Cuando expresé el deseo de retirarme, anunciando que vendría unos días más tarde para ultimar los preparativos de la partida, la madre superiora, tal vez aliviada, retiró el brazo de los hombros de sor Teresita y se acercó a mí con la intención de acompañarme hasta la puerta de calle. La monjita no se movió de donde estaba pero, abandonando la actitud vulnerable que había adoptado un momento antes, se irguió de tal modo en el rayo de sol que entraba por la ventana que de pronto pareció más grande y más fuerte. Un ruido que al principio no logré identificar empezó a oírse en la habitación, hasta que me di cuenta de que, apretando los dientes e inflando un poco las mejillas, la monjita estaba acumulando y haciendo chirriar saliva en el interior de la boca, y todavía estaba preguntándome la razón, cuando vi que retorcía de un modo obsceno la lengua, moviéndola en todas direcciones, lamiéndose los labios, entrándola y sacándola rítmica y rígida de la boca, y que había estado juntando saliva a propósito para, al mismo tiempo que efectuaba esos movimientos, hacerla chorrear y chirriar ruidosamente. Una expresión exagerada de éxtasis apareció en su cara, ya que entrecerró otra vez los ojos y, al mismo tiempo que echaba el bajo vientre hacia adelante y hacia atrás, sacudía despacio y con arrobo la cabeza mientras, a los costados del cuerpo, las manos hacían unos extraños movimientos lentos. Toda esa actividad súbita, excepción hecha quizás de los retorcimientos de lengua, me recordaron ciertas danzas colectivas que había visto algunas veces bailar a los esclavos africanos en el puerto de Buenos Aires, y tardé unos segundos en comprender que la sensación de extrañeza que causaban las contorsiones de la monjita, asimilables de algún modo a una danza, provenía de que, aparte del chirrido entrecortado de la saliva, las realizaba en medio del más completo silencio. El rosa de sus mejillas se encendió más todavía y, a causa del esfuerzo que le costaba producir saliva se propagó por toda su cara, pero cuando me volví hacia la madre superiora, que había abandonado todas sus reticencias respecto de mi persona y me miraba con una expresión de impotencia y de súplica, me fue fácil comprobar que el tinte rojizo, de vergüenza y de confusión quizás en el caso suyo, había ganado también su cara. El exabrupto de sor Teresita me fue de todas maneras de gran utilidad, ya que me permitió mostrar ante la madre superiora una gran calma, que no me abstuve de exagerar, para sugerirle lo corriente que parecía, ante los ojos de la ciencia, la conducta de la monjita. Cuando vi que a pesar de su pretendido éxtasis la hermanita de cuando en cuando nos observaba con disimulo para ver el efecto que su manera de comportarse producía en nosotros, me eché a reír, lo que desconcertó a la madre superiora pero no así a la monjita que abandonó su extraña actitud y después de contemplarnos durante unos instantes satisfecha y jovial, avanzó hacia nosotros. Han pasado treinta años desde aquella mañana, pero todavía hoy veo patente en mi recuerdo su manera curiosa de desplazarse, arqueándose de un modo imperceptible, echando el torso hacia adelante y las nalgas ligeramente hacia atrás, los brazos plegados con los codos hacia afuera y las manos que se cruzaban rítmicas a la altura del ombligo, contoneándose un poco, y a pesar de la fragilidad aparente de sus formas, adoptando, a causa de sus movimientos, de su expresión y de su agilidad, el aire viril de un muchachito. Se plantó con desparpajo a un metro de nosotros y, sacudiendo el índice de la mano izquierda encogido hacia adentro para significarme que me acercara, tratando con firmeza afable de convencerme, como cuando se le habla con paciencia a un niño que no parece dispuesto a obedecer, me dijo: Ven que te la chupe. Con una exclamación, entre excedida y horrorizada, y aunque ya debía haber asistido a escenas semejantes muchas veces, la madre superiora se precipitó fuera de la habitación, pero con los locos yo había conocido situaciones mucho peores, y debo confesar que había algo cómico en el contraste entre la crudeza de la monjita y el recato excesivo de la madre superiora, incapacitada para ver las cosas desde un ángulo médico de modo que, sin inmutarme en lo más mínimo, y tratando de no mostrarme para nada escandalizado, encaré a la monjita con mi mejor sonrisa, explicándole que no había venido para eso, sino para ocuparme de ella en tanto que médico, y que como íbamos a vivir juntos de ahora en adelante era mejor que mantuviéramos buenas relaciones. Echándose a reír, sacó otra vez la lengua y, golpeteándosela un poquito con un dedo, me dijo después de hacerla desaparecer en la boca: ¿Así que no…? Le prometí que pasaría a verla esa semana y salí de la habitación. Mientras la madre superiora cerraba con llave, sor Teresita fue a colocarse en la ventana, detrás de la reja y, con tono alegre y juguetón, como si se tratase de un secreto que compartíamos los tres, empezó a decir en voz baja una serie espantosa de obscenidades, describiendo actos voluptuosos que supuestamente la madre superiora y yo nos disponíamos a cometer y de los que, sin haberlo merecido, ella estaba excluida. Cuando llegamos a su habitación, vi que la madre superiora tenía los ojos llenos de lágrimas y, apiadándome de ella, traté de consolarla explicándole que la demencia no debía ser juzgada por la moral ni considerada con nuestras categorías habituales de pensamiento. Al cabo de un momento, la madre superiora pareció sosegarse y al despedirme de ella noté que su actitud hacia mí había cambiado, ya que daba la impresión de haber depuesto su desconfianza. Sin embargo, cuando nos separamos, persistió en mí la sensación desagradable de que la madre superiora no me había dicho toda la verdad acerca de la monjita.

Un testimonio inesperado me lo confirmaría unos días más tarde. Enterado de mi presencia en la ciudad, el doctor López, un médico local amigo de la familia Parra, me invitó a visitarlo, por cortesía por cierto, pero también para debatir conmigo algunos temas importantes para el ejercicio correcto de nuestra profesión, y con el fin de efectuar una consulta sobre un par de casos difíciles que él venía tratando desde tiempo atrás en el hospital. Ese hospital, que había sido de los jesuítas, y que desde su regreso a América, si mis informaciones son exactas, les fue restituido, estaba en aquellos años a cargo de los franciscanos, que lo habían por decir así anexado al convento vecino. Si algo puede dar una idea de la pobreza general que reinaba en esa ciudad, y de la que sólo unas pocas familias estaban al abrigo, es el hecho de que el Cabildo, el hospital y la cárcel funcionaban en el mismo edificio, un largo chorizo, como suele llamar la ironía idiomática local a toda construcción de una planta que, paralela o vertical a la vereda, se prolonga en una interminable fila de habitaciones, o en dos, separadas por un patio y unidas al frente por el cuerpo principal del edificio. En este edificio, en forma entonces de U recta, la fachada, en la que estaban instalados el gobierno, la administración y un pequeño destacamento de policía, ocupaba una cuadra entera sobre la plaza principal, y de las dos alas que se extendían en los fondos hacia el río, una alojaba el hospital y la otra, que era como su reflejo más sombrío del otro lado de patio, la cárcel y la aduana.

Una vez que terminamos de examinar, entre una quincena de enfermos con los cuales no había problemas porque a simple vista se advertía que no habría de todos modos solución, los dos o tres casos espinosos que habían requerido una consulta, mi colega, un hombre ya mayor que me impresionó por su evidente experiencia y por su perspicacia, mirando a su alrededor como si temiese cometer una indiscreción, me dijo que había otro caso que quería someterme, pero que lo examinaríamos en una habitación contigua a la sala común, donde tenía el consultorio. Dicho esto, le hizo una seña a un enfermero de quien caí en la cuenta que, mientras efectuábamos la visita a la sala común, había estado rondándonos con insistencia. El enfermero salió de inmediato del consultorio y, a través de una ventana, lo vi cruzar rápido el patio en dirección a la cárcel. Apenas estuvimos instalados en su consultorio, mi colega me explicó las razones de tanto misterio: como ya todo el inundo sabía que yo había venido a la ciudad a buscar a sor Teresita para internarla en Las tres acacias, el enfermero, que era primo del supuesto violador de la monja, había suplicado al doctor que escuchara la versión, muy diferente de la que habían difundido las autoridades eclesiásticas, que daba de los hechos el jardinero del convento. Únicamente esas versiones contradictorias habían aplazado el fusilamiento del jardinero, pero los que lo defendían no habían logrado alejar de un modo definitivo esa amenaza. El doctor López estaba convencido de que el jardinero decía la verdad, y tenía total confianza en el primo, que era su colaborador principal desde hacía años. Una pequeña fracción del clero, sobre todo entre los franciscanos, lo sostenía, pero la Iglesia se negaba a admitir que la conducta de la monjita, puesto que la hipótesis de una intervención del demonio había sido rechazada, se debiese a causas por decir así naturales aunque inexplicables y prefería, tal vez con el fin de que el pecado de alguien exterior a la Iglesia explicara los hechos, sostener la culpabilidad del jardinero. El médico me dijo que el jardinero reconocía haber tenido relaciones carnales con la monjita, pero negaba del modo más enérgico, por no decir con horror, haberla violentado y, sobre todo, insistía en que, si se había encontrado en circunstancias que podían considerarse sacrílegas, había sido en forma inesperada y contra su voluntad.

A los pocos minutos pude escuchar, con mayores detalles, esa versión de los hechos de la boca misma del jardinero. A pesar de los meses de cárcel que llevaba padeciendo, su aspecto era el de un hombre vigoroso y sus maneras las de un individuo honrado, y debía ser más joven de lo que su aire agobiado por la situación lo hacía aparentar. Su relato me resultó bastante verosímil, sobre todo en su descripción del modo de actuar de la monjita, ya que coincidía mucho con varios casos similares que habíamos tratado con el doctor Weiss, y el jardinero no podía haber inventado por sí mismo ciertos detalles característicos de ese tipo de alienación. En la transcripción que haré de sus palabras me veré en la obligación, como creo haberlo ya advertido más arriba, de emplear algunos términos y giros que pueden sonar demasiado crudos a ciertos oídos que, con no poca indulgencia hacia sí mismos, se consideran respetables, pero es necesario tener en cuenta que, en las enfermedades del alma, el vocabulario y la conducta de los sujetos que las padecen difieren por completo de los de las personas sanas. (El uso del latín, apropiado para un tratado científico, me parece inapto en el caso de esta memoria personal, que se dirige a lectores hipotéticos de los que no puedo prejuzgar si serán o no hombres de ciencia, detalle por otra parte secundario en lo relativo al presente manuscrito. Pero como reflexión más general: ¿cuál puede ser el objeto de poner en latín ciertas partes del cuerpo y ciertos actos que, al margen no sólo del latín sino de todo lenguaje, humanos y animales utilizan y realizan todos los días?)