Nuestra escolta estaba compuesta de dieciséis soldados, más el sargento Lucero que los mandaba y el indio Sirirí, un mocobí manso del que si tuviese que señalar dos rasgos principales diría que eran la mojigatería y el odio por el cacique Josesito, cuya sola mención en su presencia lo hacía adoptar una expresión feroz. Las exigencias más irrazonables de la Iglesia Católica, que ya ni siquiera en Roma eran tomadas en serio, parecían haber encontrado en Sirirí el terreno apropiado para arraigarse y prosperar hasta la caricatura. No bebía, no fumaba, no decía malas palabras ni juraba en vano, y cualquier pretexto le venía bien para persignarse y para besar una medallita dorada que colgaba de su cuello. El sargento Lucero, que en realidad lo estimaba porque era un buen guía y además le servía de intérprete, decía de él, cuando no estaba presente desde luego, que de chico se había tragado un catecismo y que todavía no había terminado de digerirlo. Cuando se hablaba del cacique Josesito su expresión de odio se volvía tan inquietante que por contraste uno empezaba a encontrar simpático al asesino musical, que por lo menos mostraba cierta humanidad cuando se emborrachaba o cuando se ponía a tocar el violín. Sus principios tan estrictos debieron sufrir muchas pruebas rigurosas durante ese viaje, en el que no solamente había la prostitución, el alcohol y la brutalidad para debilitar los cimientos de su moral, sino también el suplemento desmesurado de la locura para echar abajo las paredes de ese edificio sin puertas ni ventanas en el que la religión había encerrado a su alma predestinada y salvaje. Osuna, que parecía estar compuesto de dos personas diferentes, según estuviese fresco o borracho, lo respetaba de día a causa de su real conocimiento del desierto, y lo aborrecía de noche.

Eramos un convoy diverso y colorido: una parte de la escolta nos precedía y la otra cerraba la marcha. Mi vivienda ambulante venía a la cabeza, detrás seguían las de los cinco enfermos, después el almacén del vasco, y por último el carromato de las mujeres. Entre los habitantes de los carros, únicamente Troncoso y yo nos desplazábamos a caballo, él en su azulejo alto y nervioso y tan tenso y vivaz, refrenado casi todo el tiempo por una rienda corta, dispuesto a partir a cada instante al galope, que parecía haber contraído también él ese extraño mal de su jinete que lo mantenía en un estado de actividad exagerada, morbosa y constante. Los soldados de la escolta no sólo no llevaban uniforme sino que estaban vestidos del modo más caprichoso, y si algunas prendas militares, rotosas y descoloridas, habían sobrevivido en ese vestuario abigarrado, la heterogeneidad del resto terminaba por hacerle perder toda identidad. De esa variedad no premeditada, opuesta en todo al diseño elaborado que supone el uniforme, y que busca la repetición, el orden y la simetría, se desprendía sin embargo un efecto igualmente vivaz, que estaba dado sobre todo por los colores y los dibujos de los ponchos, lisos, a rayas, oscuros o claros, con o sin flecos que, en el espacio vacío del desierto, parecían cobrar una nitidez suplementaria, sobre todo en los primeros días en los que el viento helado del sur los inflaba o los hacía flamear en el lomo de sus propietarios. También los carros brillaban un poco al principio, porque habían sido limpiados, engrasados y repintados en parte con los colores de la compañía por los propios carreros, a su llegada del Paraguay. Detrás de los últimos soldados una manada de caballos de recambio se dejaba arriar con docilidad por los jinetes que se iban turnando en la tarea. Y por último, diez o doce perros vagabundos nos seguían con la misma obstinación, indigencia y avidez con que las gaviotas siguen la estela de los barcos en busca de alimentos.

Mi primera responsabilidad era desde luego ocuparme, en tanto que médico, de mis enfermos, pero por algunas alusiones de Osuna, comprendí que se esperaba de mí una actitud de jefe o de patrón, por lo que decidí encerrarme en mi carro a reflexionar sobre el modo en que esa actitud podría manifestarse con mayor claridad, para llegar a la conclusión de que la mejor manera de hacerlo consistía en subrayar el hecho de que era yo el que pagaba los gastos de nuestra expedición, pero después comprendí que esos mercenarios rotosos a los que llamábamos nuestra escolta, algunos de los cuales, que venían de Corrientes y de Asunción, apenas si conocían algunas palabras en castellano porque su lengua materna era el guaraní, esperaban que yo fuese tomando las decisiones que el rumbo de nuestra caravana poco común exigiese. Como me era imposible cumplir ese cometido sin Osuna y sin el sargento, decidí adoptar una actitud distante y reflexiva, sin responder de inmediato a las propuestas que me hacían, y simulando más bien pesar el pro y el contra de cada una antes de tomar una decisión definitiva. Debo decir que mi comedia dio un resultado mucho más grande del que esperaba, porque el que parecía tener más dudas acerca de mis capacidades, es decir el propio Osuna, resultó ser el más crédulo de todos. Muchos años más tarde, todavía solía hablar de mí como hombre de la llanura, aunque nunca en mi presencia. En realidad, no sé si mi autoridad se impuso a causa de los sueldos que fueron pagados en las cantidades y en los plazos prometidos, o gracias a mi reputación profesional, porque con mi valijita llena de instrumentos médicos y de remedios de urgencia, pude tratar todos los males que esos hombres rústicos padecieron durante el mes largo que duró nuestro viaje. Resfríos, diarreas, lastimaduras, forúnculos, picaduras de insectos, fiebres, dolores de espalda o hemorroides, cuando no dolencias viejas, ya inseparables del ser de sus víctimas, que con el traqueteo del viaje recrudecían, no hubo un solo día en el que uno de esos gauchos -uso treinta años más tarde esta palabra con precaución, aunque creo saber que ha perdido el sentido casi insultante que tenía en esa época- no se llegase hasta mi carro, entre cohibido y desamparado, a consultarme.

Apenas salimos de la ciudad hacia el norte la evolución del joven Prudencio Parra mostró, como ya lo he anticipado, una orientación inesperada: la postración total en la que se encontraba en su cama, manteniendo el puño apretado, la mirada fija en el vacío, y las profundas arrugas en la frente y en el entrecejo que le daban esa expresión doliente y apagada, dieron paso a cierta animación, que me atrevo a llamar así únicamente en comparación con la total inmovilidad que duraba desde hacía meses, y de la que el rasgo singular era la serie de movimientos que hacía con las manos, y que repetía de un modo incesante, incluso a la hora de la comida, que absorbía con indiferencia y docilidad. Se había incorporado en su camastro y, con la mirada fija en la penumbra del carromato, e indiferente a su traqueteo, comenzaba sus movimientos que podía repetir en forma idéntica, como un mecanismo, durante horas, echándole de tanto en tanto a las manos una mirada lenta y grave que terminaba en una sonrisa levísima y dolorosa.

Estiraba los dedos de la mano derecha y después los encogía con lentitud, hasta darle a la mano el aspecto de una garra, pero blanda y nada amenazadora; luego de una breve pausa continuaba el mismo movimiento hasta cerrar completamente el puño. Y por último, cuando el puño estaba cerrado desde hacía algunos segundos, la mano izquierda lo cubría y lo apretaba con fuerza. Durante el día entero, en todo caso cuando alguien estaba presente, ya que es difícil saber cómo se comporta una persona, loca o cuerda, cuando está sola, realizaba esos ademanes que, si bien me sorprendieron en un primer momento, volviendo a pensar en ellos antes de dormirme descubrí que me eran familiares y que, sin saber por qué razón, me traían a la memoria las arcadas de Alcalá de Henares en un mediodía soleado de primavera, suscitando en mí una sensación agradable. Al despertar a la mañana siguiente, la primera cosa que me estaba esperando cuando mi ser, cerrado durante la noche por las llaves del sueño, se entreabrió a la vigilia, era la respuesta a esa misteriosa impresión de familiaridad: en la clase de filosofía, habíamos estudiado las Académicas de Cicerón, y como se acercaba la época de los exámenes, íbamos con un amigo por la calle principal de Alcalá memorizando esa página en la que Cicerón describe la manera en que Zenón el estoico mostraba a sus discípulos las cuatro etapas del conocimiento: los dedos extendidos significaban la representación (visum); cuando los ponía algo replegados era el asentimiento (assensus), gracias al cual la representación se hace patente en nuestro espíritu; después, con el puño cerrado, Zenón quería mostrar cómo por vía del asentimiento se llega a la comprehensión (comprehensio) de las representaciones. Y por último, llevando la mano izquierda hacia el puño, envolviéndolo con ella y apretándolo con fuerza, mostraba ese movimiento a sus discípulos y les decía que eso era la ciencia (scientia). El descubrimiento me hizo saltar de la cama, vestirme en forma sumaria, y precipitarme al carromato del joven Prudencio que, debido a la hora temprana, dormía con expresión sosegada. Sus manos abiertas reposaban con las palmas hacia abajo sobre el poncho gris que lo cubría. El soldado paraguayo al que habían confiado en Asunción, porque había sido enfermero en el ejército, el cuidado de los hermanos Verde, y que con otro de sus camaradas tenía como misión ocuparse de los enfermos, le había arreglado el camastro con habilidad, y otra vez pude observar, como ya lo había hecho varias veces en su casa que, a juzgar por el estado de su cama cada mañana, las noches del joven Parra debían ser de lo más apacibles. Me quedé a esperar que despertase, porque me interesaba observar el modo en que, al pasar del sueño a la vigilia, la extraña maquinaria de sus manos se ponía en movimiento. Al cabo de un buen rato fue desentornando, como era su costumbre, de a poco los ojos y, si reparó en mi presencia, ningún signo exterior lo delató. Se fue incorporando con lentitud en la cama, siempre con los párpados medio entornados y, apoyando la espalda contra el panel del carro, empezó a estirar los dedos de la mano derecha y a preparar en el aire la izquierda para que, cuando los tres primeros movimientos del ciclo hubiesen sido cumplidos, el cuarto, consistente en cubrir con la mano izquierda el puño de la derecha, oprimiéndolo con fuerza, pudiera llevarse a cabo otra vez. Como cada vez que se los querían sacar Prudencio se ponía a berrear con tono lastimero, lo que me había inducido a dar la orden de que se los dejaran, las puntas de los dos sempiternos trapitos blancos sobresalían de sus oídos, pero el impresionante hundimiento que iba del pómulo a la mandíbula chupándole hacia adentro la mejilla se había rellenado un poco y su cara, todavía demasiado pálida, parecía sin embargo un poco más redonda y saludable. Como de costumbre, simulaba ignorarme, pero algo me decía que, desde el lugar remoto al que, desde hacía varios meses, para escapar del tumulto que reinaba al mismo tiempo en su propio ser y en el mundo, se había retirado, los vestigios de sí mismo mandaban, abandonados quizás en el rincón más negro del universo, señales de vida. La total identidad de sus movimientos con los ademanes que, según Cicerón, le servían a Zenón el estoico para hacer visibles ante sus discípulos las fases del conocer, no había que atribuirla a ninguna coincidencia inconcebible a priori entre los desvaríos de un muchacho enfermo y las imágenes forjadas, en la plenitud de su razón, por el padre de los estoicos, como si lógica y locura llegasen, por distinto camino, a los mismos símbolos, lo que puede ocurrir más a menudo de lo que se cree, sino al hecho, mucho más fácil de explicar, de que el joven Parra, en su período de lecturas ávidas y desordenadas, debió encontrar tal vez, en ese párrafo de Cicerón, haciéndolo suyo de inmediato, la explicación de ese mundo inextricable en cuyo desorden un día, sin saber por qué, su alma frágil, con extrañeza y terror, se había despertado.