Pero había algo todavía más curioso en esa actividad súbita aunque limitada y lenta del joven Parra, que no dejó de llamarme la atención y que pude observar a la luz de esa regla de oro que me inculcó el doctor Weiss, según la cual todos los actos de un loco, por nimios o absurdos que parezcan, son significativos: el puño que Prudencio mantenía cerrado con fuerza y obstinación desde muchos meses atrás, y que únicamente condescendía a abrir de tanto en tanto para dejarse cortar las uñas, no sin antes recoger, con la otra mano y con el mismo ademán, aunque un poco más blando, que hacemos para atrapar una mosca al vuelo, un hálito invisible que según él debía escaparse del puño abierto, ese puño que había requerido el esfuerzo de varias personas para desplegar después de tanto tiempo los dedos, se había distendido por alguna razón misteriosa apenas nuestro convoy dejó atrás la ciudad, y las dos manos habían comenzado a efectuar los movimientos pausados pero exactos que acabo de describir. Como creo haberlo dicho también, debimos, a causa de la crecida, subir durante dos días hacia el norte hasta encontrar un recodo del río lo bastante playo como para permitirnos cruzarlo, de tal modo que, una vez en la orilla opuesta, empezamos a desplazarnos en dirección contraria por la ribera oeste del río, volviendo, por decir así, a nuestro punto de partida. Esa circunstancia me dio la oportunidad de verificar el detalle más sorprendente en la conducta de Prudencio, o sea que, si bien su puño se aflojó apenas salimos de la ciudad, cuando empezamos a volver hacia atrás, aproximándonos, antes de girar hacia el oeste para internarnos en el desierto, al punto de partida, los movimientos de las manos se detuvieron y el puño, con fuerza al parecer renovada, se cerró otra vez. Mientras, a causa del itinerario que habíamos trazado, nos mantuvimos en las cercanías de su ciudad natal, el puño se apretaba con obstinación, pero apenas empezamos a alejarnos hacia el oeste, buscando tierras secas antes de enfilar hacia el sur, el puño se distendió, el cuerpo se incorporó un poco en el camastro y los movimientos de las manos, que dos mil años antes, bajo el pórtico de Atenas, habían sido tan familiares para los discípulos de Zenón, volviendo a lo visible por un camino inesperado, puntuales, recomenzaron. Una sola explicación me parece posible: cada lugar fragmentario pero único del mundo lo encarna en su totalidad, de modo que para el joven Parra su ciudad natal era la síntesis del universo cuya enigmática complejidad él había tratado de desentrañar con la ayuda de lecturas frenéticas y desordenadas, hasta perder un día la razón, así que, al alejarnos del escenario donde había tenido lugar la experiencia destructora, el terror disminuía, pero cuando nos acercábamos de nuevo, la proximidad de la ciudad cargada de ese pasado tan penoso, lo hacía recrudecer. (A esta explicación filosófica del doctor Real le podemos oponer hoy en día una más simple y sobre todo más probable: lo que se alejaba y se acercaba con las vicisitudes del viaje, y que había vuelto loco a ese pobre muchacho, no era el universo enigmático ni nada por el estilo sino, como salta a la vista, su propia familia. Nota de M. Soldi.)

Ya se habrá notado que, para alcanzar un lugar que estaba casi a la altura de nuestro punto de partida, tuvimos que viajar cuatro días, lo que hubiese debido cubrir, en tiempos normales, la cuarta parte de nuestro viaje, de modo que la quinta jornada, bien de mañana, arrancamos decididos hacia el oeste, buscando tierras secas que nos permitieran viajar hacia el sur. Así, en algunas horas, nos fuimos internando en la parte más chata, más vacía, más pobre de la llanura. Un viento del sur, persistente y helado a pesar del cielo límpido en el que no se divisaba una sola nube, nos golpeaba por nuestro flanco izquierdo cuando rumbeábamos tierra adentro, mientras que a ras del suelo sacudía los pastos grises y resecos que el invierno había ido haciendo ralear. Un día entero viajamos alejándonos del agua, hacia el puro desierto, y cuando acampamos al anochecer, frente a un sol redondo, rojo y bajo, enorme, que ya casi tocaba el filo del horizonte, acentuando con un halo rojizo y cintilante el contorno de las cosas, tuve la impresión, más triste que aterradora, de que era al centro mismo de la soledad que habíamos llegado. Sobre la tierra chata que pronto escamotearía la noche, me pareció, durante unos instantes, que éramos la única cosa viva retorciéndose bajo ese sol extranjero, aplastante y desdeñoso. Interrogué con la mirada el círculo entero del horizonte, sin percibir otro movimiento aparte de la inclinación temblorosa del pasto hostigado por el viento, ni otro sonido que no fuese el silbido de ese soplo helado que venía del sur. Y aunque yo sabía que en ese desierto pululaba no únicamente la vida animal, sino también la vida humana, nómade y solitaria, fue el hálito inhumano del paisaje lo que me hizo estremecer. Nunca, ni antes ni después de ese viaje, llegué a tener, como las que mandaban la tierra vacía, el enorme sol rojo y, unas horas más tarde, las estrellas abrumadoras, noticias tan claras sobre la condición real de todo lo que crecía, reptaba, aleteaba, latía y sangraba, agitándose en contorsiones grotescas, en medio del mecanismo ígneo que el azar había puesto, porque sí, en movimiento. Prendimos un fuego modesto, porque la leña no abunda en ciertas partes de la llanura, y después de comer, desvestido a medias para protegerme del frío, me metí en la cama y a la luz de una vela, antes de dormirme, leí unas páginas de Virgilio.

Durante leguas y leguas, el desierto es en cada una de sus partes siempre idéntico a sí mismo. Únicamente la luz cambia: el sol periódico se levanta al este, sube lento y regular hasta el cenit y después, con la exactitud ritual con que ha alcanzado el punto máximo del cielo, desciende hacia el oeste y por fin, volviéndose enorme y de un rojo que empalidece y se enfría poco a poco, cintilando con una luminosidad familiar quizás en el espacio infinito, pero extranjera aquí abajo, se hunde en el horizonte y desaparece, cubriendo todo con la negrura viscosa de la noche hasta que, unas horas más tarde, por el este, vuelve a aparecer. Si no fuese por los cambios de luz y de color que se producen a causa de ese giro perpetuo, el jinete que atraviesa la llanura tendría la impresión, en un remedo inútil y ligeramente onírico de movimiento, de cabalgar siempre en el mismo punto del espacio. (En los días nublados esa ilusión es perfecta, y un poco inquietante.) Los ruidos rítmicos del desplazamiento, en carro, en carreta, en coche de postas o a caballo, repitiéndose idénticos durante largos trechos, a causa de la regularidad, cuando no la ausencia, de los accidentes del terreno, parecen repetir también al infinito el mismo instante, como si la cinta incolora del tiempo, atascada en la muesca de la rueda o quién sabe qué que la desplaza, titilara en un punto inmóvil por no poder, a causa de su esencia hecha de puro cambio, interrumpiéndose, descansar. Esa monotonía adormece. Las cosas que, fuera del avanzar del jinete, pueden ocurrir a menudo por ser propias del lugar, terminan adaptándose a esa ilusión de repetición, y si la primera vez que suceden atraen la mirada y aun la curiosidad del viajero, al cabo de cierto tiempo ya se han vuelto más que familiares y flotan, fantasmáticas, más allá de la experiencia, y, por momentos, incluso más allá del conocer. La vida que hormiguea entre sus pastos de altura regular por ejemplo, sacada de su tranquilidad por el paso de algún carro o de algún jinete, esa vida activa y variada que podría ocupar la existencia entera de un naturalista, para el viajero que no tiene otra preocupación que dejar atrás cuanto antes esos pobres campos perdidos, si su primera aparición puede despertar en él algún interés, al cabo de unas horas se empasta en la más uniforme monotonía: si a su paso salta una liebre, será siempre la misma imagen del salto que su ojo captará, y verá siempre los cuartos traseros de la liebre rabona un poco más claros que el resto, elevarse, mientras de la cabeza, que ya se ha hundido en los pastos, sólo alcanzará a divisar, en un relámpago, la punta de las orejas. Si se trata de perdices, será siempre un casal, de un plumaje entre gris, verdoso y azulado, con reflejos metálicos, que saldrá volando, el macho y la hembra uno al lado del otro, casi a ras de los pastos, para volver a desaparecer en ellos y recomenzar su vuelo corto, torpe y de poco aliento, unos metros más adelante. Legua tras legua, los mismos caranchos darán la impresión de revolotear sobre la misma osamenta, y los mismos caballos salvajes, en viaje de invernada, pastar en manadas de quince o veinte, tranquilos y diminutos, sobre la línea del horizonte. Una particularidad del paisaje, que aparece de pronto, trayendo consigo la diversidad, extendiéndose durante leguas, no es más al fui y al cabo que una nueva parcela de lo igual que comienza, y cuya novedad, casi de inmediato, se desvanece. Lo mismo que el mar, la llanura es únicamente variada en sus orillas: su interior es como el núcleo de lo indistinto. Desmesurada y vacía, cuando en ella se produce algún accidente, siempre se tiene la ilusión, o la impresión verídica quizás, de que es un mismo accidente que se repite. Cuando algo fuera de lo común acontece, tan intenso y nítido es su acontecer que, poco importa que haya sido fugaz o que perdure, siempre su evidencia excesiva nos parecerá problemática.

Treinta años más tarde cuando, en las noches lluviosas de Rennes, me acuerdo de ese viaje, suelo pensar: nadie más que yo en el mundo sabe lo que es la soledad, lo que es el silencio. Una mañana, como a los diez días de nuestra partida, nos separamos del convoy con Osuna y cabalgamos una hora más o menos para explorar las inmediaciones, con el pretexto de visitar no sé qué estancia, que por otra parte nunca encontramos, y de la que hasta hoy sospecho que era puramente imaginaria, y que la verdadera razón de nuestra excursión era el temor creciente de Osuna de que nos topásemos de un momento a otro con el cacique Josesito. Su temor no era el de perder la vida, sino la reputación en tanto que guía, puesto que su trabajo consistía en llevarnos sanos y salvos a nuestro destino, y si fallaba en eso, su susceptibilidad desmedida sufriría demasiado. Eran más o menos las diez de la mañana y como el viento sur había parado y ni una nube impedía a la luz del sol calentar la tierra, ya flotaba en el aire, a pesar de que recién eran los primeros días de agosto, un anuncio de primavera. En la mañana clara la luminosidad aumentaba tan rápido que Osuna y yo parecíamos galopar, no hacia un lugar cualquiera del horizonte, que por otra parte parecía siempre inmóvil y en el mismo sitio, sino hacia el punto imposible del tiempo en el que brilla, llameante y fijo, el mediodía. En el borde de una laguna nos detuvimos para dejar beber a los caballos y viendo que, a causa de ese inicio precoz de primavera y de la humedad favorable del terreno, una flora reciente empezaba a brotar, con el fin de observarla para comentarle más tarde mis observaciones al doctor Weiss le propuse a Osuna que, si me prometía no tardar demasiado, yo podía esperarlo cerca de esa laguna mientras él terminaba de explorar los alrededores. Halagado por el interés que despertaba en mí ese lugar, como si él fuese el propietario, Osuna aceptó de inmediato mi sugerencia, y con su habitual determinación para la esfera práctica que, a quien no lo conocía tan bien como yo, podía ocultarle sus tironeos interiores, enfiló al galope hacia el sudoeste. Iba nítido y espeso en la mañana, y su poncho a rayas verdes y coloradas flotaba alrededor de su torso tieso, un poco inclinado hacia atrás, achicándose por saltos discontinuos como si se fuese comprimiendo, y cuando se hubo alejado lo suficiente como para que el ruido de los cascos dejara de oírse, el movimiento del galope, sin la consecuencia sonora que lo acompañaba otorgándole un sentido inteligible, se transformó en una cabriola irreal, un poco alocada, como las de esos muñecos de papel exageradamente desarticulados que alguien manipula con un hilo invisible y que se agitan en silencio en el aire hasta que se desmoronan, deshechos, en el suelo. Osuna y el caballo que montaba, y que seguían siendo uno y otro porque únicamente mi memoria se obstinaba en afirmarlo, antes de que el horizonte se los tragara, después de esa patente compresión por saltos sucesivos, llegaron a ser tan diminutos que, de golpe, sin ninguna transición, desaparecieron, y por más que el ojo siguió buscándolos, un poco más acá del horizonte, en la franja insignificante y oscura de tierra por encima de la cual el cielo azul se abría interminable y parejo, como un abismo luminoso, no volvió a divisarlos, y aunque la mente presumía que estaban todavía ahí, no pudo vislumbrar ningún indicio, ningún signo, ninguna consecuencia de su presencia o de su paso.