Pero el orden de mi relato se pervierte. El caso del jardinero prueba con claridad un hecho muchas veces observado: nada puede llegar a ser más contagioso que el delirio. Del relato de ese hombre simple, más perplejo que aterrado por la situación en la que se encontraba, podía inferirse sin demasiado esfuerzo que, si se había dejado arrastrar con pasividad incomprensible por esa pendiente de lujuria y sacrilegio, era menos a causa de su temperamento voluptuoso que de su credulidad. Agustín -era el nombre del jardinero-, encandilado por los argumentos teológicos, el entusiasmo místico y, como he podido comprobarlo tantas veces, la simpatía comunicativa de sor Teresita, había creído sinceramente en la necesidad religiosa de sus actos y, durante meses, se había prestado a todos los caprichos voluptuosos de la monjita. Si se tiene en cuenta que el primer acto lo habían realizado al pie del altar, y según el jardinero la hermanita acostumbraba hablar con Cristo por encima de su hombro mientras lo realizaban, es fácil suponer que, a partir de ese primer sacrilegio, lo que vino después no podía ser sino mucho más frenético y descabellado. Por curioso que parezca, todavía en el momento en que Agustín nos detallaba esas increíbles aberraciones que estaban llevándolo ante el pelotón de fusilamiento, daba la impresión de seguir creyendo en el valor religioso de todos sus actos, y no parecía dudar ni de la sinceridad ni de la necesidad que habían llevado a sor Teresita a empujarlo a su realización. También ella parecía conservar, hasta que dejó la Casa de Salud y se fue a España, un afecto particular por el jardinero, y cuando se refería a él lo hacía siempre con deferencia amistosa. Durante el viaje a la Casa de Salud, la hermanita me dijo un día, bajando la voz y adoptando un tono confidencial, que a Agustín lo habían metido preso y lo querían fusilar porque la tenía así de grande, y acompañó su declaración realizando un ademán obsceno, consistente en poner las palmas de las manos a unos treinta centímetros una frente a la otra y a sacudirlas verticalmente y las dos al mismo tiempo de un modo significativo. Era evidente que, después de ese trato íntimo que se prolongó durante meses, cada uno se había convencido de la inocencia del otro, y trataban de convencer de eso a los demás. El jardinero, con su argumentación circunstanciada, abogaba a la vez por su propia persona y por sor Teresita, y si la monja parecía tener una certidumbre inquebrantable en cuanto a la fuente de la que emanaba la legitimidad de su misión, lo cual la eximía de disculparse o al menos explicarse sobre su conducta, haciéndola adoptar una actitud de total indiferencia, más aún de jovial lubricidad ante sus acusadores, en cada uno de sus gestos y palabras mostraba su evidente confianza en Agustín, del que hablaba siempre no como de un amante, sino más bien de un amigo, lo que tal vez exponía todavía más al jardinero a la animosidad de sus acusadores, pero que para cualquier observador imparcial arrojaba una luz nueva sobre sus relaciones. Después de tanto ejercer mi profesión en varios hospitales de Europa, mi contacto con religiosas y otros miembros del clero ha sido más que frecuente, y si he encontrado a menudo entre ellos personas abnegadas, inteligentes, serviciales y de buena fe, debo consignar aquí que si tuviese que encontrar un rasgo común en todas ellas, ese rasgo es la evidente carencia de todo elemento religioso en su manera de pensar y de actuar, lo cual dicho sea de paso facilitó mucho nuestras relaciones. Esas personas compasivas, eficaces y sensatas, gracias a la constitución resistente que les había otorgado la naturaleza, estaban al abrigo de todo lo que los sentimientos y las ideas religiosas tienen de disolvente y de devastador y, en vez de lamentarlo, tendríamos que estar agradecidos de que el temperamento religioso sea un fenómeno rarísimo. Así como el mundo está lleno de buenos y de malos poetas, de pensadores obvios y pertinentes, de científicos inoperantes, de falsos profetas y de pretendidos hombres providenciales, así también ha sabido ser avaro en religiosos auténticos, y debo declarar que, a mi juicio, la única persona verdaderamente religiosa que conocí en mi vida fue sor Teresita, y lo fue sólo durante un tiempo limitado, porque cuando dejó la Casa de Salud, apagada y gordinflona, con el botoncito rojo de la nariz perdido entre los cachetes carmín ya no lo era. El amor que sentía por Cristo era intenso y sincero, y especular sobre si lo manifestaba en forma adecuada es ocioso, porque a mi modo de ver si ese objeto tan alto de adoración existe de verdad, aunque yo pondría más bien al azar en el trono que se le tiene asignado, sería difícil determinar cuál es la correcta entre las tantas formas diferentes de adorarlo que sus fieles han imaginado.

La historia que el jardinero nos contaba en el consultorio del doctor López anunciaba, como desenlace, la catástrofe que no tardó en producirse: un día los sorprendieron en pleno acto de sacrilegio en el suelo de la capillita, frente al altar, de modo que la aventura, cuando el tribunal del Santo Oficio tomó cartas en el asunto, terminó en el mismo lugar en el que había comenzado. Después de muchas deliberaciones y ante la obstinación de sor Teresita en afirmar que todos los actos cometidos le habían sido ordenados por el propio Cristo en el Alto Perú con el fin de restablecer la unidad del amor divino y del amor humano que habían sido separados después de la resurrección, las autoridades religiosas dictaminaron que sor Teresita había perdido la razón como consecuencia de las violaciones y otros vejámenes reiterados a los que la había sometido el jardinero, al que habían metido en la cárcel, donde esperaba desde hacía varios meses el proceso que lo condenaría con toda seguridad a la pena capital. (Un tiempo más tarde, una carta del doctor López me informó que, unos días antes de que el juicio tuviese lugar, el jardinero logró evadirse de la cárcel, y como tantos otros que tenían, debidas o no, cuentas que arreglar con la Justicia, desapareció en la llanura. Recibí la noticia con alivio y me apresuré a transmitírsela a la monjita que, como único comentario, me hundió repetidas veces el índice diminuto de la mano derecha en el estómago, a modo de felicitación o de reconocimiento, como si la evasión de Agustín hubiese sido obra mía, y aprobó con lentas sacudidas de cabeza.)

Un proyecto íntimo durante ese viaje profesional había sido, si mis ocupaciones me lo permitían, cruzar un día a la Bajada Grande para visitar los lugares en que había transcurrido mi infancia. Ningún vínculo afectivo, como no fuesen los recuerdos todavía frescos de mis primeros años, me ligaba a la orilla opuesta, porque, al retirarse mi padre de los negocios, mi familia se había vuelto a España el año anterior a la instalación de Las tres acacias, pero la idea de cruzar el gran río, y divisar desde el agua al ir llegando, como lo había hecho tantas veces con mi padre cuando navegábamos entre las islas, las barrancas que caen a pique en el agua rojiza, templaba por anticipado mi exaltación. Por desgracia, la misma causa que me demoró más de lo debido en la ciudad, dilatando hasta el hartazgo el ocio requerido para realizarla, desbarató mi proyecto de excursión: la habitual crecida de invierno de esos ríos que bajan hacia el sur, en general muy grande, vino ese año insidiosa, bárbara y desmesurada. Insidiosa porque de hora en hora, de minuto en minuto, durante meses, sus aguas iban subiendo de nivel y cubriendo poco a poco, de un modo imperceptible, cada vez más lejos de las orillas habituales, las tierras costeras; bárbara porque, a pesar de su crecimiento subrepticio, alguna subida brusca, desbordando los límites de las tierras anegadas, sumergía de golpe, arrasando todo a su paso, un vasto territorio, y también porque, modificando la vida originaria de las tierras generalmente secas, y desplazando hasta la exageración las orillas, trastocaba las costumbres, el arraigo y el vivir entero de hombres, animales y plantas, arrancándolos con violencia de su lugar habitual y dispersándolos hasta depositarlos, con anacronismo salvaje, en los rincones más inesperados de la región; y desmesurada porque, en razón de ese crecimiento largo y constante, el agua enturbiada por los nuevos suelos que irrigaba a su paso, adquiriendo un color incierto que según los lugares podía ser amarillo sulfuroso, marrón rojizo o negruzco atravesado de filamentos verdosos, fue ganando las tierras en dirección oeste hasta cubrir la llanura, por mucho que un observador se desplazara en ella a pie o a caballo, en todo el horizonte visible.

La inundación retrasaba a los enfermos que esperábamos, provenientes de Córdoba y del Paraguay, y al mismo tiempo nos confinaba en la ciudad. Todo estaba trastocado: los correos, los coches de posta, el transporte de mercaderías. Las horas y los días de partida y de llegada, en general inciertos, se volvieron caprichosos, por no decir extravagantes. Ciertas mercancías que no se producían en las inmediaciones, como el azúcar, la yerba y el vino por ejemplo, empezaron a escasear. Previsor, el señor Parra había acumulado de todo un poco en un cuarto que hacía las veces de depósito y de despensa, y cuya llave estaba en manos de una esclava que tenía a su cargo todo lo relativo a las cuestiones de víveres y de cocina. El señor Parra me explicó que habiendo tantas personas que dependían de él, familiares, empleados y esclavos, era su obligación prever con mucha anticipación hasta los detalles más insignificantes para ir evitando las contrariedades a medida que se presentaban. En aquellos años, el aislamiento de esos poblados, a muchas leguas de distancia unos de otros, dispersos en esos desiertos inacabables y salvajes, obligaba a sus habitantes a estar todo el tiempo alertas para enfrentar los peligros más variados, a los que ese lugar poco civil los exponía a cada momento. (Hoy, según me han informado algunos amigos, las amenazas no vienen del desierto y los terrores no los dispensan los elementos desencadenados, sino el gobierno.)

En ese ocio forzado no me quedaban, fuera de las obligaciones mundanas, de lo más sencillas por otra parte, y de las visitas regulares a mis dos enfermos, otras ocupaciones que la observación, la reflexión y la lectura. Para permitirme ejercer esta última actividad, el señor Parra puso a mi disposición su biblioteca que, como creo haberlo dicho, era de lo más variada y abundante a pesar del aislamiento de la ciudad, y, como si eso no bastase, confirmando la delicadeza de su temperamento, me regaló los seis volúmenes de una traducción francesa de Virgilio, poeta por el que descubrimos nuestra común admiración, de modo que su lectura, mientras mi tiempo me lo permitía, se prolongó hasta que divisamos por fin el edificio chato y blanco de Las tres acacias. Cada una de las vicisitudes de nuestro viaje está relacionada para mí con algún verso de Virgilio, y aún hasta el día de hoy las sensaciones ásperas de la travesía y la música delicada y sabia de los versos se penetran mutuamente en mi memoria y se confunden en un sabor único, que pertenece de un modo exclusivo a mi propio ser, y que desaparecerá del mundo conmigo cuando yo desaparezca. Más de una vez me vi a mí mismo atravesando la llanura como Eneas el mar adverso y desconocido, y una emoción honda me asaltaba al vislumbrar para mí, en medio del desierto, un destino semejante al de Palinuro, el piloto que, dejándose sorprender por el sueño, cae al mar y se pierde para morir abandonado y desnudo en una arena ignorada. Más de una vez vi, con más nitidez que las cosas espesas y compactas que me rodeaban, el montoncito anticipado de mis huesos blancos espejear al sol en algún rincón remoto de la llanura. Pero sigue siendo la cuarta Bucólica la que, entre los poemas breves, tiene todavía hoy mi preferencia: el anuncio de una edad de oro cuando tantas catástrofes desmienten su improbable advenimiento, no depende de la voluntad armada de los héroes, sino de la sonrisa del niño a la madre que lo soportó en sus entrañas durante nueve pesados meses; a ese reconocimiento risueño de la vida, el poeta promete la mesa de Júpiter y la intimidad de la diosa. Y ninguna esperanza irrazonable motiva la visión: la nueva edad de oro no será un premio o una conquista, sino un don injustificado del destino y advendrá, no porque los hombres se la hayan ganado, sino porque las Parcas, un día cualquiera, por puro capricho, dirán que sí.