No se lavaba, no se vestía, y a veces ni siquiera salía de la cama, y una especie de indiferencia lo fue ganando; a pesar de sus rarezas, de chico había sido muy afectuoso, no únicamente con los miembros de su familia, sino también con los vecinos, los esclavos y hasta los desconocidos, a tal punto que a veces sus demostraciones resultaban exageradas e incluso molestas para ciertas personas que sólo estaban de paso en la casa, pero esa afectuosidad había ido desapareciendo, como si el mundo real en el que había vivido hasta ese momento hubiese sido sustituido por otro en el que todo le resultaba ajeno y gris. Los problemas, las enfermedades e incluso la muerte de personas que antes le habían sido muy queridas no le producían ningún sentimiento o emoción, y si de tanto en tanto sus suspiros, y a veces sus gemidos delataban en él un sufrimiento inequívoco, era imposible saber lo que lo causaba, aunque se adivinaba que los motivos no estaban en ningún acontecimiento exterior sino más bien en unos pocos pensamientos dolorosos que parecían ser siempre los mismos, y que rumiaba de manera constante. Hubo que empezar a obligarlo a salir de la cama, a vestirse, a comer, a dar algún paseo o por lo menos a salir a la galería o al patio, sobre todo cuando hacía buen tiempo, y si al principio protestaba al final, dócil, se dejaba llevar. Su facundia, que en períodos de febrilidad utilizaba para tratar de convencer a sus semejantes de que una catástrofe confusa pero inminente los amenazaba, empezó a perder fuerza y sus discursos vehementes fueron haciéndose cada vez más deshilvanados y carentes de convicción, y si al principio los acompañaban ademanes y gestos que los subrayaban y, sobre todo, que daban por sobreentendido el secreto que su vehemencia pretendía transmitir a sus semejantes sin revelárselo del todo, poco a poco al desmembramiento de sus peroratas, en las que las exclamaciones habían dado paso a frases incompletas y dubitativas, se sumaba la rigidez de sus expresiones y la inmovilidad blanda de sus miembros. Al final sólo abría la boca para responder, únicamente con monosílabos, alguna pregunta que se le dirigía. Si de tanto en tanto hacía un esfuerzo para dar una respuesta un poco más circunstanciada, formaba dos o tres frases entrecortadas y confusas que profería débilmente como si toda energía lo hubiese abandonado. Y, en los últimos meses, su postración había sido total, pero un detalle curioso había venido a sumarse a su conducta ya por demás extraña: había cerrado la mano izquierda, y desde entonces mantenía el puño fuertemente apretado. Cuando se le preguntaba la razón de su gesto volvía la cabeza y apretaba también los labios para dar a entender que no estaba dispuesto a contestar, y dos o tres veces en que para ver qué pasaba, e incluso en ciertas ocasiones únicamente por bromear, algunos miembros de la familia habían intentado obligarlo a abrir el puño, él se había resistido con tanta desesperación que, compadecidos, sus familiares habían terminado por dejarlo en paz. Un día, alguien advirtió que la mano sangraba, cayendo en la cuenta de que en todo ese tiempo las uñas habían seguido creciendo, clavándose en la carne blanda de la palma, de modo que hubo que obligarlo en serio a abrir el puño para cortarle las uñas y curarle las heridas. Según el señor Parra el joven Prudencio empezó a aullar y a revolcarse en el suelo tratando de impedir que le abrieran el puño, y armando tal escándalo que los vecinos llegaron corriendo, creyendo que en la casa se había cometido algún crimen, y a pesar del estado de debilidad extrema en que a causa de su postración y de su inapetencia el joven Prudencio se encontraba, fue tan grande su resistencia que se necesitaron tres o cuatro hombres vigorosos para inmovilizarlo, abrirle el puño y mantener abierta la mano mientras le cortaban las uñas y le curaban las heridas que ya estaban infectadas. Mientras duró toda esa operación, Prudencio aullaba o gimoteaba con tal expresión de terror que la gente se compadecía de él, pero varios de los presentes observaron que Prudencio miraba con aprensión el techo y las paredes de la habitación como si temiese que se le vinieran encima. Al señor Parra toda la escena le había recordado una vez en que siendo él mismo (el señor Parra) niño, había despertado de una espantosa pesadilla llorando a los gritos, y ante los rostros de sus familiares que se inclinaban solícitos hacia él, y que trataban de calmarlo con palabras, caricias y ademanes incomprensibles e inútiles, él había tenido la sensación de que, a pesar de la contigüidad aparente de los cuerpos, estaban en dos mundos diferentes, ellos en el irreal de las apariencias y él en el bien real que la pesadilla acababa de revelarle. Según el señor Parra, por fin su hijo pareció calmarse un poco y aunque los sollozos se fueron haciendo cada vez más espaciados el gimoteo continuó, entrecortado de vez en cuando por algún suspiro. Echado en la cama, sólidamente aferrado por su padre y dos esclavos, mientras el médico le curaba las heridas, pidió por señas que le liberaran la mano derecha, y cuando obtuvo lo que deseaba la acercó, un poco encogida, a la mano llagada que le estaban curando, de tal manera que cuando estuvo tan cerca que ya casi le impedía al médico trabajar, hizo un gesto sobre la palma herida con la mano sana, como cuando se recoge una mosca al vuelo, y cerró el puño de la mano derecha, lo que pareció calmarlo del todo. Mientras le conservaron las vendas en la mano izquierda, según el señor Parra, Prudencio mantuvo cerrado el puño derecho, pero cuando unos días más tarde se las retiraron, volvió a cambiar de mano. Desde entonces aceptaba abrir el puño cada diez o quince días para dejarse cortar las uñas, pero antes de abrirlo, realizaba la extraña operación de recoger al vuelo con la otra mano algo que al parecer por nada del mundo debía dejarse escapar. El señor Parra me aclaró que esa curiosa manipulación era llevada a cabo por su hijo con seriedad absoluta y extremo cuidado, y todas las veces que él pudo observarla comprobó que era realizada con la exactitud minuciosa de un ritual.

Antes de conducirme a la habitación de su hijo, el señor Parra, contestando a una pregunta mía, me informó acerca de los tratamientos que los sucesivos médicos que lo fueron examinando le prescribieron, sin obtener el menor resultado. Los dos médicos autorizados por el Cabildo a ejercer de modo permanente en la ciudad lo habían tratado de manera regular, pero ya casi no venían a verlo durante sus visitas y afirmaban estar ante un caso incurable. También dos o tres médicos que habían estado de paso en la ciudad fueron consultados, y uno de ellos había recomendado baños en el río Salado, afirmando que por la calidad de sus aguas y sobre todo de su barro eran muy recomendables en el tratamiento de la alienación. El señor Parra me comunicó que aunque a Prudencio lo aterrorizaba la inmersión en el río aceptaba de buena gana ser recubierto enteramente con el barro rojizo de la orilla y dejarse extender al sol para que el barro se resecase sobre su cuerpo, a tal punto que casi siempre había que forcejear un buen rato con él para poder retirar la capa de barro seco que lo cubría. El último verano sin embargo, su estado de estupor había alcanzado tal gravedad que había sido imposible sacarlo de su cuarto para llevarlo hasta la orilla del río.

El señor Parra me condujo a la habitación de su hijo. Un olor a encierro, a sustancias extrañas, mezcladas y maceradas, a abandono, flotaba, a pesar del orden que reinaba en ella, en la pieza amueblada con sobriedad y demasiado caldeada por un brasero, instalado cerca de la ventana, y que debía haber ardido toda la noche. El joven Prudencio se hallaba instalado en la cama, hundido hasta los hombros bajo las frazadas y la cabeza, recubierta por un gorro blanco de dormir, apoyada sobre una pila de almohadas. La cama parecía recién hecha, aunque su ocupante tenía los ojos cerrados, pero el señor Parra me explicó que la inmovilidad total del joven no se modificaba durante el sueño, de modo que la cama daba siempre a la mañana la impresión de estar recién hecha. La cara de Prudencio tenía una palidez amarillenta que resaltaba todavía más bajo la barbita rala que le cubría las mandíbulas y el mentón, y a causa también de la extrema delgadez de sus rasgos. Una especie de hendidura vertical que iba desde el pómulo hasta casi la mandíbula le cortaba en dos la mejilla izquierda, en tanto que la derecha se hundía en un hoyuelo desmesurado que la ocupaba entera, semejante a un territorio derrumbado y chupado hacia el interior de la tierra por alguna catástrofe geológica. A pesar de su juventud, la piel amarillenta estaba ajada como un cuero usado y, pegándose a los pómulos, hacía resaltar sus contornos adquiriendo un brillo cartilaginoso. Pero sobre todo llamaba la atención su frente, atravesada por profundas arrugas horizontales, y el entrecejo, en el que una arruga curva en forma de herradura, como si una pequeña marca se hubiese incrustado en su carne, unía las dos cejas con un surco profundo. Contra la almohada, por debajo del gorro de dormir, salían unos manojos de pelo largo y rígido que acentuaban todavía más la delgadez de su cara. Por alguna razón misteriosa de sus orejas emergían las puntas de dos trapitos blancos metidos en los orificios. A pesar de los ojos cerrados una expresión doliente se mostraba en su cara, a causa de las arrugas profundas desde luego, pero también de la boca entreabierta y de los párpados entornados. Ese dolor insondable y, a decir verdad, un poco teatral, como si sus expresiones lo exageraran para hacerlo más evidente, parecía agregarle a sus recientes veintitrés años décadas de desaliento, de adversidad y de aflicción. A pesar de los párpados entornados, era difícil saber si dormía o si simulaba dormir, pero su inmovilidad era tan grande que no parecía fingida y, sumada a la palidez amarillenta, lo hacía parecerse a un cadáver. Pero cuando me incliné para retirar las frazadas y examinar el resto de su cuerpo, plegó los párpados con lentitud, como quien diría en varias etapas, y, dejando resbalar su mirada sobre mí con indiferencia, la posó en algún punto impreciso del vacío entre la cama y la puerta. Me asombró descubrir que era menos flaco de lo que podía esperarse, a menos que el camisón blanco que le llegaba hasta las rodillas no me indujera a formarme una impresión engañosa, pero su cuerpo parecía más espeso que su cara y sus pantorrillas, que terminaban en unos pies enormes, apoyados apaciblemente uno junto al otro, con los dedos de yemas carnosas muy separados entre sí, no parecían delgadas ni frágiles. El brazo derecho, con la mano abierta, reposaba a lo largo del cuerpo, pero el puño izquierdo, apoyado contra el abdomen, estaba tan fuertemente cerrado que el esfuerzo empalidecía todavía más la piel amarillenta en la protuberancia de los nudillos. Con la blandura general de su cuerpo, los estragos de la cara, el abandono algodonoso de sus miembros, la pasividad de sus grandes pies inertes, la mirada perdida y la expresión doliente, contrastaba la determinación del puño cerrado, en el que parecían concentrarse todas las energías de su persona, de modo que era fácil adivinar, en ese gesto que para muchos no representaba más que una obstinación irrazonable y quimérica, una cuestión de vida o muerte que hubiese sido de mi parte, ahí sí, locura ignorar. Yo sé también que únicamente la locura se atreve a representarse aquellos límites del pensamiento que a menudo la cordura, para seguir justamente siendo cordura, prefiere ignorar, lo que vuelve a los locos distantes, empecinados, irrecuperables. Algo espantosamente grave parecía depender de ese puño, y la determinación dolorosa de su gesto inducía a creer que si por si acaso la concentración disminuía y la tensión aflojaba permitiendo a la mano, blanda otra vez, ir entreabriéndose de a poco, comenzaría a soplar, arrastrando al universo entero a su paso, un viento de apocalipsis. Lo estudié durante unos segundos sin percibir en todo su cuerpo el menor movimiento; una vez replegados, los párpados no volvieron a bajar, demostrando una vez más la observación frecuente de mi maestro, a saber que los alienados son capaces de hacer con su cuerpo cosas que a las personas sanas les están vedadas y, para verificar más a fondo esa máxima, me concentré con el fin de descubrir los signos exteriores de la actividad respiratoria, tales como el murmullo de la expiración y de la inspiración, o la expansión y la contracción del tórax, pero al cabo de varios segundos tuve que admitir que en la habitación reinaba un silencio total y el cuerpo mantenía una perfecta inmovilidad. De un modo paradójico, de esa inmovilidad emanaba, no una sensación de muerte, sino por el contrario una impresión de lucha, de fuerzas antagónicas que estaban en conflicto perpetuo, y que habían elegido el cuerpo y el alma de ese joven como campo de batalla. Los ojos demasiado abiertos y fijos, la inmovilidad total del cuerpo y el puño apretado contra el abdomen daban la impresión de que todo su interés se concentraba en alguna región remota de su interior, donde el combate decisivo tenía lugar, para captar hasta los más mínimos detalles de ese tumulto lejano.