Si alguien puede pensar que la circunstancia que atravesábamos podía darme tiempo para admirar el atardecer, se equivoca, ya que fue en medio del ajetreo general, durante el cual cada uno, aparte de los enfermos, tenía algo que hacer, que esa belleza indiferente y sobrehumana del crepúsculo se fue formando, alcanzó la perfección, y naufragó en la noche. Con criterio excelente, Osuna y el sargento decidieron que si bien los hombres y los animales acamparían en la orilla, había que instalar los carros lo más adentro posible de la laguna, lo que llevó un buen rato, porque debíamos buscar las partes del fondo en las que el peso no haría empantanarse los carromatos cuando, una vez pasado el peligro, quisiéramos sacarlos del agua. Por cierto que un lugar lo bastante lejos de la orilla pero no demasiado hondo para que el agua no penetrara adentro de los carromatos era un objeto contradictorio no tan fácil de encontrar. Era noche cerrada cuando terminamos. El olor a quemado llenaba el aire y, a una distancia difícil de precisar, detrás de los carros sumergidos casi hasta la mitad en el agua, la franja roja del incendio brillaba, parpadeante y tenue.

Permanecimos acampados en la orilla tratando de percibir, en la noche cerrada, signos posibles que nos advirtieran de los progresos del fuego. Acostumbrados a la oscuridad, nuestros ojos empezaron a distinguir, en la negrura general, las siluetas más densas de las cosas que la poblaban. Los enfermeros y yo habíamos agrupado a nuestros enfermos para velar mejor sobre ellos. Al cabo de un rato de oscuridad, varias velas y faroles se encendieron, pero el sargento aconsejó apagarlas para escudriñar mejor el horizonte desde una oscuridad más completa. A mí me autorizó a dejar un par de velas prendidas que nos permitirían vigilar mejor a los locos. A decir verdad, de los únicos que podía esperarse alguna agitación era del mayor de los Verde y de la monjita, porque Prudencio Parra seguía tan indiferente como siempre a las contingencias de este mundo, y el único signo de agravación que presentó en la circunstancia fue cerrar más fuertemente el puño, y si bien Troncoso presentaba algunos leves sobresaltos de agitación, era evidente que la fase más grave había quedado atrás, y que un nuevo paroxismo era improbable por el momento. Por otra parte, el Ñato no se le despegaba, lo que me daba la certidumbre de que podría contar con él si alguna urgencia se presentaba: el esclavo devoto protegiendo en la desgracia al amo que en tiempos normales lo martiriza y lo humilla, es la eterna paradoja que suscita y suscitará la perplejidad eterna del filósofo. Y en cuanto a Verdecito, no existía ningún peligro de que lo perdiésemos de vista en medio del desorden general, porque no únicamente no se apartaba de mi lado, sino que además se había aferrado a la manga de mi camisa, y no me soltaba. Su excitación creciente se manifestaba con la multiplicidad de ruidos que salían de entre sus labios, y con las continuas preguntas que me dirigía, con una voz cada vez más apagada y temblorosa, de modo tal que yo ni siquiera las comprendía y, preocupado por la situación, sin detenerme a escucharlo, con la atención puesta en lo exterior, le respondía, sobre todo en los momentos más graves, cualquier cosa que, como era su costumbre, me hacía repetir varias veces. A pesar de la gravedad creciente de la situación, los enfermeros se reían de nuestro diálogo de sordos. Debo decir que los hermanos Verde fueron los dos problemas más difíciles de manejar en esas horas adversas, porque también la excitación del mayor crecía a medida que el peligro se aproximaba, y en los momentos de tensión, era su sempiterno Mañana, tarde y noche, dicho con las mil entonaciones diferentes de una conversación normal, que no se dirigía a nadie en particular, lo único que se escuchaba. Cuanto más grande era el peligro, más fuerte sonaba su voz, y más precipitado se volvía el ritmo y la variedad con que la profería. Sor Teresita, que se divertía hostigando a veces a los hermanos, los dejó tranquilos esa noche, aunque por razones poco meritorias, ya que pasó una buena parte de la espera susurrando y bromeando en la oscuridad con los soldados de su guardia personal y, por prudencia, y sobre todo porque pensé que los soldados se encargarían de protegerla, me abstuve de averiguar a qué condujeron esos manejos, que incluso se prolongaron cuando, rodeados por el fuego, debimos refugiarnos en la laguna con el agua hasta el cuello, porque, en el punto de la laguna donde ella estaba apretujada entre los soldados, podían oírse chapaleos, exclamaciones y gemidos más que elocuentes, y ya es sabido que, por razones misteriosas, el peligro estimula la voluptuosidad.

Un sobresalto imprevisto nos sacudió y, casi en seguida, una satisfacción no menos inesperada compensó el susto que habíamos recibido. En el silencio casi total en el que seguíamos, alertas y ansiosos, el curso de los acontecimientos, agrupados en la orilla de la laguna, fuimos atraídos por un rumor que, por lo menos para mí, resultaba difícil de identificar al principio, pero que poco a poco se fue precisando como un golpeteo de cascos de ganado resonando contra la tierra, al mismo tiempo que un tumulto de mugidos despavoridos, cada vez más cercano, llenaba el aire de la noche. Nuestro temor principal era que el ganado, el cual, de manera evidente, debía estar huyendo del incendio, y que por el estruendo que producía, debía formar una tropilla bastante numerosa, a causa del terror ciego que lo había hecho emprender la fuga en la oscuridad, no se precipitara sobre nosotros en estampida y nos pisoteara. Oíamos a los animales acercarse a toda velocidad, y empezamos a agitarnos en la negrura cuando los primeros cascos tocaron el agua en algún punto de la orilla opuesta de la laguna, y el ruido acuático que producían las patas, más los mugidos aterrorizados que resonaban en la noche (yo sentía la mano de Verdecito tirar con más fuerza todavía la manga de mi camisa) nos inducían a pensar que no podríamos evitar la catástrofe, cuando poco a poco nos fuimos dando cuenta de que, algunos por el agua y otros en las inmediaciones de la orilla, los animales se alejaban hacia el extremo oeste de la laguna, donde era más playa, hasta que los oímos cruzar y seguir golpeando la tierra con los cascos mientras se alejaban a nuestras espaldas, en dirección al norte. La explicación de ese cambio brusco de rumbo la tuvimos de inmediato, con el trote de un caballo que, sin apuro, se acercaba, y que, con esa capacidad que tenía para auscultar lo invisible, Osuna reconoció, por el ruido de los cascos, como el caballo de Sirirí. Sofrenándolo a cierta distancia, el indio se identificó en la oscuridad y se unió a nosotros. A la luz de un farol y en medio de un círculo de caras ansiosas y cansadas, con su seriedad habitual contó que venía galopando a media legua al sur de nuestro campamento, cuando oyó el ganado que se precipitaba hacia la laguna, de modo que avanzando en diagonal a la carrera, interceptó la tropa, y la desvió hacia la punta oeste de la laguna. Sirirí dijo que de todas maneras eran unas pocas vacas que no hubiesen causado mucho desastre, aparte de los carros quizás, pero que venían tan asustadas que hacían ruido por muchas más de las que en realidad eran. La pericia de esos hombres para vivir en la llanura como los marineros en el mar, puede quedar demostrada por el hecho siguiente: Sirirí había acordado con Osuna y con el sargento un encuentro en la orilla del río Paraná, bien al este, pero, después de estimar el tiempo que le llevaría al fuego alcanzarnos, calculando la distancia que había hasta el río, había llegado a la misma conclusión que los otros dos expertos, decidiendo que el único lugar en las inmediaciones donde podríamos defendernos del incendio, era esa laguna en la que nos encontrábamos. Un detalle importante debe ser señalado: solo, Sirirí hubiese podido escapar del fuego con facilidad, ya que un jinete puede desplazarse diez veces más rápido que un convoy de carros. En poco tiempo, hubiese podido sacarle tanta ventaja al fuego que ese incendio que se aprestaba a devorarnos no hubiese representado ningún peligro para él. Y sin embargo, sabiendo que correría el mismo peligro que todos nosotros, había vuelto al campamento. Aparte del respeto meramente profesional que quizás le merecían Osuna y el sargento, ninguno de los otros miembros de la caravana le despertaba la menor simpatía. En el mes que había durado nuestro viaje, Sirirí nos había oído burlarnos, nos había visto pisotear las pocas cosas que en este mundo eran sagradas para él, las pocas verdades en las que según él valía la pena creer, y más de una vez, yo había podido ver el desprecio, la rabia, el escándalo pintarse en su cara cuando juzgaba alguno de nuestros actos. Y a pesar de eso, poniendo en peligro su vida, había vuelto con nosotros. Probablemente para él no había ninguna duda de que en el fuego del infierno, los miembros de la caravana arderíamos por toda la eternidad; pero, sin que ni él ni nosotros supiésemos bien por qué, contra el fuego real que se aproximaba, se había puesto de nuestro lado.

A la madrugada, ese fuego nos alcanzó. Protegidos por su vieja enemiga, el agua, lo vimos detenerse y bailotear en la orilla de la laguna. El frente del incendio se extendía interminable, de este a oeste. La crepitación de las llamas era ensordecedora, y los pájaros ávidos que se lanzaban entre las nubes de humo para comerse los insectos chamuscados, excitándose con el calor, el peligro, el fuego, la abundancia de alimento quizás, lanzaban unos gritos atroces, extraños en un pájaro, y ennegrecidos por la noche pero tornasolándose de pronto al resplandor de las llamas, parecían haber surgido de golpe de otro mundo, de otra era, de otra naturaleza cuyas leyes eran diferentes de las de la nuestra. El incendio iluminaba todo el campo alrededor, que asumía el brillo excesivo de una fiesta un poco ostentosa, y como las llamas se duplicaban al reflejarse en la laguna, cuyas aguas se habían vuelto de un color naranja ondulante, los que estábamos adentro, metidos hasta el cuello en ese elemento llameante y rojizo, teníamos la impresión de estar atrapados en el núcleo mismo del infierno, sobre todo porque, a causa quizás de la tierra recalentada y de la interminable extensión de las llamas, nuestra piel podía percibir cómo la temperatura del agua iba en aumento, a tal punto que empezamos a preguntarnos, en nuestro fuero interno desde luego, porque aparte de los hermanos Verde, que no había modo de hacer callar, nadie hablaba, si de un momento a otro no iba a hervir. El humo, que a la distancia parecía firme y duro como una muralla, era de cerca un fluido turbulento que se retorcía locamente, y entre cuyas masas agitadas y espesas, que cambiaban a cada momento de color, subían de golpe, para explotar en el aire y partir en todas direcciones como proyectiles, columnas furiosas de chispas y de materia ígnea que pasaban volando y crepitando sobre nuestras cabezas o se precipitaban sobre nosotros, o en el agua donde se apagaban súbitamente convirtiéndose en unos diminutos cabitos negros que flotaban en la superficie, o si no, sobrevolando la anchura entera de la laguna, iban a caer del otro lado, más allá de la orilla, donde algunos fueguitos dispersos habían empezado a arder. Verdecito se me colgó del cuello y me murmuraba en el oído, una tras otra, frases incomprensibles, pero su hermano mayor había terminado por callarse, y permanecía rígido y demudado por el terror, con el agua hasta el cuello, pero de espaldas a las llamas, para no verlas.