Salimos apresurados a la mañana gris y cruzamos el patio frío y lluvioso, yo terminando todavía de vestirme para ir a recibir al que, no me cabía duda, debía de ser el perentorio colega cordobés que en medio de la llanura, a la cabeza de un grupo de jinetes fuertes y demasiado expansivos, había ofendido a Osuna tendiéndole un par de monedas de plata. Yo iba decidido a mantener un diálogo profesional adusto y lacónico con el visitante, para hacerle pagar con un poco de severidad las faltas de delicadeza cometidas hacia dos personas por las cuales sentía mucha estima, así que antes de entrar en la biblioteca adopté en forma deliberada una actitud de la que estaban excluidas toda cortesía y toda familiaridad, pero al verme entrar el visitante desbarató mis propósitos con una acogida demasiado cordial, casi entusiasta. Abalanzándose para recibirme, me estrechó la mano durante un momento sacudiéndola con energía, y después de preguntarme si yo era de verdad el doctor Real, me dijo que desde hacía varios meses, desde que había comenzado la correspondencia con la Casa de Salud a decir verdad, estaba impaciente por conocerme, así como al doctor Weiss, de quien le habían llegado las más estimables referencias. Era un hombre alto y corpulento, y, de no haber sido por un vientre ligeramente prominente, con una verdadera complexión de atleta, pero aun a pesar de su obesidad incipiente, daba una impresión inmediata de fuerza física, sobre todo de una energía vital indefinible, casi excesiva, y como debía andar por los treinta y cinco años más o menos, de no haber sido por algunas canas que blanqueaban un poco en las patillas y detrás de las orejas su revuelta y limpia melena castaño oscuro, hubiese podido constituir la imagen misma de un hombre en plena madurez. Pero había además de exuberancia física, un exceso de volubilidad en su conversación, y a pesar de la elegancia con que llevaba puesta su ropa cara -capa gris perla, chaqueta oscura por la que salían los volados de su camisa en impecables borbotones blancos, pantalones de casimir inglés marrón claro que desaparecían en las cañas altas y lustrosas de las botas de un marrón un poco más oscuro y de innegable procedencia europea, cuyo aspecto no menos inmaculado que el resto me hizo preguntarme, cuando observé el detalle, cómo diablos se las había arreglado para que ni un solo rastro de barro fuese visible en toda la superficie del cuero incluso en la proximidad de las suelas- toda su persona delataba una especie de olvido de sí mismo, como si el momento de vestirse y acicalarse con tanto cuidado antes de salir hubiese transcurrido en un pasado tan lejano y en un mundo tan diferente de ése en el que estábamos en ese momento, que ahora debía yacer ya para siempre oscuro y olvidado, aunque en la realidad común a todos los seres y las cosas, no datara de más de quince o veinte minutos. Nuestro visitante, que parecía sentir por mí una consideración ostentosa, trataba al señor Parra, que apenas si lograba disimular su indignación, con condescendencia deliberada, y dirigiéndose únicamente a mí, no sólo hacía todo lo posible por ignorarlo, sino que incluso parecía calcular adrede cada uno de sus movimientos con el fin de darle siempre la espalda. En lo relativo a su conversación, debo decir que comenzó con una serie de elogios hacia mi persona desproporcionados con el verdadero alcance de mi reputación, que desaparecía, y con justicia, eclipsada por la del doctor Weiss, pero en seguida, y casi sin transición, se transformó en un verdadero interrogatorio profesional e incluso filosófico, con la fastidiosa característica de que las preguntas iban superponiéndose unas a otras sin darme tiempo a suministrar las respuestas, de las que nuestro visitante, que me observaba con insistencia indiscreta, parecía desinteresarse por completo a medida que me interrogaba. Esa situación forzada se prolongó durante unos minutos, y aun cuando no hubiese visto las burbujitas de saliva en la comisura de sus labios y la fijeza que de pronto adquiría su mirada, ya su conversación precipitada que iba pasando de un tema a otro sin demasiada continuidad lógica, y esa sensación de energía entusiasta, tan poco adecuada a las circunstancias, que irradiaba su persona, me hicieron comprender que no me encontraba ante un colega, sino ante el paciente que esperábamos de Córdoba, como su acento lo ponía en evidencia. Por su manera de conducirse, que delataba los síntomas inequívocos de la manía, no podía tratarse más que del señor Troncoso que su familia, una de las más ricas de Córdoba, enviaba para su internación en Las tres acacias. Una conducta habitual en este tipo de enfermos es precisamente ese aire de superioridad que adoptan en presencia de sus médicos, y la táctica de venir a mi encuentro sin darse a conocer de manera explícita para poner a prueba mi perspicacia y aún, si fuese posible, mi total inepcia, un modo bastante corriente de presentarse. En su gesto había también una tentativa, bastante hábil por otra parte, por disimular su locura, como esas personas que han bebido y, para que no se note del exterior, tratan de adoptar las poses que ellos creen más naturales, sin darse cuenta de que son justamente esas tentativas las que delatan la borrachera. El señor Parra, poco habituado a ese tipo de locura, se mostraba cada vez más irritado por lo que el creía un caso extremo de mala educación, de modo que le dirigí una señal de connivencia con la mirada, incitándolo a calmarse y, encarando a nuestro visitante, le pedí en forma autoritaria que se callara y lo invité a sentarse. Aunque obedeció, vi por su estado de excitación que no me resultaría tan fácil calmarlo. (Los raptos de manía se caracterizan por una excitación continua, que va en aumento y que no tolera ninguna interrupción, ni siquiera la del sueño, y uno de los síntomas que aparecen a menudo es justamente el insomnio. En pleno ataque, un enfermo puede pasar varios días sin dormir, sin perder ni fuerza, ni apetito, ni vivacidad. Cuando pasa, el acceso da lugar a largos períodos de melancolía; por el contrario, durante las crisis, el aumento constante de la excitación puede desembocar en un verdadero estado de furor.)

Aunque permaneció sentado varios minutos, Troncoso no perdió ni su volubilidad ni su buen humor, y si bien no tuvo más alternativa que escucharme, en vez de responder a mis preguntas, que versaban sobre el viaje desde Córdoba, la llegada, la escolta que lo había acompañado, el encuentro con Osuna y otras cosas por el estilo, preguntas que, a diferencia de las suyas, exigían respuestas precisas que no parecía dispuesto a suministrarme, optó por reírse de mí de una manera infantil y, debo confesarlo, como ocurre a menudo con ciertos locos, bastante comunicativa, limitándose a repetir, con aire amable y cómico, las últimas palabras de las frases que yo iba pronunciando, o a proferir, como única respuesta, que aún hasta al señor Parra lo hicieron reír, palabras que no tenían ninguna relación lógica con la última palabra de mi frase, pero que rimaban con ella. Esa conducta, que podría parecer descabellada a quien oiga referirla sin haber tenido nunca la ocasión de observarla en forma directa, se manifestaba con toda calma, y las frases y las rimas eran proferidas con exactitud y calma por Troncoso, de modo que una persona desprevenida que hubiese entrado en ese momento en la biblioteca hubiese podido creer que, bajo la mirada asombrada del señor Parra, Troncoso y yo estábamos entregados a un amable, jocoso y espiritual entretenimiento de salón. Al cabo de un rato Troncoso se paró y, como si ya se hubiese aburrido de ese juego preciso, pero sin perder para nada el aire de estar pasando una mañana de lo más divertida, buscando en la pieza alguna nueva distracción, volvió a reparar en el busto de Voltaire, y dando un par de trancos vigorosos se le plantó a un metro de distancia y comenzó a espetarlo burlón en un francés caprichoso, del que la mayor parte estaba constituido de palabras castellanas pronunciadas como si fueran francesas, y entre las que de tanto en tanto sobresalía algún musié Voltérr que, cada vez que lo profería, lo inducía, por alguna razón misteriosa, a echar atrás la cabeza con un movimiento brusco y una expresión altanera y despectiva, lo que hacía sacudir su melena abundante, limpia y ondulada. Cansado de esa representación que ya estaba durando demasiado, y que hacía oscilar todo el tiempo al señor Parra entre la perplejidad y el enojo, exigí a Troncoso que me llevara ante las personas que lo habían acompañado desde Córdoba, exigencia que simuló no escuchar, pero que le hizo sacudir la cabeza con una risita condescendiente y resignada, y a dirigirse a la puerta de calle. Es obvio que esperaba que lo siguiera, y que actuaba de un modo deliberado, con esa displicencia que adoptan a veces los locos para plegarse a la razón exterior, sin dar del todo el brazo a torcer, simulando que la orden que terminan por obedecer se ha cumplido más por coincidencia que por la actualización voluntaria de un efecto razonable. Presente y vivido más que ningún otro en mis recuerdos treinta años más tarde, Troncoso sigue siendo el ejemplo mismo de autonomía de la locura que, no por ser servidumbre evidente de causas que todavía nos son desconocidas, son menos corrosivas de las certezas bastante injustificadas de la buena salud. Puesto que yo quería ver a su escolta, Troncoso me llevó a la calle, y ahí estaban todos, los siete u ocho jinetes cordobeses, montados en la calle barrosa y apretujados bajo un par de capotes militares extendidos sobre sus cabezas para protegerse de la lluvia. Sus ojos oscuros relumbraban en la penumbra, un poco más densa que el aire gris de la mañana lluviosa, que espesaba alrededor de sus caras la sombra de los capotes. Uno de los hombres tenía la rienda del único caballo sin jinete, un azulejo alto, casi tan vigoroso, enérgico y nervioso, y ni más ni menos misterioso en cuanto a su ser en general y en cuanto a las motivaciones profundas de sus reacciones que el hombre que había venido sobre su lomo desde Córdoba, y se aprestaba ahora, después de haber metido en el bolsillo de la capa gris perla el libro que traía en la mano, sin tomar la menor precaución para no perder la página que había estado marcando con el dedo índice durante todo el tiempo que duró nuestra entrevista, pero tomándolas infinitas para no mancharse de barro las botas demasiado lustradas, a montarlo otra vez. No dejaron de maravillarme la soltura, la habilidad, la gracia incluso con las que ese corpachón, en el que se notaban la obesidad incipiente y las canas que empezaban a blanquear su melena cuidada, sorteaba en puntas de pie para no mancharse las botas, las partes del suelo en las que el barro, menos mezclado con arena, estaba más chirle y pegajoso, y el salto exacto, casi grácil, con el que, después de agarrar las riendas que le extendía uno de los miembros de la escolta y haber puesto el pie derecho en el estribo, tomó apoyo en él y se propulsó limpiamente sobre el lomo del caballo, el cual reconociendo a su jinete al parecer por el peso, el olor, la voz, el estilo o hasta la locura o quién sabe qué otro detalle inconfundible, lo recibió con un par de sacudimientos de cabeza, como si expresara su conformidad, y se inmovilizó de nuevo, preparándose quizás a recibir la orden de salir al galope. De la escolta de Troncoso emanaba una hostilidad evidente hacia mi persona, que sus miembros ni siquiera trataban de disimular, a diferencia del propio Troncoso, que había desplazado esa hostilidad hacia el señor Parra, el cual dicho sea de paso no tenía nada que ver con el asunto, reservándome una consideración exagerada en la que la ironía y el desenfado jocoso lindaban con el desdén. De esos hombres que debían protegerlo de tantos peligros exteriores y sobre todo de aquellos suscitados por su propia conducta, escoltándolo a través del desierto para venir a ponerlo en manos de la ciencia que iba a ocuparse de su salud y trataría de devolverle la razón, Troncoso había hecho una banda de subalternos, casi de esbirros, que tenían más el aspecto de forajidos que de enfermeros, fascinándolos quizás con esa fuerza insólita que irradiaba y de la que eran incapaces de percibir, tal vez porque todavía no se había presentado la oportunidad, ingobernable, la desmesura. Los supuestos prestigios de su persona que los subyugaban, actividad incansable, fuerza física, camaradería dicharachera, arrojo, y sobre todo iniciativa constante para renovar la actividad en mil direcciones diferentes, de las cuales muchas eran contradictorias entre sí y aun excluyentes, adoptadas únicamente por sus cambios bruscos e imprevisibles de humor, y que esos hombres simples consideraban como los rasgos de una originalidad grandiosa y magnética, eran en realidad para la mirada de la medicina, los signos banales, observados en su repetición casi invariable en mil enfermos diferentes, que anticipan el derrumbe.