Cuando salimos de la habitación el señor Parra me interrogó con la mirada para conocer mi opinión sobre el estado de su hijo, y con toda sinceridad le respondí que como la experiencia había demostrado que los estados de estupor no se prolongaban demasiado, y que como a primera vista las condiciones físicas del joven Prudencio no parecían demasiado deterioradas, tal vez se podía esperar en los meses venideros alguna mejoría. (A decir verdad, esa mejoría se verificó apenas emprendimos el viaje hacia la Casa de Salud, ya que, casi en el momento mismo en que abandonamos la ciudad, nuestro paciente salió del estado estuporoso. Más adelante consignaré en detalle su extraña evolución.)

El señor Parra me mostró su casa, ya que no había podido hacerlo la noche anterior por la hora tardía de mi llegada y yo, por discreción, me había abstenido de recorrerla esa mañana mientras los dueños dormían. Las clásicas hileras de habitaciones abriéndose sobre galerías que formaban patios cuadrados -en las habitaciones de atrás dormían los esclavos- no me reservaban ninguna sorpresa, pero en los fondos había una quinta bien cuidada aunque asolada por el frío excesivo y un buen plantel de árboles frutales, del que sobresalían mandarinos, naranjos y limoneros cargados de fruta. Conversando, comimos unas mandarinas dulces y heladas al pie del árbol, y cuando volvimos al interior, la sorpresa que no había podido darme la construcción convencional de la casa, la recibí entrando en una de las habitaciones, contigua al comedor, amueblada con bastante gusto y dotada de una abundante biblioteca. Algunos paisajes locales, ejecutados por una mano hábil pero sin genio, adornaban las paredes, y un busto de Voltaire nos observaba desde una repisa. Comprendí de pronto que había tenido la suerte de hospedarme en casa de una familia ilustrada y moderna, situación rarísima en esas provincias apartadas y en aquella época. (La situación no ha mejorado actualmente. Nota de M. Soldi.) La discreción, por no decir la timidez del señor Parra, lo inducía a no mostrarlo demasiado, y acaso también mi reputación en tanto que colaborador del doctor Weiss y mis estudios en Europa, pero durante las semanas en las que las circunstancias me obligaron a parar en su casa, pude descubrir la vivacidad y la sensatez de sus ideas y el clima agradable que reinaba en el seno de su familia, a la que la enfermedad del joven Prudencio había causado una sincera tristeza. Los cuadros de la biblioteca eran de mano del propio señor Parra lo cual, cuando lo supe, me hizo juzgarlos de manera más favorable, y no sé si me parecieron mejores porque habían sido ejecutados por un aficionado que nunca había realizado estudios de pintura, o por la simpatía que me merecían el autor y su familia. Las múltiples actividades comerciales del señor Parra, que le habían permitido adquirir una fortuna considerable, no le impedían cultivarse a sí mismo al mismo tiempo que su huerto y su jardín, y su modestia genuina era injustificada si se tiene en cuenta el acierto de sus opiniones generales, rasgo rarísimo en un hombre de fortuna, ya que me ha sido posible observar más de una vez, por haberlos frecuentado en dos continentes, que los ricos sustentan una alta opinión de sí mismos y que, por una inexplicable transposición, están convencidos de que su habilidad para ganar dinero los autoriza a pontificar tantos temas que desconocen, ya sean artísticos, políticos o filosóficos.

Mientras el señor Parra se iba a cumplir con sus obligaciones, me dirigí al cuartel para averiguar si mis compañeros de viaje estaban bien instalados. Los dos soldados, habituados a la vida militar, ya se habían fundido con el resto de la tropa -nombre quizás demasiado pretencioso para el puñado de hombres mal armados y casi en harapos que la constituían- pero Osuna estaba de mal humor y pretendía no haber dormido en toda la noche, a causa del ruido y del ajetreo constante que reinaban en la cuadra. Lo que llamaban la cuadra era un antiguo edificio de adobe y tejas, en bastante mal estado pero lo suficientemente amplio como para permitir que durante las noches unos cuarenta hombres pudiesen extender sus pertrechos rotosos en el suelo apisonado y echarse a dormir ya que, como lo sabría más tarde, los casos especiales, como los enfermos o los desertores, eran expedidos al hospital o a la cárcel, instalados en un edificio un poco más grande que se encontraba a cien metros del primero. El descontento de Osuna parecía justificado, porque las condiciones de alojamiento eran de lo más precarias pero, por venir frecuentándolo desde tiempo atrás, yo sabía que el carácter un poco especial de nuestro guía podía inducirlo, sin que él mismo se diese cuenta, a exagerar los motivos de sus protestas. Debe quedar claro para mis futuros lectores, si los tengo alguna vez, que esta observación no rebaja en nada las muchas y excelentes cualidades de Osuna, de quien la lealtad, la eficiencia sin par, la inteligencia, el sentido práctico y la abnegación sobresalen entre tantas otras, pero que, no sé si por deformación profesional o por alguna otra cosa, me es imposible no conjeturar sobre los rasgos de carácter que motivan, más allá de las razones verídicas que ellas mismas aducen, las opiniones y los modos de actuar de las personas con las que trato. El innegable saber de Osuna en todo lo relativo a la inmensa llanura, que a los treinta y cinco años más a menos que tenía para esa época ya conocía al detalle hasta en sus rincones más apartados, lo ponía en una situación ventajosa pero incómoda, que el sabio o el artista quizás puedan comprender ya que, semejante a la ciencia del desierto que practicaban Osuna u otros como él, el sabio y el artista deben tratar la mayor parte del tiempo con gente que, si bien saca provecho de su actividad, es incapaz de estimarla en forma correcta. Dejando de lado el hecho de que los otros no se detenían a pensar en los sacrificios que había costado su adquisición, ese saber, que en Osuna constituía una verdadera ciencia de lo invisible, lo ponía a veces en situaciones bastante forzadas, tales como tratar con superiores que, o bien no le acordaban el respeto que merecía y se limitaban a aprovecharse de su saber, o bien por el contrario le tenían una consideración excesiva, dándole un trato especial que lo aislaba entre los soldados y la gente de su medio. A causa de las muchas incomodidades que le acarreaban sus conocimientos, Osuna se había formado un carácter especial, que lo hacía sentirse oscuramente distinto de los demás, induciéndolo a separarse de ellos y a concentrarse, como si fuera un ideal ascético, en los mil detalles de lo exterior. Por haberlo tratado durante años, he podido notar que únicamente en el desierto se encontraba a gusto. Lo que me asombraba de él era ver, cuando hacíamos noche en algún puesto y se dejaba tentar por el aguardiente, cómo la fachada de impasibilidad iba resquebrajándose en su cara oscura y filosa, mientras sus ojitos achinados emitían unos destellos rápidos y cambiantes que delataban las pasiones que durante el día disimulaba tan bien, la vanidad, la arrogancia incluso en lo relativo a su oficio, los celos que le impedían reconocer que algún otro guía de calidad, aparte de él, existiese en la llanura, sus esfuerzos, bastante torpes por otra parte, por ser todo el tiempo el centro de la reunión, los aires de superioridad con que escuchaba y observaba a los otros gauchos, soldados, etcétera, que podían compartir un pedazo de carne asada con los viajeros en las noches vacías de la llanura. Pero mucho más me asombraba, a la mañana siguiente, verlo montar, fresco y bien dispuesto, con decisión su caballo; lacónico, enérgico, sin dejar transparentar en su cara, a diferencia de unas horas antes, ninguna emoción, ningún sentimiento, como no sea la voluntad de retomar el camino, avanzando gracias a los mil mensajes, únicamente legibles para él, que le mandaba a cada paso lo real. Igual que cada vez que se quejaba de algo ante mí, Osuna me respondió que no valía la pena cuando le propuse remediar la situación: al parecer, con que yo escuchara sus quejas le bastaba.

La duración de nuestra estadía en la ciudad dependía de la llegada de dos enfermos, uno que venía de Asunción del Paraguay y el otro de Córdoba, que se sumarían a los dos de la ciudad, el joven Prudencio Parra y una religiosa que, según nos informó por carta la madre superiora, había caído en la demencia después de haber sido violentada por el jardinero del convento. El hombre estaba en la cárcel y la hermana seguía en el convento, pero su estado de agitación constante convenció a las autoridades religiosas locales de que debían recurrir al doctor Weiss para resolver el problema. En los últimos meses, una correspondencia abundante había sido intercambiada entre Las tres acacias y las familias de los cuatro enfermos, para llegar a un acuerdo definitivo sobre las condiciones de traslado, internación, tratamiento, honorarios, etcétera, y esas largas negociaciones habían motivado nuestra venida a la ciudad de donde, una vez reunidos los cuatro pacientes, más la escolta y todo lo necesario para el viaje, partiría la caravana. Al principio se había proyectado realizar el viaje por agua, pero el cargamento especial que debíamos transportar disuadió a los pocos marinos italianos cuyos barcos disponían de algunas comodidades para hacerlo. También nosotros éramos reticentes al traslado de los locos por vía fluvial porque, a menos que los mantuviésemos encerrados todo el tiempo en la bodega, ese río imprevisible podía ser peligroso para los enfermos. Finalmente, con el acuerdo explícito de las familias, y como resultado de negociaciones llevadas personalmente por el doctor Weiss, se adoptó la solución del viaje por tierra, sin dudar ni un instante de que, creciendo durante semanas hora tras hora, el río, cuya compañía habíamos rechazado, saliendo de su lecho, vendría a buscarnos por propia iniciativa para imponernos sus leyes rigurosas.

Para comodidad de los enfermos, habíamos alquilado cinco carretones de ésos que utilizan los viajantes que recorren los espantosos caminos de ese inmenso territorio, para ir a comerciar desde Buenos Aires hasta Chile, del otro lado de la cordillera. Esos carretones, tirados no por un par de bueyes como las carretas de carga sino por caballos, dotados hasta de puerta y ventanas, están arreglados en su interior como pequeños recintos que son a la vez dormitorio y sala de estar, de lo más estrechos y elementales por supuesto, pero con las comodidades necesarias para soportar las travesías sin término del desierto, y sobre todo permitir un descanso más o menos razonable en cada alto del camino. Cuatro de esos carretones estaban destinados a los enfermos y el quinto me correspondía, aunque me hubiese conformado con una tienda de campaña para compartir la suerte de la tropa que nos acompañaría. Esos carretones pertenecían todos al mismo propietario, un hombre de negocios de Buenos Aires que comerciaba con el Tucumán, Córdoba y Mendoza, con varias ciudades chilenas, y con todas las del litoral, donde debía competir con el transporte fluvial, hasta Asunción del Paraguay, de donde su familia era originaria. Las condiciones de alquiler fueron muy favorables, porque uno de los enfermos pertenecía a la familia del propietario. Una parte de la escolta partiría de la ciudad, que se encontraba a mitad de camino entre Asunción y Buenos Aires, y como también el camino de Córdoba pasaba muy cerca, esa ciudad era el punto obligado de reunión. Calculamos que el viaje hasta la Casa de Salud duraría unos quince días, ya que trataríamos de no forzar demasiado la marcha para no fatigar más de lo razonable a nuestros pacientes, pero los distintos obstáculos que se fueron presentando, y las graves vicisitudes que nos desviaron de nuestro camino, que nos inmovilizaron y que hasta nos hicieron retroceder, multiplicaron casi por tres esa duración.