Me quedé solo en la proximidad del agua. Al llegar, los chajás, los teros sobre todo, expresaban, con sus gritos insistentes, ruidosos, su ansiedad. Paseándose nerviosos por la orilla, sin dar siquiera la impresión de mirarnos, iban y venían gritando y estremeciéndose, sacudiendo el plumaje como si quisieran sacarse de encima la amenaza que nuestra presencia representaba para ellos. Desde que atravesamos el río por el norte de la ciudad y empezamos a avanzar por la llanura, habíamos tenido la ocasión de ver muchos animales diferentes, en mayor número que de costumbre y, en ciertos casos, para algunas especies, en lugares que no tenían la costumbre de frecuentar. Esa abundancia inusual se debía a que la crecida, al cubrir grandes extensiones, había corrido a muchos animales de los lugares donde vivían habitualmente obligándolos a instalarse en las franjas secas de tierra. De ese modo, habíamos visto una ondulación pesada y fangosa de yacarés que se habían trasladado hacia el oeste junto con la orilla del agua, y una cantidad inusitada de felinos que, aunque viven entre los árboles y en medio de la maleza, debieron emigrar a la llanura descubierta para escapar del agua. Si bien a medida que avanzábamos tierra adentro, los animales y la vegetación se encontraban otra vez en su lugar acostumbrado, en las inmediaciones del límite oeste de la crecida, la abundancia animal era evidente, y la inconsecuencia que suponía la presencia de ciertas especies en un terreno que no tenían la costumbre de frecuentar, le daba al viajero la impresión de que ese trastocamiento producía en los animales una suerte de desorientación, de inquietud y aún de pánico, que los hacía olvidarse de sus actitudes ancestrales y, sacados de ese molde inmemorial, les permitía vivir en esa tierra última esperando que el mundo retomase su curso normal. La presencia de tantas especies diferentes en un espacio tan reducido, reptando, correteando, nadando o volando, inmóviles al pie del agua o aleteando en el aire, le daba al paisaje el aspecto abigarrado que tiene la disposición arbitraria de ejemplares diferentes en una lámina de naturalista. Esa impresión de seres pintados que, desde mi infancia, suelen darme a veces los animales, tal vez provenga de la imposibilidad que tenemos de ponernos en su lugar, de imaginar lo que pasa en ellos por adentro y, al mismo tiempo, excepción hecha tal vez de los perros, de esa especie de indiferencia en tanto que individuos que les inspiramos, y que está presente tanto en el pájaro que vuela alto en el cielo, como en el caballo que montamos o en el tigre que se apresta a devorarnos. Fuera de sus actos exteriores de supervivencia, son inaccesibles para nuestra razón; es más fácil para nosotros calcular los movimientos del astro más remoto que imaginar los pensamientos de una paloma. Un grupo de mariposas en el que todas hacen a la vez, sin error posible, el mismo movimiento, muestra lo pobre que son nuestras categorías de individuo y de especie, y pocos conocen el sentido de la palabra exactitud si no han visto alguna vez una bandada de pájaros revolotear sobre un campo en el cielo límpido del atardecer dibujando unánimes, veloces y precisos, las mismas figuras variadas. Son sin duda más chicos, de vida más corta y más limitada, pero más perfectos en lo que son que el hombre inacabado y torpe. Y esa exterioridad inaccesible de figuras pintadas que presentan, en la soledad de la llanura se refuerza todavía más, lo que los vuelve casi fantasmales. La liebre que salta al paso del jinete y desaparece entre los pastos parece ser y no ser al mismo tiempo, presencia real para los sentidos y fantasma fugaz para la imaginación.

Los teros que iban y venían, ruidosos, en la orilla de la laguna, al comprobar quizás que sus gritos no me ahuyentaban, terminaron por hacer silencio y desaparecieron en la maleza, para ponerse de guardia cerca de sus nidos construidos en el suelo, de modo que durante unos segundos no hubo ante mí ninguna presencia viviente, aunque yo sabía que en el agua, en las orillas, y en el campo alrededor la vida pululaba. La laguna, de unos cincuenta metros de diámetro, reflejaba el azul del cielo, que al mezclarse con el beige del agua se aclaraba un poco, adquiriendo un tinte amarillento y, por trechos, ligeramente verdoso. La luz del sol ya alto cabrilleaba en la superficie y si algún movimiento, por mínimo que fuese, la sacudía, un destello fugaz, un poco más intenso, se encendía, intermitente, varias veces, y después, sosegándose, se confundía otra vez con las vibraciones constantes y uniformes que se mecían en el agua. Exteriores a mí no había más que la laguna, el horizonte próximo y tan redondo que parecía trazado con un compás, el pasto invernal todavía grisáceo en el que a la distancia no se distinguían los brotes primaverales, y encima, como una campana de porcelana azul, bien apoyada en el suelo por una base circular que coincidía al milímetro con el círculo del horizonte, la cúpula del cielo en la que la mancha incandescente del sol, que yo no podía ver porque estaba vuelto hacia el oeste, por donde Osuna había desaparecido al galope, me recalentaba la nuca y la espalda a través de la chaqueta. Mi caballo, en el que seguía todavía montado, esperando una orden quizás, palpitaba sin moverse, caliente y sudoroso. Le di unas palmadas en el cuello y en el lomo húmedo, que recibió con movimientos repetidos de cabeza y, desensillando, di unos pasos hacia la orilla de la laguna, trayéndolo de las riendas para incitarlo a calmar su sed. Sorbió agua un rato con tranquilidad, casi con delicadeza y después, al parecer satisfecho, enderezó el cuello otra vez y se puso a mirar a lo lejos, la línea curva del horizonte quizás, que corría, regular, más allá de la laguna. Pero, como creo haberlo dicho más arriba, me resultaba difícil saber con exactitud hacia dónde miraba y deducir, de esa placidez, alterada de tanto en tanto por unos sacudimientos nerviosos, leves y distraídos, como si no supiese que vivía en su propio cuerpo, los pensamientos, o como quiera llamárselos, que lo visitaban. Empecé a mirar su perfil con fijeza, y como si él lo hubiese advertido, ni una sola vez volvió hacia mí la cabeza, con tan aparente obstinación, que parecía estar tratándome adrede con indiferencia. Durante unos segundos, tuve la impresión inequívoca de que simulaba y, casi de inmediato, la total convicción de que sabía más del universo que yo mismo, y que por lo tanto comprendía mejor que yo la razón de ser del agua, de los pastos grises, del horizonte circular y del sol llameante que hacía brillar su pelo sudoroso. A causa de esa convicción me encontré, de golpe, en un mundo diferente, más extraño que el habitual y en el que, no solamente lo exterior, sino también yo mismo éramos desconocidos. Todo había cambiado en un segundo y mi caballo, con su calma impenetrable, me había sacado del centro del mundo y me había expelido, sin violencia, a la periferia. El mundo y yo éramos otros y, en mi fuero interno, nunca volvimos a ser totalmente los mismos a partir de ese día, de modo que cuando desvié la mirada del caballo y la posé en el agua celeste, en los pastos grisáceos, viendo la cápsula azul que se cerraba apoyándose en la línea del horizonte, con nosotros adentro, me di cuenta de que, en ese mundo nuevo que estaba naciendo ante mis ojos, eran mis ojos lo superfluo, y que el paisaje extraño que se extendía alrededor, hecho de agua, pastos, horizonte, cielo azul, sol llameante, no les estaba destinado. El silencio era total, de modo que cada ruido que se escuchaba contra él, por mínimo que fuese, podía oírse, patente, en cada uno de sus sonidos descompuestos: un deslizamiento animal entre los pastos, mi propia respiración, y hasta el latido de mi corazón que, de golpe, un tucutucu pareció ponerse a remedar a lo lejos, unos curiosos y apagados ruidos nasales que, sacudiendo la cabeza, abstraído, empezó a emitir el caballo. Una idea absurda se me ocurrió: me dije que, desterrado de mi mundo familiar, y en medio de ese silencio desmesurado, el único modo de evitar el terror consistía en desaparecer yo mismo y que, si me concentraba lo suficiente, mi propio ser se borraría arrastrando consigo a la inexistencia ese mundo en el que empezaba a entreverse la pesadilla. Pero mi conciencia, rebelde, persistía, susurrándome: si este lugar extraño no le hace perder a un hombre la razón, o no es un hombre, o ya está loco, porque es la razón lo que engendra la locura. En la hermosa mañana soleada el pánico empezaba a ganarme cuando vi que, del horizonte hacia el sudoeste, un puntito empezaba a crecer, moviéndose indistinto primero, transformándose en un hombre a caballo un poco más tarde, hasta que vi flamear el poncho a rayas rojas y verdes de Osuna, y unos minutos más tarde al propio Osuna que sofrenaba su caballo a tres metros del mío y me decía que, pensándolo mejor, había decidido volver a buscarme para que pudiésemos dar una vuelta más grande sin tener que volver a pasar por los lugares que ya habíamos explorado a la ida. (Meses más tarde le conté al doctor Weiss las impresiones que había tenido durante los pocos minutos que me había quedado solo con mi caballo en la laguna. El doctor adoptó una expresión grave y reflexionó un buen rato antes de contestar: Entre los locos, los caballos y usted, es difícil saber cuáles son los verdaderos locos. Falta el punto de vista adecuado. En lo relativo al mundo en el que se está, si es extraño o familiar, el mismo problema de punto de vista se presenta. Por otra parte, es cierto que locura y razón son indisociables. Y en cuanto a la imposibilidad que usted señala de conocer los pensamientos de un colibrí o, si prefiere, de un caballo, quiero hacerle notar que a menudo con nuestros pacientes sucede lo mismo: o prescinden del lenguaje, o lo tergiversan, o utilizan uno del que ellos solos poseen la significación. De modo que cuando queremos conocer sus representaciones, descubrimos que son tan inaccesibles para nosotros como las de un animal privado de lenguaje.)

Puesto que hablamos de locos debo, me parece, prosiguiendo mi memoria, volver a los míos: es obvio que constituían mi preocupación principal, y que ponerlos sanos y salvos en manos del doctor Weiss estaba resultando, con los obstáculos que encontrábamos a nuestro paso, menos simple de lo que habíamos imaginado. De los cinco, yo sabía que había tres que, aun en caso de agravación súbita de su enfermedad, no acarrearían mayores problemas porque, encerrados en la celda estrecha de su locura, parecían prescindir por completo de lo exterior, y una agravación de su estado no podía sino hacer más exigua y más oscura la prisión en la que vivían, y más grande y pasiva su indiferencia. Los monólogos del mayor de los Verde, por vehementes que pudieran ponerse, no intentaban en el fondo convencer a nadie, y los ruidos bucales de Verdecito eran una especie de muralla sonora que lo mantenía aislado del mundo, para no hablar del joven Parra que, a decir verdad, recién varios meses más tarde de ser internado en la Casa de Salud, se dejó sacar por primera vez, sin ponerse a lloriquear, de la cama (y un año más tarde de la habitación). Por exasperante que fuese, la frase única del mayor de los Verde -Mañana, tarde y noche, como se recordará-, que pretendía abordar todos los temas de conversación, de discusión, y aún de edificación paternalista de sus interlocutores, representaba en realidad el paroxismo de su locura, y una variación de su estado no podía sino disminuir su vehemencia hasta la más extrema melancolía. En cuanto a Verdecito, es cierto que las dificultades aumentaban su nerviosidad, sus conciertos bucales y su sordera, de tal manera que había que repetirle varias veces las frases más triviales que se le dirigían, pero en lo que a mí se refiere, el principal problema era que se me pegaba como mi propia sombra y únicamente parecía sentirse seguro cuando se encontraba a mi lado, lo que por una parte facilitaba su vigilancia, pero por la otra podía hacerme perder la paciencia y como corolario turbar su tranquilidad.