Al rato nos tiramos a dormir lo más cerca posible del brasero, en camas improvisadas en el suelo bien barrido del rancho, contra la tierra que el frío intenso y seco endurecía y, como pude comprobarlo a la mañana, volvía lustrosa y azulada. Antes de acostarme, para desembarazarme de los efectos del aguardiente que, por cortesía, hubiese sido impensable rechazar, salí a refrescarme un poco en el aire de la noche. Había una luna redonda y clara que, blanqueando la llanura, creaba una ilusión perfecta de continuidad entre el cielo y la tierra; la luz abundante y pálida producía una penumbra al mismo tiempo grisácea y brillante y las pocas cosas que, puestas en su lugar por manos humanas -un árbol, un aljibe, los troncos horizontales, irregulares y paralelos del corral-, interferían el espacio vacío parecían cobrar en esa ilusión de continuidad una consistencia diferente de la habitual, igual que si los átomos, que según el ilustre sabio griego y el meticuloso poeta latino, maestros de mi maestro y por lo tanto míos, las componen, hubiesen perdido cohesión, delatando el carácter contingente no únicamente de sus propiedades, sino sobre todo de mis nociones sobre ellas y quizás de todo mi ser. De nítidos que podían presentarse a la luz del día, bien perfilados y constantes en el aire transparente, sus contornos se volvían inestables y porosos, agitados por un hormigueo blancuzco que parecía poner en evidencia la fuerza irresistible que inducía a la materia a dispersarse para irse a mezclar, reducida a su más mínima expresión, con ese flujo impalpable y grisáceo en el que se confundían la tierra y el cielo. Un tumulto me sacó de mi ensueño: en el corral, los caballos se movían, alarmados quizás por mi presencia, pero cuando avancé unos pasos cortando el aire frío en su dirección pude comprobar que mi persona les era indiferente, porque el breve rumor que habían creado unos segundos antes, no sólo no creció, sino que pareció calmarse con mi proximidad. Me quedé un rato inmóvil, cerca de ellos, tratando de no hacer ningún ruido para no alarmarlos, escrutando la penumbra plateada a la que mis ojos se habituaron poco a poco, y pude comprender que lo que de tanto en tanto los hacía removerse, resoplar con levedad y producir un rumor apagado de cascos indecisos, era el intento que hacían de apretujarse un poco más unos contra otros para protegerse mutuamente del frío, formando una masa oscura y anónima de aliento, carne y palpitaciones, no tan distinta al fin de cuentas de la que habíamos formado los jinetes un rato antes alrededor del brasero, solidarios en la misma sinrazón que nos había hecho existir porque sí, frágiles y perecederos, bajo la luna inexplicable y helada.

Al día siguiente al atardecer, llegamos por fin a la ciudad. Ni una nube, en el azul palidísimo del cielo, nos acompañó en nuestro último día de viaje, pero cuando íbamos llegando, hacia el oeste unos celajes finos, inmóviles contra el disco enorme y rojo del sol que se hundía en el horizonte, fueron cambiando de color, amarillos primero, anaranjados, rojos, violetas y azules hasta que, cuando alcanzamos, después de cruzar los dos brazos en que se divide el río Salado cuando va a volcarse en el Paraná, los primeros ranchos miserables de las afueras, el aire estaba negro porque todavía no había subido la luna y en los aleros o en el interior de los ranchos empezaban a brillar los primeros faroles. Después de acompañarme a la casa en la que me alojaría, que encontramos sin dificultad por ser sus propietarios una de las principales familias de la ciudad, Osuna y los soldados se dirigieron al cuartel donde estaba previsto que les darían cama y comida por lo que durase nuestra estadía. La familia Parra me esperaba sin saber el día exacto en que llegaría, y debo reconocer que la acogida que sus miembros me brindaron, aun sabiendo que debería permanecer en su casa varias semanas, fue de lo más agradable, a lo que contribuía quizás el alivio de saber que venía a llevarme al primogénito, caído en estado de estupor desde hacía meses, para internarlo en Las tres acacias. Como llegué cuando ya era de noche, el joven estaba durmiendo, de modo que pospuse el examen para el día siguiente, y después de la cena y de un interrogatorio exhaustivo por parte de los demás miembros de la familia acerca de las novedades eventuales que podía traer de Buenos Aires e incluso de la Corte, me condujeron por fin a una habitación limpia y ordenada donde me habían preparado una cama confortable. Meditando antes de dormirme sobre la hospitalidad casi indiscreta de tan efusiva que me brindaban, y que durante toda mi estadía resultó de lo más agradable, me di cuenta de que el tedio de la vida monótona que llevaban en ese caserío que parecía perdido en el fin del mundo debía ser una de las causas principales.

A la mañana siguiente, me levanté bastante temprano, feliz de saber que ese día no me esperaban horas de cabalgata y, como los dueños de casa al parecer seguían durmiendo, me fui a pasear por la ciudad. Cruzando el gran río en varias horas de navegación, ya la había visitado tres o cuatro veces en compañía de mi padre, diez o quince años antes, viniendo desde la Bajada Grande del Paraná, más allá de la red atormentada de islas y riachos que separan, a algunas leguas de distancia, las dos orillas principales. Como mi lugar natal era un caserío exiguo amontonado en la cima de la barranca que dominaba el río, a cada visita la ciudad me parecía grande, agitada y colorida, y sus habitantes personas distinguidas, bien instaladas en el mundo y entregadas todo el tiempo a ocupaciones importantes, pero ahora que volvía después de tantos años, habiendo hecho un rodeo por Madrid, Londres, París y aun Buenos Aires, mi mirada, ante la que tantas verdaderas ciudades habían desfilado, la reducían a sus justas proporciones; y como suele ocurrir con casi todo, la ciudad de la que me había quedado una imagen invariable en la memoria, había ido achicándose en la realidad, como si las cosas exteriores viviesen a la vez en varias dimensiones diferentes. La ciudad real eran unas cuantas manzanas tendidas alrededor de la plaza, formando calles rectas de arena, la mayoría sin veredas, que corrían paralelas o perpendiculares al río; un par de iglesias, un cabildo, un edificio largo que era a la vez aduana, cárcel, hospital y destacamento de policía, casas de una planta con techo de tejas y ventanas con rejas tan bajas que parecían salir del suelo mismo y también árboles frutales, naranjos, mandarinos y limoneros cargados de frutos, higueras y durazneros pelados por el frío, nísperos, campitos de tunas, acacias enormes, jacarandáes, lapachos, palos borrachos, ceibos, y muchos sauces llorones que delataban la omnipresencia del agua. Huertos y corrales se abrían en los patios traseros. En las afueras, las casas de ladrillo o adobe y tejas eran más escasas, y los ranchos más espaciados, más sucios y más miserables, pero en el centro, en las inmediaciones de la plaza, se abrían varios comercios, y las calles que formaban el perímetro de la plaza estaban empedradas. En la vieja iglesia de San Francisco, que indios convertidos habían contribuido a levantar y a decorar, había un convento, y cinco o seis cuadras atrás del cabildo, una casa que albergaba algunas monjas. De los cinco o seis mil habitantes, muy pocos parecían haber salido de sus casas esa mañana, a causa del frío quizás, pero como sabía que toda la riqueza de que disponía la ciudad, ganado, madera, algodón, tabaco, pieles, provenía del campo, era evidente que a esa hora temprana había poco y nada que hacer en las calles heladas y desiertas. Alrededor de la plaza, todos los comercios estaban todavía cerrados. Fui a pasear por el lado del río, y vi unos hombres que pescaban a caballo, entrando en el agua con una red extendida por dos jinetes que la arrastraban contra el fondo y después, plegándola con un movimiento vigoroso, la tiraban hasta la orilla, donde dejaban caer los pescados que se retorcían en la arena. Uno de los pescados efectuó una contorsión tan violenta y desesperada que, elevándose hasta una altura considerable, cayó otra vez en el agua y no volvió a aparecer, lo que le pareció a los pescadores un hecho de lo más cómico que celebraron con carcajadas interminables y ruidosas.

Mi paseo había sido demasiado matinal, porque cuando volví a casa de los Parra apenas si eran las ocho y media, y la familia recién se estaba levantando. Nos instalamos, el señor Parra y yo, en una habitación grande, contigua a la cocina, que servía sin duda de comedor para los días ordinarios, y una joven negra nos cebaba mate y nos iba trayendo pasteles tibios desde la cocina. La noche anterior habíamos cenado en un comedor un poco más lujoso, que debía servir para las grandes ocasiones, pero en la habitación más modesta en que estábamos desayunando, la proximidad de la cocina hacía que la atmósfera fuese más caldeada y agradable, a causa de los fogones contiguos que en invierno debían estar casi siempre prendidos. Apenas abordamos el tema de su hijo Prudencio, el señor Parra se prestó con franqueza y docilidad a mi interrogatorio.

El joven Prudencio Parra, que acababa de cumplir los veintitrés años, había caído desde hacía algunos meses en un estado de estupor intenso que a decir verdad era el punto culminante de una serie de ataques que con el tiempo fueron volviéndose cada vez más graves. El joven Prudencio había empezado a comportarse de manera singular a partir de la pubertad, pero sólo en los últimos dos o tres años su conducta podía ser considerada como un estado de alienación. Lo que al principio habían sido simplemente rarezas fueron degenerando poco a poco en locura. A los trece o catorce años se encerraba días enteros en su cuarto y llenaba cuadernos y cuadernos de reflexiones morales como él las llamaba, para, unos meses más tarde, hacer con ellos y otros papeles ennegrecidos por su escritura casi ilegible una enorme fogata en el fondo de la casa y declarar que a partir de ese día iba a dedicarse con todo su ser a las obras de beneficencia, pero esas alteraciones de humor no habían inquietado a la familia, que las atribuía a los excesos súbitos pero efímeros de pasión que son propios de la juventud. La propensión a los saltos de humor parecía por otra parte inherente a su temperamento, ya que desde la primera infancia, sus cambios repentinos, que nadie tomaba en serio, habían sido observados no únicamente por la familia, sino también por los criados -que, esclavos o no, estaban prácticamente incorporados a la familia- a tal punto que la inestabilidad del joven había pasado a formar parte de la tradición de anécdotas humorísticas de la casa. Pero a partir de los dieciocho años más o menos, las cosas se habían vuelto más serias, y la gravedad de su estado se hizo evidente. Sus accesos de melancolía fueron volviéndose cada vez más frecuentes y más agudos. Varios médicos, instalados en la ciudad o de paso por la misma, lo habían examinado y puesto en tratamiento, sin obtener ningún resultado visible. El señor Parra era un hombre demasiado sensato como para creer en los rumores de posesión diabólica o de brujería que corrían por la ciudad, y no precisamente entre las capas menos acomodadas de la población, pero fue lo bastante escrupuloso como para no ocultármelos e incluso comunicarme todos sus pormenores, lo que me permitió comprobar una vez más cómo con los esfuerzos de la ciencia por sacar a los hombres del dolor y de la ignorancia, conviven todavía, no únicamente en las regiones apartadas del planeta, sino también hasta en los reinos supuestamente esclarecidos de Europa, la superstición y el oscurantismo que, en el caso del joven Prudencio, como si no bastara con su penosa enfermedad, añadían la difamación y la calumnia. Según el señor Parra un frenesí de estudios filosóficos se apoderó de Prudencio, de modo que se lo pasaba leyendo noche y día, y cuando hubo agotado las bibliotecas locales, que no eran ni muchas ni muy variadas, encargaba libros de Córdoba, de Buenos Aires o de Europa, con tales deseos de recibirlos que cuando estaba esperando algunos iba todos los días al puerto a preguntar en los barcos que llegaban si no estaban sus libros. Pero al cabo de cierto tiempo, una especie de desaliento se apoderó de él, y lo que antes había sido puro entusiasmo, energía y exclamaciones, se transformó en desgano, en abatimiento, en suspiros. Empezó a quejarse de que la naturaleza no le había otorgado las facultades que requiere el estudio de la ciencia y la filosofía, y que únicamente un orgullo insensato y desmedido lo había hecho incurrir en el error de compararse con los grandes genios benefactores de la humanidad como Platón y Aristóteles, Santo Tomás y Voltaire. Según pude deducir del relato del señor Parra, el tema de su ineptitud para el estudio atormentó a Prudencio durante varios meses, y poco a poco atribuyó a esa supuesta ineptitud una serie de faltas irreparables que imaginaba haber cometido, de modo tal que al cabo de un tiempo empezó a sentirse responsable de las desgracias o meros contratiempos que ocurrían en la ciudad, así como también de aquellos de los que se enteraba por las gacetas que llegaban de Buenos Aires o de la Corte. Cuando ese sentido excesivo del deber no lo agobiaba hasta el punto de llevarlo a un estado de postración que duraba semanas enteras, y durante el cual no había forma de sacarlo de su habitación y algunas veces hasta de la cama, le daban verdaderos ataques de febrilidad, en los que por todos los medios le parecía necesario actuar de inmediato para impedir que ciertas catástrofes, sobre las que era imposible obtener de él más explicaciones, se produjeran. Varias veces, según el señor Parra, había buscado prendas harapientas y sucias, de preferencia aquéllas que habían pertenecido a los esclavos pero que se encontraban en tal estado que los esclavos mismos habían dejado de usarlas, y, descalzo y con la cabeza descubierta, se iba por las calles a leer en las esquinas algún escrito supuestamente filosófico que él mismo había redactado en términos incomprensibles; según el señor Parra, la escritura de Prudencio había cambiado por completo y su caligrafía diminuta y aplicada, y aun así ilegible, de la adolescencia, se había transformado en una letra enorme, inconexa, tan suelta, inflada y temblorosa que no más de veinte o treinta palabras entraban en un folio. En general la gente se apiadaba de él y lo traía de vuelta a la casa, pero una vez unos sujetos mal entretenidos que no tenían domicilio fijo y vagabundeaban por las afueras, lo habían llevado con ellos para divertirse a su costa, y lo abandonaron después en medio del campo, donde había errado toda la noche, porque la partida que salió a buscarlo recién logró dar con él al día siguiente. Me dijo el señor Parra que cuando lo encontraron, Prudencio no parecía de ningún modo contrariado por los vejámenes a que lo habían sometido, sino que más bien era la suerte de los vagabundos lo que lo inquietaba e insistía mucho, emocionándose casi hasta las lágrimas, sobre la miseria que los había obligado a ponerse al margen de la sociedad. Cuando una semana más tarde la policía atrapó a dos miembros de la banda que habían vuelto a la ciudad como si nada pero que unos vecinos reconocieron, y que después de recibir unos buenos latigazos fueron estaqueados en un campito de los arrabales, Prudencio fue a visitarlos y a implorar a las autoridades para que los largaran. Con el tiempo, esos accesos fueron pasando, y una tristeza cada vez más honda se apoderó de él. (El señor Parra me precisó que durante ese período su caligrafía volvió a cambiar, empequeñeciéndose otra vez, pero de un modo tan exagerado que se volvió ilegible. Desde ese momento por otra parte dejó de escribir por completo, me informó el señor Parra.)