Eran sor Teresita y Troncoso los que, ya antes de la partida, me preocupaban porque, a diferencia de los otros, resultaban difíciles de manejar en razón de que como ocurre a menudo con cierta clase de locos, en lugar de encerrarse en sí mismos, creían con fervor en la legitimidad de su delirio y, queriendo a toda costa imponérsela al mundo, militaban por su locura. La monjita estaba convencida de que, después de la resurrección, Cristo se había llevado al cielo, separándolo del humano, al amor divino, dejando únicamente sus chispas dispersas entre los hombres, y que ella tenía como misión volver a juntarlas a través del acto carnal, para fusionar nuevamente lo divino y lo humano. Su Manual de amores es sobremanera explícito sobre ese punto, y si en las últimas páginas su pensamiento se disgrega para dar paso a una lista insensata de vocablos soeces, en la primera parte de su tratado hay una exposición razonada de su doctrina que, si uno adopta por un momento el punto de vista de su teología, resulta por cierto inatacable. Puesto que los teólogos llaman positiva a la teología puramente especulativa y racional, y teología negativa creo a la mística, podemos imaginar que, igual que Santo Tomás, en medio de la redacción de su Manual sor Teresita adquirió la convicción de que debía poner en práctica las recomendaciones que había recibido de Cristo en el Alto Perú, y si esta hipótesis es verdadera, arrojaría una luz nueva sobre la razón de ser de la parte final de su tratado. En todo caso, sor Teresita era sin la menor duda una presencia turbulenta en nuestra caravana, y el dilema principal que se me presentaba era el de tratar de tenerla apartada de los soldados sin encerrarla en su carromato: hubiese habido una contradicción entre el hecho de mantenerla bajo llave durante el viaje y el de que en Las tres acacias los enfermos, salvo rarísimas excepciones, podían circular con toda libertad por el establecimiento. Otro de mis problemas era saber hasta qué punto los miembros del convoy, carreros, soldados, rameras, estaban al tanto de la clase de delirio que se había apoderado de sor Teresita, y durante los dos o tres primeros días tuve la ilusión, totalmente injustificada desde luego, de que nadie conocía los desvaríos eróticos de la monjita, hasta que una tarde vi un grupo de soldados que, cerca del bar del vasco, habían formado un círculo cuyos componentes parecían escuchar con profunda atención y seriedad a alguien que hablaba en el interior. Intrigado, me acerqué para ver de qué se trataba, y por encima del hombro de uno de los soldados pude comprobar que sor Teresita, entrecerrando los ojos de indignación, y bajando la voz, como si se tratara de un terrible secreto, les estaba revelando a los soldados que, si a Cristo lo habían crucificado, era porque la tenía así de grande, y acompañaba sus palabras con un ademán que yo ya conocía, consistente en elevar las manos a la altura de su pecho y, poniendo las palmas frente a frente a unos treinta centímetros de distancia una de la otra más o menos, sacudirlas las dos a la vez para significar un tamaño aproximativo. Cuando vio mi cara de estupefacción por encima del hombro del soldado que, al igual que todos los otros, hechizado por las palabras de sor Teresita, ni siquiera había reparado en mi presencia, la monja se echó a reír, y con un desparpajo que todavía hoy me hace sonreír cuando lo recuerdo, sacó la lengua, la pasó con deleite simulado por sus labios casi inexistentes y, anticipándose a mi llamado, salió del círculo de soldados y me acompañó con docilidad hasta su carromato. No hicimos ningún comentario, y todo ocurrió con naturalidad, pero lo que me impresionó más profundamente, y sobre todo me incitó a la reflexión, fue la seriedad, por no decir la gravedad con que los soldados la escuchaban. Era evidente que ya no dudarían un solo instante, por todo el resto de sus vidas, de que la verdadera causa de la crucifixión acababa de serles revelada por la monjita.

En lo relativo a Troncoso, las complicaciones que trajo la evolución de su estado resultaron muchísimo más graves, hasta poner en peligro la vida y los bienes de los miembros de nuestra caravana, lo cual demostró una vez más, como si tal redundancia no fuese superflua para el mundo, que el delirio, les guste o no a los filósofos, es tan o más apto que la voluntad para orientar según su capricho la sucesión del acaecer. Ya desde antes de la partida yo veía aumentar, casi imperceptiblemente al principio, la agitación de Troncoso, que se manifestaba en una inquina sorda hacia mi persona, que lo incitaba sobre todo a competir conmigo en el plano de la organización y del comando de la caravana, responsabilidad que, como creo haberlo dicho, compartíamos con Osuna y con el sargento Lucero. Desde nuestro primer encuentro en casa del señor Parra, circunstancia en que debí exhibir mi autoridad ante él y sus hombres previendo las dificultades que suele acarrear la agravación de la manía, y que un viaje como el que estábamos a punto de llevar a cabo podría multiplicar, Troncoso oscilaba, en sus sentimientos hacia mi persona, entre el temor y el despecho, la prudencia y la sorna, el respeto y el resentimiento. Pero a pesar de su desdén poco disimulado, y que probablemente no lo disuadía de agregar ni el sarcasmo ni la calumnia, no era más que mi paciente, y como yo era su médico, su salud y su persona estaban bajo mi responsabilidad, sin que contase para nada el concepto en que me tenía ni los sentimientos poco tranquilizadores que le inspiraba. Cuando todavía estábamos en la ciudad, Troncoso asumía siempre, de un modo quizás confusamente deliberado, actitudes que se encontraban en el límite de lo que yo, en tanto que médico suyo, podía tolerar, ya que en nuestras conversaciones cotidianas le daba mis consignas acerca de lo que le estaba permitido hacer en lo relativo a sus salidas, su conducta pública, su alimentación, su higiene, su disciplina diaria, etcétera, consignas que él respetaba, aunque siempre al borde de la desobediencia como ya lo he dicho, pero apenas iniciamos nuestro viaje, su temperamento fogoso se agitó un poco más que de costumbre haciéndome temer a cada momento una explosión, la que no dejó de producirse. Su extraordinaria actividad, que en la monotonía de la llanura no tenía mucho en qué aplicarse, le impedía permanecer descansando en el carromato como lo hacían los otros enfermos y, cualquiera fuese la hora a la que yo, después de despertarme y vestirme, saliese a la mañana, ya estaba él montado en su azulejo, trotando en las inmediaciones, hablando a los gritos con los soldados o los carreros que no siempre parecían entender bien el sentido de sus sarcasmos, de sus órdenes y de sus exclamaciones. Era un jinete prodigioso que actuaba como olvidado de que iba a caballo, pero sin cometer nunca ninguna falta, y el animal que montaba parecía también él adoptar una actitud de indiferencia hacia su jinete, y todo lo que hacían a la vez, paso, trote, galope, carrera, frenada súbita, reculada o cabriola, parecía el resultado, no de una orden imperceptible dada por el hombre al animal, sino de la coincidencia espontánea, casi mágica, que armonizaba en lo exterior, por un azar prolongado, los movimientos casuales de dos voluntades reconcentradas en sí mismas e ignorantes una de la otra. Esa pericia de jinete barría las reticencias de los soldados que, a pesar de su extravagancia, se resignaban a respetarlo, lo que junto con la lealtad obsecuente del Ñato complicaba mi tarea de vigilancia. Un signo inequívoco de que su estado empeoraba no era solamente la actividad frenética y sin ninguna finalidad práctica que ejercía todo el tiempo, de día y de noche, ya que, sin dar jamás muestras de cansancio, casi ni dormía, sino también el hecho de que su aspecto exterior, vestimenta, barba, cabellera, se iba degradando, y ya casi no se cambiaba de ropa ni se afeitaba, y ni siquiera se lavaba, de lo que resultaba que sus pantalones y su chaqueta estaban llenos de manchas y hasta de roturas, y su camisa blanca con volados, tan limpia cuando recién llegó a la ciudad, toda arrugada y de un color indefinible. Siempre había unas burbujitas de saliva espumosa en la comisura de sus labios, y si algo contrastaba con la fiebre movediza de todo su cuerpo, que no podía estarse quieto en ninguna parte, era la fijeza de su mirada, enturbiada por unos hilitos tortuosos de sangre que enrojecían sus ojos congestionados. A veces, al atardecer, bajaba del caballo y se paseaba por entre los carros detenidos, rígido, dando grandes trancos enérgicos, el pecho inflado, la cabeza erguida, desmelenado y tostado por el sol que, un poco más intenso cada día, ardía en el cielo. Podía tener un libro en la mano, leyéndolo de un modo entrecortado, sin dejar de caminar o, si se abstenía de leer, o de simular que leía, no se privaba en cambio de exteriorizar sus pensamientos con exclamaciones, risotadas, u observaciones desdeñosas e incomprensibles que, al pasar y sin detenerse, dirigía a algún otro miembro de la caravana con el que se cruzaba. Dos o tres veces vino a verme con el fin de exigir modificaciones del trayecto que según él contribuirían a acelerar el viaje, pero sobre todo a quejarse de la presencia de las tres rameras y de la monja -a la que llamaba, con una sonrisita sarcástica la puta superiora- en el convoy, pretendiendo que entre las cláusulas del contrato firmado con su familia para estipular las condiciones de su tratamiento, figuraba de manera explícita que el enfermo no debía codearse jamás con personas de baja condición o de moralidad dudosa. Todos los días me mandaba con el Ñato un parte escrito al que yo, como es obvio, ni siquiera contestaba. A veces su proclama insensata insumía varios folios y a veces se limitaba a una sola frase, que a primera vista parecía no tener ningún sentido, después de varias lecturas muchos sentidos diferentes y más tarde, en el recuerdo, si se la pensaba bien, un sentido preciso pero enigmático que, aunque el lector tenía la impresión de adivinarlo, era imposible de desentrañar. Ese desvarío continuo pretendía ser un vasto programa político destinado a cambiar, no únicamente los fundamentos de la sociedad, sino también los del universo. Según esas proclamas había que deponer al rey, desconocer la jurisdicción del virreynato, guillotinar a las autoridades de Roma y también -transcribo en forma literal esta última reivindicación- abolir de una vez por todas, por no tener más fundamento que la costumbre y la esclavitud espiritual de los pueblos, los privilegios hereditarios y consuetudinarios del Sol y demás astros del cielo. La fase constructiva de su programa consistía en federar las tribus indígenas del continente, y, para no herir susceptibilidades, atribuirles un monarca que no perteneciese a ninguna de ellas y que cumpliese también el papel de representante supremo de una nueva religión, una especie de rey-sacerdote para aplicar la legislación referida a la organización social y a la vida religiosa, y al mismo tiempo que fuese jefe militar y padre espiritual de la nueva comunidad. Demás está decir que los rasgos de ese personaje eminente tenían, para quien fuese capaz de descifrar la prosa enredada de sus boletines, más de un punto común con los del autor, llevado por su delirio creciente a concebirse a sí mismo cada vez más como el amo legítimo del universo. Que yo dejase sus mensajes sin respuesta lo ponía fuera de sí, pero hubiese sido un error de mi parte acordarle el más leve signo de que sus dislates podían ser tomados en serio. Para su descargo, debo reconocer que en mi ya larga vida, he visto sucederse, tanto en Europa como en América, en los años recientes, lo mismo que gracias a la lectura de Tácito o de Suetonio en los siglos luctuosos que nos precedieron, muchas veces la misma demencia de Troncoso en acción, medrando esta vez hasta alcanzar sus objetivos insensatos, que no son otros que los de aplastar, por puro capricho y estima desmedida pero injustificada del propio ser, con un talón ensangrentado, las esperanzas del mundo.