Salimos entonces una madrugada de junio: Osuna, que era nuestro guía, dos soldados que nos escoltaban, y yo que, todavía enredado en el sueño de la noche impaciente que acababa de transcurrir, castañeteando los dientes a causa del frío, como en ciertas madrugadas de mi infancia, no lograba afirmar el galope de mi caballo para ponerme a la par de mil compañeros de viaje. Siempre adelantándosenos un poco, envuelto en su poncho a rayas verdes y coloradas Osuna, rígido sobre su silla, mantenía el galope regular de su caballo sin que ninguna actitud visible desde el exterior denotara su dominio sobre el animal. De las vicisitudes variadísimas que constituyeron nuestro viaje, esa imagen sin contenido particular, neutra por decirlo así, treinta años más tarde, es la que con más frecuencia, nítida, me visita: Osuna galopando paralelo al sol naciente que, al subir desde el lado del río, nimbaba de rojo el costado derecho del jinete y del caballo mientras el perfil izquierdo permanecía todavía borroneado en la sombra. Esa imagen es más y menos que un recuerdo ya que, independiente de mi voluntad, vuelve con su nitidez primera en las situaciones más diferentes y en los momentos más inesperados del día, y si algunas noches, cuando yazgo en la oscuridad con la cabeza apoyada en la almohada, la cortina negra del sueño, antes de cerrarse del todo, es lo último que deja entrever, ciertas mañanas, cuando después de tanto tiempo de haber desertado de mí ya la tenía casi olvidada, es lo primero que aparece, con tanta fuerza renovada que podría decirse que es ella la que arrastra consigo al universo entero, haciéndolo bailotear, por lo que dure el día, en el teatro de la vigilia. (La constancia de esa imagen primordial -lo primero que vi en la luz del día al comienzo de mi viaje- se explica por el estado de exaltación en que me encontraba, causado por la confianza que el doctor Weiss había depositado en mí al poner en mis manos la suerte de esos enfermos. Más tarde me enteraría de que el doctor obró en ese sentido con sabia deliberación. Las tribulaciones del viaje no desmintieron la exaltación de la partida, pero al regreso, en no pocas oportunidades, mi entusiasmo fue mitigado por la circunspección.)

A veces, desviándonos un poco hacia el este, nos acercábamos al río, y a veces era el río el que se acercaba a nosotros. La crecida de invierno era visible en la anchura inusitada del lecho y en la corriente que bajaba hacia el sur, arrastrando islas de camalotes, troncos, ramas, animales ahogados. De tanto en tanto alguna embarcación avanzaba a duras penas río arriba, y alguna balsa cargada de mercaderías, alejándose de la orilla donde había sido amarrada para pasar la noche, era dirigida por sus tripulantes hacia el centro del río para dejarla arrastrar por la corriente. Aún con el sol alto, el frío no disminuía, y hasta media mañana podíamos sentir los cascos de los caballos quebrar la escarcha y las briznas de pasto grisáceo vitrificadas por el frío. Hacia el oeste, cada mañana, incluso cuando ya habíamos llegado, al cabo de varios días, cerca de nuestro destino cien leguas al norte, casi hasta mediodía los campos vacíos seguían espolvoreados de una capa blanca de helada. Dos veces dormimos a la intemperie o, mejor dicho, intentamos dormir; apretujados alrededor de un fuego insignificante que el sereno helado daba la impresión de asfixiar, al cabo de algunas horas, cuando nos parecía que los caballos habían descansado lo suficiente, ateridos y soñolientos, nos pusimos en marcha otra vez. En la oscuridad de la noche, el firmamento gélido en el que las estrellas coaguladas por el frío ni siquiera titilaban, nos envolvía por todos lados, tan inmediato y aplastante, que una noche tuve la impresión inequívoca de que estábamos en uno de sus rincones más remotos, insignificantes y efímeros. Apenas despuntaba el alba, el aire de un rosa azulado parecía inmovilizarnos en el interior de una semipenumbra glacial, sensación que contribuía a acrecentar la monotonía adormecedora del paisaje, pero el sol ya alto lo volvía cristalino, y todo era preciso, brillante y un poco irreal hasta el horizonte que, por mucho que galopáramos, parecía siempre el mismo, fijo en el mismo lugar, ese horizonte que tantos consideran como el paradigma de lo exterior, y no es más que una ilusión cambiante de nuestros sentidos.

Una sola perspectiva me martirizaba aunque, desde luego, traté por todos los medios, para no perder autoridad, de que no transparentara hacia el exterior: que alguno de los balseros, que en los pequeños ríos que afluyen desde el oeste al Paraná transportan a los viajeros de orilla a orilla, estuviese ausente, porque en ese caso me vería obligado a cruzar a nado o en una de esas inmanejables pelotas de cuero que se dan vuelta al menor movimiento. Pero si no había balseros en todos los ríos, las balsas estaban en su lugar, y de las postas en las que pernoctamos, dos no estaban lejos del agua. De esas postas, una sola era un verdadero albergue, poco confortable por cierto, pero por lo menos instalado en un rancho limpio, grande y sólido, porque los otros eran no más estables que una ruina y sin duda más sucios y destartalados. En uno de ellos el puestero estaba enfermo de borracho y tuvimos que sacudirlo varias veces para que se enterara de nuestra presencia, que al parecer lo estimuló un poco y le dio suficiente energía como para ponerse de pie. El alcohol, que ya lo había quemado por dentro, estaba también carcomiéndolo por fuera, de modo que pensé que vivía en un estado de terror corriente en esa clase de borrachos, porque se pasaba todo el tiempo mirando hacia la puerta y cualquier ruido lo hacía sobresaltar, e incluso tres o cuatro veces en menos de una hora salió del rancho y se puso a escrutar el horizonte, pero después, con los primeros tragos de aguardiente que volvían al parco Osuna conversador y a veces hasta charlatán, el guía me explicó que el puestero, que estaba totalmente solo en medio del campo, tenía miedo de que los indios lo atacaran.

Al día siguiente en la posta grande, comiendo un buen asado que el puestero preparó en el patio, además del frío y de la crecida de invierno, que ya estaba amenazando todas las postas instaladas a lo largo del río, la conversación versó en especial sobre el cacique Josesito, un indio mocobí que se había alzado tiempo atrás con un grupo de guerreros y andaba atacando los puestos, las poblaciones y las caravanas. La gente de la posta y los viajeros que pernoctaban en ella conocían muchas historias del cacique, de las que era difícil saber si habían ocurrido de verdad o eran meras leyendas que se le atribuían. Después de oír varias anécdotas, uno de los soldados que nos escoltaban declaró, con una especie de orgullo estimulado por el aguardiente, que él había conocido a Josesito en las Barrancas, cuando el cacique era todavía manso, y que tres años antes, cuando una compañía de soldados había escoltado a unos frailes y a varias familias hasta Córdoba, Josesito, que por aquel tiempo era un cristiano ferviente, y vivía en una reducción al sur de San Javier, formaba parte de la escolta. Según el soldado, cuyo lenguaje áspero y un poco confuso traduzco a un idioma más claro y coherente, era a causa de una especie de querella religiosa que Josesito había desertado de la civilización declarándole la guerra a los cristianos. Osuna, que cuando había tomado y se ponía a hablar y a contar historias no veía con buenos ojos que alguien lo interrumpiera y, sobre todo, que se convirtiera a sus expensas en el centro de la reunión, se empecinó en contradecirlo, negando con la cabeza mientras el otro hablaba, y cuando por fin recuperó la palabra, afirmó que Josesito, con el que se había cruzado varias veces, tenía la costumbre de aliarse por interés y después disputarse por las mismas razones con los cristianos, y que él, Osuna, aparte de los caballos, de las mujeres blancas y del aguardiente no le conocía otra religión. Terciando mientras hacía pasar con los dientes de una comisura de los labios a la otra el cigarro que emergía de una barba blanca y bien recortada, bastante limpia si se tienen en cuenta los hábitos de la región, el puestero dijo que el cacique era valiente y, por lo que creí entender de lo que contaba, muy desconfiado y susceptible, que desde criatura había sido muy sensible a la arrogancia de los cristianos, de los que el más mínimo gesto o palabra que él consideraba fuera de lugar lo ofendía. Según se desprendía de las palabras del puestero, el hecho mismo de que esos cristianos existiesen ya le parecía humillante al cacique: con su mero existir, los blancos instalaban, para todos los que no fuesen ellos, a estar con Josesito, el desprecio. El, el puestero, lo conocía casi desde que había nacido, porque el padre, el cacique Cristóbal, que sí era manso y quería que a Josesito lo educaran los curas, solía venir seguido al puesto de compras y lo traía con él. Pero desde chico nomás Josesito no quería saber nada con los blancos. Ya a los trece o catorce años, si cuando venía al negocio algún blanco hacía alguna alusión a su persona o lo abordaba de un modo que a él le parecía incorrecto, le dirigía una mirada asesina. No toleraba ninguna familiaridad y, desde luego, no le tenía miedo a nadie ni a nada. Ya de grande -el puestero hacía como treinta años que lo conocía-, se había vuelto irritable, hosco y, cuando, según las propias palabras del puestero, se le iba la mano con el aguardiente, brutal y pendenciero. Pero era inteligente y, con la gente que apreciaba, pacífico. Como se había puesto de un modo voluntario al margen de la sociedad, y como su mal carácter era legendario, la gente le atribuía todas las crueldades que cometían los indios alzados, los desertores y los matreros. Con los curas había aprendido a tocar el violín, y a pesar de que a los quince o dieciséis años, a la muerte de su padre, desapareció de la reducción y se volvió al desierto por primera vez para vivir a la usanza india, aunque después volvió con los blancos y se volvió a ir, y así varias veces, nunca se separaba de su instrumento, para el que había hecho una agarradera de cuero a un costado de la silla, y cuando montaba en pelo lo llevaba terciado en la espalda. Después del asado, el porrón de aguardiente pasaba de mano en mano mientras conversábamos, sentados en el rancho alrededor de un enorme brasero, tapados con dos o tres ponchos de entre cuyos pliegues de tanto en tanto salían pares de manos rugosas de callos y sabañones y se estiraban con las palmas hacia abajo por encima de las brasas. Cuando el puestero dejó de hablar, durante unos segundos nadie, ni siquiera Osuna, lo siguió en el uso de la palabra, y ese silencio prolongado y un poco molesto parecía tener una explicación que se me escapaba, pero cuando por fin alguien lo rompió, comprendí que, salvo yo, todos los que acababan de oírlo consideraban que el puestero había hecho de Josesito, quien sabe por qué razón, una pintura demasiado favorable. Cuando se lo comenté al día siguiente, apenas nos pusimos en camino, Osuna, que se había vuelto otra vez lacónico gracias a tres o cuatro horas de sueño que le habían hecho pasar el efecto del aguardiente, sugirió en forma de lo más elíptica y sibilina que el puestero debía comerciar con el cacique y que por eso lo defendía. La noche antes, cuando el puestero había hecho silencio, y nos quedamos todos un poco cohibidos en la luz insuficiente y triste de los faroles, el desacuerdo de la asistencia con lo que acabábamos de escuchar se puso de manifiesto cuando tomó la palabra uno de los presentes, un viajero arropado en su poncho gris y cuyos ojos llameaban, tal vez por el reflejo de las brasas, bajo el ala del sombrero negro encajado hasta la mitad de la frente. Instalado inmóvil junto al fuego, como si su cuerpo excesivamente abultado por las prendas superpuestas que lo cubrían para protegerlo del frío fuese una porción más densa de la penumbra que los faroles no lograban disipar, únicamente la boca y el espeso bigote negro que le cubría el labio superior flanqueando curvo las comisuras se estremecían mientras sin contradecir de un modo explícito al puestero, quizás por cortesía ya que después de todo, y aunque a cambio de dinero, el puestero le estaba dando hospitalidad, o por pura timidez quizás, como si estuviese refiriéndose a otra persona y no al mismo indio que el puestero acababa de evocar, empezó a contar sucesos relativos al cacique Josesito que, si bien confirmaban de un modo general lo que el puestero había dicho de su temperamento, echaban por tierra en cambio su pretendido comportamiento pacífico. Es verdad que existían ciertas estancias, ciertas caravanas y ciertos puestos que las bandas del cacique no atacaban, dijo el hombre, pero no había que ver en eso ninguna prueba de buena voluntad o de compasión, sino un cálculo puramente táctico que estaba en relación con sus movimientos de ataque y de retirada, con sus planes de ilusión destinados a engañar a las autoridades, y con sus necesidades de abastecimiento. Si no incendiaba ciertas estancias y ciertos puestos era porque le servían para abastecerse en pequeña escala en sus correrías, y al mismo tiempo podía utilizarlos para mostrarse en ellos y dar de ese modo una imagen pacífica de su persona. Pero los tres o cuatro afortunados que habían escapado por milagro y que eran los únicos sobrevivientes de sus masacres, incontables y particularmente odiosas, lo habían visto dirigir los ataques, reconociéndolo justamente por el estuche de violín terciado en la espalda. Uno de los sobrevivientes, que era músico, circunstancia que le salvó la vida pero que le valió un cautiverio de ocho meses, del que se libró por pura casualidad, contó a las autoridades que después de alguna matanza Josesito acostumbraba pasearse entre las ruinas humeantes y los cadáveres mutilados y todavía calientes, tocando el violín. Según el músico, dijo el hombre, Josesito tocaba muy bien y tenía un repertorio de lo más variado, que había aprendido con los curas de la reducción, y junto con el violín conservaba con mucho cuidado una buena cantidad de partituras. Según el hombre, el relato del músico confirmaba lo que había dicho el puestero, a saber que era un indio hosco, susceptible, atormentado. Rara vez se lo oía reír, y aun con sus guerreros, que sin embargo lo idolatraban y se encaminaban sin vacilar a la muerte por él, era receloso y distante. Según el hombre el cacique era por demás extraño, y el músico había contado que una noche, borracho, Josesito había empezado a amenazarlo y a referirse con desprecio a la música de los cristianos, simulando que iba a tirar las partituras al fuego y que iba a hacer pedazos el violín. El hombre dijo que según el músico, al indio parecía ponerlo furioso no que la música de los cristianos fuera tan mala como él pretendía, y que gozara de una reputación inmerecida, sino más bien que fuese buena y que a él, Josesito, le gustara tanto, poniéndolo en una situación humillante, como un vicio o una debilidad.