El quinto día por fin, las huellas se hicieron recientes; Osuna rastreó los cascos del azulejo, y empezamos a buscar en las inmediaciones. Las huellas nos llevaron a un montecito de talas que, a un cuarto de legua más o menos, interceptaba el horizonte hacia el oeste, de modo que, concentrando nuestras fuerzas que el descanso nocturno había refrescado, nos largamos, no ya al galope sino a la carrera en esa dirección, con la esperanza de que, fatigado por fin después de cabalgar sin pausa durante casi cinco días, Troncoso se hubiese echado a descansar un rato a la sombra de los árboles, al abrigo del sol abrasador. Pero cuando entramos en el monte y debimos aminorar nuestra carrera para ir buscando un paso, sin herirnos, entre los árboles, si bien no vimos en seguida a Troncoso, un clamor, del otro lado del monte, nos señaló su presencia. Tratando de no hacer ruido para no espantar a nuestra presa, avanzamos al paso, cuidando también de no salir todavía del monte con el fin de no exponernos a lo que pudiera estar esperándonos del otro lado. Pero cuando desde la orilla interna del monte nos pusimos a observar el campo exterior, pudimos asistir a la escena más inesperada, y hasta podría decir, a la situación más sorprendente que me tocó presenciar en mi ya larga vida, y es fácil imaginar que a causa de mi profesión, no ha habido casi un solo día que no me haya puesto en presencia de lo inusual.

Troncoso, a pie, arengaba a un semicírculo de indios a caballo que lo escuchaban, fascinados e inmóviles. Apenas la vi, tuve la impresión de que esa escena duraba desde hacía horas. No lejos de ahí, el azulejo, atado por la rienda a una mata de pasto, tascaba de lo más tranquilo, indiferente al parecer a los proyectos imperiales de su jinete, y si, como Calígula, a Troncoso se le hubiese ocurrido nombrar ministro a su caballo, lo más probable es que, desdeñoso, el azulejo rechazara ese supuesto honor. La indiferencia del caballo contrastaba con la atención profunda que los indios le prestaban a Troncoso el cual, en cambio, ni siquiera los miraba y se paseaba, yendo y viniendo sobre la misma línea recta paralela al diámetro del semicírculo, con una actitud semejante a la que adoptaba al apostrofar todas las mañanas al sol naciente. El indio que estaba en medio del semicírculo de jinetes, llevaba un violín terciado en la espalda, y el instrumento permitía reconocerlo de inmediato entre las imprecisiones de su leyenda, y también porque la atención que se reflejaba en la cara de esos indios colorinches y zaparrastrosos, era todavía más profunda en la de Josesito, el cual dicho sea de paso denotaba una inteligencia poco común, y una capacidad de reflexión indudable, con el codo apoyado en el cuello de su caballo, y la mejilla en la palma de la mano. En los cinco días de su fuga frenética, el aspecto de Troncoso se había degradado todavía más, y ya lo único que brillaba en su cuerpo ennegrecido por el sol, por el polvo y por la mugre, eran los ojos desorbitados y brillantes, desmesuradamente abiertos, que refulgían en la cara ya casi enteramente comida por el pelo y la barba, sucios y enmarañados, lo que le daba el aspecto de un animal salvaje, como si con la pérdida de la razón estuviese perdiendo también todos sus atributos humanos. Esa impresión la daba también su voz, que a causa del uso inmoderado a que la sometía su titular, había enronquecido, y como hasta nosotros no llegaba el sentido de sus palabras, a la distancia parecía un ladrido, o un rugido, o unos gargarismos cavernosos anteriores a cualquier lenguaje conocido. En la atención de los indios había también una especie de alerta, y comprendí su significado casi de inmediato, cuando Troncoso, de un modo brusco, saliéndose de su línea recta, se dio vuelta y, encarando al semicírculo de jinetes, estiró los brazos y empezó a correr hacia ellos, lo que motivó la desbandada general de los indios, que, en medio de una gritería espantada, se alejaron al galope. Después de haber recorrido unos metros se detuvieron, y observando de lejos a Troncoso, que también se había detenido pero seguía vociferando, volvieron a formar en semicírculo con el cacique en el medio. Troncoso recomenzó su ir y venir por una línea recta imaginaria, paralela al diámetro del semicírculo de indios, lo que incitó a los indios a inmovilizarse y a ponerse a escucharlo otra vez con profunda atención; el interés que parecían despertar en ellos sus palabras, no borraba todavía del todo el terror que se había pintado en sus caras en el momento en que Troncoso había intentado acercárseles. Permanecieron otra vez sin moverse, mientras Troncoso iba y venía por la línea imaginaria que sus pasos trazaban en el pasto, y su voz ronca resonaba en el aire silencioso de la mañana como el último mensaje que el mundo, hecho de criaturas confusas, desesperadas y mortales, le mandaba a las leyes insondables y caprichosas que lo habían puesto un día, porque sí, en movimiento.

Los indios, bien armados, eran un poco más numerosos que nosotros, pero de haber querido guerrear, la sorpresa de nuestro ataque hubiese sin duda resultado decisiva, pues ellos parecían absortos escuchando a Troncoso con una especie de emoción mal disimulada en la que se mezclaban la fascinación y el pavor. La fiera calcinada por fuera y por dentro, por el sol y la demencia, que se paseaba aullando con voz ronca una arenga incomprensible, enflaquecida y gesticulante, parecía tener para ellos el hechizo de las cosas que fecundan, con su existencia misteriosa, el pensamiento y la imaginación, pero cuyo contacto, por fugaz que sea, a causa de su singularidad mortífera, marchita y aniquila. Ocultos entre los árboles, sin decidirnos a actuar, un poco paralizados por lo inesperado de la escena que contemplábamos, tuvimos la ocasión de observar tres o cuatro veces la misma situación que se repetía, o sea Troncoso que, girando brusco sobre su línea recta imaginaria, abría los brazos y se ponía a correr hacia los indios, elevando un poco más la voz enronquecida, y los indios que se dispersaban a la carrera, en medio de una gritería aterrada, pero que unos metros más adelante, cuando comprobaban que Troncoso se había detenido y empezaba a formar sin avanzar una nueva línea recta con el ir y venir de sus trancos que aplastaban el pasto de la llanura, volvían a formarse en semicírculo y, todavía un poco agitados por la emoción y por la carrera, se acercaban otra vez al paso y, manteniéndose a prudente distancia, se detenían otra vez a escucharlo, con pavor y recogimiento, y aun con veneración.

Tanto Osuna como yo queríamos evitar la escaramuza, no por falta de coraje sino porque, si la perdíamos, esa adversidad podía acarrear una catástrofe para la caravana entera. A mí me detenían también algunos escrúpulos, de orden en primer lugar moral pero también jurídico, porque me parecía que, por un lado, no correspondía con los pueblos civilizados aplicar el Talión, y por el otro, que nada demostraba que Josesito y sus hombres eran los autores de la masacre bien real que habíamos descubierto, y en consecuencia atacarlos por sorpresa equivalía a ejecutarlos sin poseer ninguna prueba de su culpabilidad. Esos escrúpulos le eran indiferentes a Osuna; igual que Sirirí, tenía su opinión formada y, a pesar de los rumores contradictorios que circulaban sobre el cacique, Osuna consideraba a Josesito como un asesino cobarde y cruel, pero con el sentido práctico que lo caracterizaba, pensaba que nuestro objetivo era llegar sanos y salvos a Las tres acacias y que del cacique y de sus hombres debían ocuparse las autoridades, en cuya eficacia por otra parte no creía. De modo que decidimos lo siguiente: Osuna y los soldados permanecerían ocultos entre los árboles, listos para atacar, y yo iría solo a buscar a Troncoso con la esperanza de que, como había estado haciéndolo hasta el momento de la fuga, aún contra su voluntad y renegando, en un último atisbo de conciencia, me obedecería. Yo llevaba conmigo una camisa de fuerza pero confiaba en que no sería necesario recurrir a ella porque podría imponerme a Troncoso con mi sola autoridad.

Cuando los soldados se desplegaron entre los árboles listos para intervenir si era necesario, salí al trote a campo abierto, y me dirigí hacia Troncoso, observando al mismo tiempo a los indios para que una eventual acción violenta por parte de ellos no me tomara desprevenido. Pero tanto los indios como Troncoso me ignoraban. Al oír los cascos de mi caballo, algunos indios habían mirado en mi dirección, pero casi de inmediato, como si me hubiese vuelto transparente, sin hacer el menor gesto para demostrar que habían reparado en mi presencia, volvieron a enfrascarse en la contemplación ensimismada de Troncoso, el cual ni siquiera parecía haberme visto, lo que no puedo asegurar, porque la experiencia me ha demostrado muchas veces lo difícil que resulta saber cuál es la percepción exacta que los locos tienen de la realidad, lo que explica, como creo haberlo dicho un poco más arriba, que para mucha gente locura y simulación sean casi sinónimos. El caso es que cuando llegué a unos treinta metros de distancia frené el caballo y traté de escuchar el discurso ronco y continuo de Troncoso, sin lograr distinguir en esa especie de interminable ruido animal un solo vocablo inteligible, pensando que lo que era incomprensible para mí debía de serlo todavía mucho más para los indios, lo cual volvía inexplicable su arrobo. Al cabo de unos minutos, Troncoso se dignó a reparar en mi persona y, olvidándose de los indios, se me acercó con sus trancos rígidos, muy semejantes a los de un autómata que había visto una vez en París, y parándose a dos o tres metros de distancia, me lanzó su arenga gutural, un poco de costado, sin mirarme de un modo directo, pero yo pude ver, por sus ojos redondos, húmedos y desorbitados, que ya se había ausentado por completo de este mundo. Al comprobar esa ausencia, y ante la fascinación del círculo de jinetes inmóviles que lo contemplaba, se me ocurrió que el interés de los indios se concentraba menos en la agitación espectacular de Troncoso en el mundo en apariencia real que compartíamos con él, que en las primicias que nos traía, abandonados como estábamos en nuestro lugar monótono y gris, de ese mundo nuevo y remoto que él solo habitaba.

Bajando del caballo, opté por dejar a Troncoso gesticulando solo a mis espaldas, y me acerqué a los indios con paso tranquilo pero decidido: ya me había dado cuenta de que Troncoso era la mejor protección con la que podíamos contar. Me dirigí directamente a Josesito, menos por razones protocolares que por la curiosidad que me inspiraba su leyenda y mientras hablaba con él asocié el estudio discreto que iba haciendo de su persona con el que una vez en un jardín público en Montmartre había tratado de observar a un actor célebre en toda Europa que se estaba paseando en ese momento cerca de nosotros. Desde un punto de vista físico, Josesito difería poco del resto de sus hombres, pero su mirada, aunque en ella llameaba un orgullo provocativo, era más viva y más inteligente. Al principio simuló hablar mal castellano, introduciendo muchos infinitivos y gerundios en la conversación, pero al cabo de un momento, al comprobar que yo me desinteresaba de sus actividades, siguió hablando con corrección. Cuando se dio cuenta de que yo observaba con insistencia el violín terciado en su espalda, vi una chispa de vanidad mal disimulada en sus ojos, pero fingió no haber notado nada. Y cuando me propuso escoltarme hasta la caravana, comprendí que quería darme a entender que estaba al tanto de todos nuestros movimientos quizás desde el día mismo en que habíamos salido de la ciudad, pero no había sombra de amenaza ni de bravata en su insinuación, lo cual demostraba su realismo, porque ya sabía, no solamente que un grupo de soldados esperaba en el monte de tala, sino que yo ya me había dado cuenta de que mientras Troncoso y los demás locos estuviesen con nosotros, nunca nos atacarían, a causa del terror sagrado que les inspiraban. Por las dudas, me adelanté a decirle lo de los soldados que esperaban, en un tono lo bastante diplomático para que no lo tomara como una amenaza que se hubiese sentido obligado a responder, y los llamé, de modo que salieron del monte y se aproximaron al trote, dando a entender por las actitudes que asumían que venían sin ninguna intención de pelear. La mirada que el cacique y Osuna cruzaron cuando estuvieron frente a frente tenía esa carga de recelo y de odio de los enemigos mortales que se conocen a fondo pero que, por el momento, y debido a causas involuntarias, no pueden liberar su violencia. Indios y soldados parecían medirse con la mirada, considerando unánimes para sus adentros la extrañeza de la situación en la que se encontraban, o sea que preparados para aniquilarse y habiéndose forjado mutuamente una imagen mítica del otro, ahora que estaban frente a frente, obligados por una circunstancia inesperada a no combatir, descubrían que los que estaban a unos pocos metros de distancia, bien reales, eran diferentes de la fábula que habían forjado sobre ellos. Poco tranquilo respecto de la duración posible de ese tiempo de transición, pensé que lo más razonable era retirarnos rápido, de modo que tomando por el brazo a Troncoso, que había bajado la voz y ahora, en vez de arengar hasta desgañitarse al universo exterior parecía balbucear para sí mismo verdades cada vez más improbables y fragmentarias, lo conduje hasta el azulejo, cosa que me dejó hacer con docilidad. El azulejo tascaba plácido el pasto tierno, de un verde claro, que la primavera indebida le sacaba otra vez, con terquedad repetitiva, a la tierra chata y grisácea del final del invierno. Ocupado en seleccionar, de entre los despojos estragados del año anterior, las hojitas más frescas y más jugosas, el caballo mostraba una total indiferencia hacia el grupo humano que transaba en las inmediaciones, y si su indiferencia era justificada en sentido general, tenía algo de ingratitud, y como creo haberlo dicho más arriba, de desdén en lo relativo a Troncoso. El nudo de energía demente que, en su superflua necesidad de acción lo había llevado hasta ahí, consumiéndose en un chisporroteo intenso, terminó por transformar al hombre que había sido el hogar de la combustión, en esa especie de espantapájaros rotoso y ennegrecido, y el caballo, obstinándose en ignorarlo, parecía negarse a reconocer su decadencia. Tal vez había entendido mal la fase exaltante de su locura, y ahora rechazaba la inevitable melancolía que, apenas la hoguera dejase de arder, terminaría por reinar en ese envoltorio desgastado y marchito. Lo cierto es que la fusión de los días anteriores, casi mágica, entre el jinete y el caballo, durante la que habían parecido formar un solo cuerpo, no se recompuso cuando, ayudado por mí, Troncoso se instaló en el lomo del azulejo y tomó las riendas. Enterrándose cada uno en el fondo de sí mismo, parecían haberse olvidado uno del otro, después de años enteros de comunión. Cuando emprendimos la vuelta, yo galopaba todo el tiempo al lado de Troncoso por temor de que se viniera abajo, pero en los días que duró nuestro regreso, se mantuvo rígido sobre el caballo, y, abstraído y silencioso, obedecía mis órdenes con docilidad casi infantil. Los indios nos siguieron todo el primer día y una buena parte del segundo hasta que, a eso de las tres de la tarde, por las mismas razones, inexplicables para nosotros, por las que nos venían siguiendo, a distancia discreta pero regular, bruscos, desaparecieron.