener una confirmación de lo que acababa de oír, pero me fue imposible encontrarla, ya que se había inmovilizado con los ojos bajos y una sonrisa tímida en los labios, las manos que emergían de los puños grises del camisón apoyadas blandas una sobre la otra a la altura del vientre. Esa timidez demasiado evidente no me era desconocida: no me fue difícil identificar en ella una actitud de simulación frecuente en ciertos enfermos mentales, que cuando se encuentran por primera vez ante un médico intentan persuadirlo, adoptando una pose teatral, de que sería una pérdida de tiempo injustificada ocuparse de personas tan a simple vista normales como ellos. Había también en esa presentación de su persona tan plácida y recatada, una tentativa de seducción, muy eficaz por otra parte, y al fin de cuentas innecesaria, porque debo confesar que su presencia enérgica y vivida, sin permitirme olvidar las fuertes posibilidades que existían de que se tratase de una enferma, supo captar de inmediato mi simpatía. No demoré en comprender que sor Teresita trataba de establecer conmigo algún vínculo privado, no sólo al margen de la madre superiora sino quizás también del convento e incluso del mundo entero, tal vez con el fin de probarles, y también de probarse a sí misma, que su persona y su manera de actuar podían ser de una vez por todas interpretadas en su justo sentido.

Cuando me acerqué a ella, desplegó los párpados y me miró: tenía unos ojitos grises y redondos, demasiado movedizos entre una frente amplia y convexa y una nariz diminuta, un botoncito esférico, casi sin tabique, y también blanco, única protuberancia carnosa sobresaliendo por encima de los labios finos, todo eso encerrado en una carita blanca y diminuta que dibujaba un círculo desde el nacimiento de los cabellos en lo alto de la frente comba, formando la línea exterior de las mejillas espolvoreadas de rosa y cerrándose en el mentón blando y casi inexistente. Era difícil no quererla de inmediato, con el mismo amor con que se quiere por ejemplo a un conejito, sabiendo que su existencia caliente y nerviosa en cuyos móviles, tan diferentes de los nuestros, los nuestros no cuentan para nada, nos traerá más complicaciones que alegrías apenas lo adoptemos. Me pareció percibir, cuando nuestras miradas se encontraron, unas chispas fugaces de burla en la suya, esa especie de burla tácita que, en presencia de terceros, nos conceden ciertas personas que creen compartir con nosotros un mismo punto de vista sobre las cosas, y que en realidad es una búsqueda, casi siempre sin esperanza, de complicidad. La madre superiora no tardó en advertirlo y, más preocupada por la moralidad que por la salud de su pupila, se acercó a sor Teresita y le rodeó la espalda con un brazo que la manga ancha del hábito negro disimulaba, no dejando exponer a este mundo de pecado y de corrupción más que una mano blanca y un poco ajada que se posó sin violencia pero con decisión sobre el hombro izquierdo. Un detalle que atrajo casi de inmediato mi atención, aunque el comercio frecuente con la locura me había acostumbrado a ese tipo de incongruencias, era el contraste que podía observarse en la monjita, entre los terribles vejámenes que había soportado durante meses, y el buen humor, el aire saludable y la energía decidida que trasuntaba su persona. Cuando empecé a interrogarla del modo más afable posible, comprendí que, adoptando una actitud infantil y modosa, se acurrucaba contra el pecho de la madre superiora, para incitarla a responder en su lugar a mis preguntas, echándome de tanto en tanto unas miradas de reojo, entre provocativas y burlonas. Como las respuestas de la madre superiora no añadían ninguna novedad a lo que ya me había comunicado al recibirme, preferí diferir la entrevista para los días siguientes, dedicándome unos segundos a echar una ojeada por la habitación, para comprobar que un orden meticuloso reinaba en ella: la cama estaba arreglada sin una sola arruga, con una especie de capa negra desplegada con cuidado a los pies, y había también una mesa con un candelabro triple del que ni una sola gota de cera había caído fuera del pedestal, dos libros del mismo tamaño puestos uno encima del otro, un tintero de metal labrado con dos o tres plumas acostadas en la muesca horizontal de la base, un montoncito rectangular de hojas blancas bien alineadas del que ninguna sobresalía, y una silla de madera cruda cuyo asiento de paja estaba metido bajo la mesa. Incluso el almohadón del sillón de mimbre del que se había levantado al vernos entrar no parecía tener ninguna arruga, ningún hueco, como si el cuerpo de la muchachita que unos instantes antes había estado apoyado en él hubiese sido ingrávido y sin materia.