Nuestra llegada al campamento, a la media tarde del tercer día, fue recibida con alegría sobre todo por los soldados que habían temido, sin transmitir su preocupación a los civiles que protegían, por lo largo de nuestra ausencia, no volver a vernos nunca más. Cuando nos avistaron surgiendo del horizonte, el corneta fue corriendo a buscar su instrumento, y si al principio empezó a hacer sonar el toque reglamentario, a medida que nos acercábamos se puso a entonar melodías de moda y toda clase de bromas musicales que nos transmitían a distancia, antes de que nos lo comunicaran oralmente, el alivio que les producía nuestro regreso. La reprobación general que había merecido la fuga de Troncoso se convirtió en lástima cuando los miembros de la caravana vieron el estado en que volvía, y su degradación física era bastante elocuente como para volver superfluas las explicaciones. Habían dispuesto los carromatos en círculo para prevenir algún ataque posible de los indios, y se habían acordado dos días más de espera, de modo que si por cualquier eventualidad nos demorábamos más de diez, ellos hubiesen continuado el rumbo sin nosotros. Como estaban acampados cerca de una laguna, apenas bajamos de los caballos corrimos a darnos un chapuzón, mientras algunos de los que se habían quedado esperando se apresuraron a sacrificar una vaquillona que habían boleado en las inmediaciones y que tenían reservada para nuestro regreso. Hubo una verdadera fiesta, que duró casi hasta el amanecer: ruidosos, achispados por el alcohol que el vasco, para asombro general, distribuyó gratuitamente, cantamos y bailamos en la noche sofocante, a la luz de una gran hoguera, irrisorios y diminutos, atrapados en la triple infinitud del campo, de la noche y de las estrellas. Eramos la efervescencia de lo viviente, pasto, animales, hombres, que le añadíamos a la extensión inacabable y neutra de lo inanimado, la levedad colorida y tragicómica del delirio, que nos hacía convivir en una multiplicidad de mundos exclusivos y diferentes, forjados según las leyes de la ilusión, que son por cierto más férreas que las de la materia.

Es obvio que, después de refrescarme en la laguna, mi primera tarea fue examinar a los enfermos para saber en qué estado se encontraban después de ocho días de separación. Debo decir que si en líneas generales los enfermos mentales pertenecen a tal o cual categoría que los sabios de todas las épocas han tratado con mayor o menor fortuna de clasificar, las diversas fluctuaciones de sus estados individuales son más bien imprevisibles, y si bien las causas exteriores, como ha sido ya comprobado muchas veces, actúan sobre su conducta, es difícil predecir o aún juzgar a posteriori con claridad acerca de las circunstancias capaces de ejercer una verdadera influencia sobre ellos. Lo cierto es que en mis ocho días de ausencia, los enfermos no habían mostrado ningún signo exterior de mejoría o de agravación, y esa estabilidad, observada en numerosos casos de alienación, indujo varias veces a mi querido maestro el doctor Weiss a preguntarse si, aparte de los ataques agudos, como el de Troncoso por ejemplo, no es la mayor estabilidad de los primeros lo que distingue a los locos de las personas sanas. Debo reconocer sin embargo que la eficacia de los dos enfermeros militares a cuyo cargo los había dejado contribuyó también a mantener esa estabilidad.

Unas horas después de haberlos examinado, durante la fiesta, pude comprobar que la placidez aparente del campamento disimulaba más de un conflicto, y que la sinrazón más reprobable provenía de las personas consideradas normales. Después de la cena, la mujer francesa con la que había conversado dos o tres veces al principio de nuestro viaje, vino a informarme acerca de ciertas cosas que habían ocurrido en el campamento durante nuestra ausencia. Si bien su palabra no me resultaba enteramente digna de crédito, a causa de las muchas contradicciones que pude notar cuando me contaba su propia vida y los motivos que según ella la habían obligado a ejercer su profesión, los hechos que me refirió, por excesivos que me pareciesen a primera vista, y exagerados quizás por los celos y quizás también por un sentimiento de indignación profesional, parecían bastante probables: según la mujer, durante mi ausencia, sor Teresita, que unos días antes la misma mujer había sorprendido revolcándose en los pastos con dos soldados, había tenido comercio carnal con todos los hombres que habían quedado en el campamento, excepción hecha de los enfermeros, del sargento Lucero y del indio Sirirí. Según la mujer, todas las noches los soldados se turnaban para entrar en el carromato de la monjita, y durante el día la invitaban a tomar copas con ellos en el negocio del vasco. Estaban todo el tiempo juntos según la mujer, y una o dos noches, ella había dormido al sereno, tirada en el pasto en medio de los soldados. Un grupito de cinco o seis sobre todo, no se le despegaba, y la monjita hacía con ellos lo que se le antojaba, mientras que ellos se comportaban como si fuesen su escolta personal. Durante el día, como no tenían otra cosa que hacer más que esperar que volviéramos, los soldados iban a cazar del otro lado de la laguna, para entretenerse y tratar de comer otra cosa que tasajo, y ella los acompañaba, con un cigarro entre los labios que la hacía muequear todo el tiempo. Según la mujer, la monjita, a la vista de todos, se alejaba unos pocos pasos y, levantándose las polleras hasta la cintura y abriendo las piernas, orinaba de parada como un hombre. Esos detalles, más que sus actividades voluptuosas, eran los que me incitaban a acordarle algún crédito al relato de la francesa, porque yo ya había podido observar en sor Teresita una tendencia a asumir una conducta varonil como si, en su búsqueda incesante de la fusión entre el amor divino y el humano, quisiese también reunir los dos sexos en su propia persona. El aborrecimiento que la monjita le inspiraba a la mujer que me estaba contando, airada, lo que había ocurrido durante mi ausencia, era a decir verdad la consecuencia de un malentendido, porque el modo de actuar de la monjita también la englobaba a ella, y debe de haber sido cuando empezó a evangelizar a las prostitutas de la ciudad que le vino la idea de poner en práctica de esa manera la orden recibida según ella directamente de Cristo en el Alto Perú. En algún sentido, en vez de evangelizar a las mujeres de mala vida, había sido evangelizada por ellas, y lo que las mujeres tomaban como una afrenta de parte de la monjita, era en cierta manera un homenaje que les rendía.

Para tener las cosas claras, me saqué de encima a la mujer prometiéndole ocuparme del asunto, ya que el aspecto comercial de las cosas no era ajeno a su rencor, y fui a ver al sargento Lucero. Las evasivas un poco confusas que obtuve de él probaban quizás que la mujer no había exagerado, pero cuando lo intimé a recobrar su sinceridad habitual, me confesó que a su modo de ver los rumores tenían algo de cierto, pero como todos los soldados estaban implicados en el asunto, sería difícil obtener de ellos las precisiones necesarias. Más que aprovecharse de ella, me dijo el sargento, los soldados parecían protegerla, y obedecerla incluso. Daba la impresión de que la estimaban realmente, y no era ella la que les inculcaba la obediencia, sino ellos mismos los que, en forma espontánea, la practicaban, por un respeto grave que, no se sabía bien por qué, ella parecía inspirarles. Lucero era demasiado razonable como para no entender que la monjita, por excelente persona que fuese, estaba loca y que mi obligación como médico era tratar de curarla de su locura y no de permitirle implicar a medio mundo en ella, así que nos pusimos de acuerdo para impedir, en los días de viaje que faltaban, que esas complicaciones desagradables se repitieran.

Al día siguiente, después de la fiesta, nos costó trabajo arrancar, y a media mañana los soldados dormían todavía a la sombra de los carros, ya que se habían acostado a la madrugada calculando de antemano la trayectoria que esa sombra seguiría en la mañana. A los caballos, ni siquiera ese cálculo les estaba permitido, y no tenían en ese inmenso lugar vacío un solo árbol para ampararse a su sombra. Es que el verano de San Juan, como le dicen en la región, alcanzaba en esos días su máxima intensidad. Había llegado poco a poco, subrepticio, fundiendo en los primeros días la escarcha acumulada durante la primera semana glacial después de la lluvia y, caldeando el aire y la tierra, había creado para la vegetación impaciente, un simulacro fugaz de primavera. Del suelo agrisado y endurecido por el frío, el pasto nuevo empezó a brotar, haciendo reverdecer el campo chato, pero a los dos días nomás, por no decir a las pocas horas, el calor aumentó tanto que las hojitas empezaron a decaer, y casi enseguida los campos se resecaron otra vez transformándose en una interminable extensión amarilla. Durante varios días no vimos, en el cielo de un azul profundo y turbulento, ni una sola nube, nada aparte del sol llameante que pasaba dejando el aire, la tierra y las cosas exhaustas y calientes, y como no soplaba ninguna brisa, y las noches eran tan calurosas como los días, no tenían tiempo de refrescarse. Ese horno inmenso que atravesábamos durante el mes más frío del año, ese gran círculo amarillo por el que avanzábamos a duras penas, encerrado bajo su cúpula azul que únicamente la mancha árida del sol transitaba durante el día, y que de noche se ennegrecía y se llenaba de puntos luminosos, fue durante varios días el decorado único, tan idéntico a sí mismo en cada una de sus partes intercambiables, que por momentos teníamos la ilusión de empastarnos en la más completa inmovilidad. A partir de cierto momento movernos de día parecía imposible, pero esperar el atardecer para viajar con la fresca, como decía Osuna, era igualmente adverso, primero porque quedar detenidos en medio del campo, donde no teníamos más sombra que la de los carros resultaba más extenuante que viajar, ya que nuestro desplazamiento podía procurarnos, por irrisorio que fuese, algún soplo de aire, y en segundo lugar porque de noche no refrescaba lo suficiente, pero si acampábamos, la oscuridad, poniéndonos durante algunas horas al abrigo de la resolana, nos ayudaba a descansar. Con el calor, el silencio del campo vacío pareció aumentar, como si todas las especies que lo poblaban, incapaces de movimiento, yacieran exhaustas y aletargadas. También nosotros, que pretendíamos reinar sobre todas ellas, íbamos como adormecidos, hombres y mujeres, civiles y soldados, creyentes y agnósticos, ilustrados y analfabetos, cuerdos y locos, igualados por esa luz aplastante y ese aire ardiente y embrutecedor que borraban, reduciéndonos a nuestras lánguidas e idénticas sensaciones, nuestras diferencias. Encerrados en sus carromatos, los enfermos dormitaban el día entero y de noche apenas si se asomaban al exterior, excepción hecha de la monjita, siempre rodeada por su guardia de soldados, muchos de ellos casi enteramente desnudos, con apenas un calzón ajustado y rotoso que los cubría desde la cintura hasta un poco más arriba de las rodillas, y que por sus roturas dejaba ver ciertas partes del cuerpo que hubiese sido más prudente mantener ocultas, lo que les daba un aspecto indecente en el que ya nadie reparaba, y que incluso parecía respetable en comparación con las mujeres, que solían pasearse, cuando hacía demasiado calor, con los senos al aire y a veces completamente desnudas. Cuando pasábamos por algún río, casi todo el mundo se desnudaba, sin siquiera esperar la oscuridad, y se iba a retozar, con placer animal, en el agua tibia y turbulenta. El viaje, prolongándose más de lo habitual, nos había incitado, de un modo imperceptible, a crear nuestras propias normas de vida, y los caprichos del clima, que hacían sucederse las estaciones inapropiadas con la rapidez con que se suceden los días y las horas, sumados a la composición singular de nuestra caravana nos habían incitado a crear un universo exclusivo, más y más diferente a medida que pasaba el tiempo en el que habíamos estado habitando antes de la partida. Si bien nuestra autoridad se relajaba, resultaba fácil comprobar que ya no era necesaria: en la fiebre de esos días irreales, los intereses ordinarios parecían haber desaparecido. Sólo unos pocos rencores quedaban: Sirirí desaprobaba con amargura nuestro alejamiento cada día más evidente de las normas que le habían inculcado y que eran su única referencia en cualquier mundo posible, y el Ñato Suárez, que no se alejaba del carromato de su amo, como un perro fiel pero un poco desorientado, me indicaba con su mirada rencorosa que, a su juicio, no era la demencia sino yo el responsable del terrible derrumbe de Troncoso. Pero aun su odio, en ese infinito chato y amarillo, había perdido las riendas de la acción.