El que no ha visto como yo en un anochecer lluvioso de invierno una de esas ciudades perdidas de la llanura, cuando las primeras luces vacilantes comienzan a encenderse, y todo lo visible se iguala enterrado bajo la doble capa de la noche y de la intemperie, quizás cree haberla experimentado alguna vez, pero no conoce de verdad la tristeza. Acorralados por la inundación como estábamos, también la prisión del mundo, reforzada por ese cerco de agua, férrea, se duplicaba. De no ser por la simpatía de la familia Parra, por las conversaciones apasionantes con el doctor López, y sobre todo con el señor Parra, aparte de las frases banales y de los saludos banales intercambiados al pasar con la gente de la ciudad que ya se estaba acostumbrando a mis paseos cotidianos, ningún afecto verdadero me ligaba con nadie. Ese sentimiento de soledad se hacía más fuerte todavía cuando en las mañanas claras podía distinguir, más allá de las leguas de islas y agua que me separaban de ellas, las colinas de Entre Ríos, en las que había jugado toda mi infancia. Pero por sobre todo extrañaba la compañía estimulante y vivaz del doctor Weiss, las largas conversaciones de sobremesa atravesadas por los chispazos constantes de su genio y de su ironía; él constituía mi verdadera familia, no porque yo renegase de los de mi sangre, sino porque a través de él descubrí un nuevo parentesco, el que une a todos aquellos que, diferenciados por rasgos propios del nivelamiento sin brillo que imponen a veces los lazos de sangre, buscan al margen de esos lazos nuevas afinidades que comprendan y fecunden esas diferencias. Y puedo decir que las únicas dos amables alegrías personales que experimenté durante mi estadía en la ciudad, fueron las dos largas cartas del doctor que los rodeos laboriosos de un correo más que irregular trajeron hasta mí. En la primera de ellas sobre todo, el doctor me explicaba que el traslado de los enfermos hubiese podido organizarse de otra manera, sin requerir mi participación en el viaje, pero que él prefirió mandarme para alejarme un tiempo de su lado, porque según el doctor yo estaba demasiado acurrucado bajo su sombra, y él deseaba que, llevando a bien la tarea riesgosa y difícil que me encomendaba, yo fuese capaz de volar con mis propias alas. Al leer esas líneas generosas, me llené de orgullo y de alegría, y supe al fin que el verdadero maestro no es el que quiere ser imitado y obedecido, sino aquél que es capaz de encomendar a su discípulo, que la ignoraba hasta ese momento, la tarea justa que el discípulo necesita.

Aparte de esas dos cartas que aún hoy me acompañan, las pocas novedades que lograban penetrar en la ciudad tenían un rasgo común: eran todas malas. El norte y el oeste, por donde debían aparecer por fin, si alguna vez aparecían, mis enfermos, sólo soportaban dos o tres males, la lluvia, el frío y la inundación, pero en el sur, es decir en la dirección que debíamos tomar apenas estuviésemos listos, una calamidad suplementaria se agregaba: el cacique Josesito. Con cada nuevo mensajero, nuevos desmanes de su banda, en los que nunca faltaba el inevitable concierto de violín sobre ruinas humeantes y cadáveres martirizados, nos eran referidos con todos sus insoportables pormenores. Cuando Osuna oía estos relatos, arrugaba la frente y chupaba más hondo y con más frecuencia, mordiéndolo más fuerte que de costumbre, su cigarro. Tardó unos días en explicarme, ante mi insistencia desde luego, el motivo de su inquietud: a causa de la inundación, toda la línea de postas entre el Paraguay y Buenos Aires había desaparecido, y no únicamente el Paraná sino todos sus afluentes venían crecidos, de modo que las tierras estaban inundadas bien adentro hacia el oeste, lo que nos obligaría a hacer un largo rodeo en campo abierto por el noroeste antes de dirigirnos hacia el sur, o sea que deberíamos viajar en pleno desierto donde no había ni postas ni caminos, y donde justamente señoreaban el cacique Josésito y su banda de indios alzados. A Osuna le sobraban ciencia y valor para conducirnos por campo abierto, de manera que no era el miedo lo que le hacía arrugar la frente, sino la preocupación profesional que calculaba de antemano, estimando al mismo tiempo las posibilidades de sortearlos, los obstáculos que el camino nos interpondría y de los cuales el cacique Josesito parecía ser el principal. De modo que una mañana, dos o tres días después de nuestra conversación, me anunció que salía a explorar los alrededores para ver cómo se presentaban las cosas, y desapareció durante una semana. Cuando volvió, las perspectivas no eran por cierto más tranquilizadoras, pero sí más precisas que antes de su partida.

Había galopado primero hacia el norte hasta encontrar los carromatos que bajaban del Paraguay. Venían retrasados pero llegarían, según los cálculos de Osuna, si ningún accidente los demoraba, unos cinco días más tarde. Osuna me entregó una carta en la que un colega de Asunción me informaba de la presencia de un enfermo suplementario en la caravana. El jefe de la misma debía entregarme una suma de dinero que cubría los gastos de internación en la Casa de Salud durante un año. Osuna me informó también acerca de los carromatos destinados a los otros enfermos; los había en número suficiente y todo parecía en orden. También había ido al encuentro de la gente que venía de Córdoba. Avanzaban mucho más rápido porque viajaban a caballo, pero habían salido con demasiado atraso de la ciudad, aunque Osuna ignoraba cuáles eran las razones. En cambio, no parecía haber ningún enfermo entre ellos. Es verdad que los había cruzado rápido, cuando bajaba hacia el sur para saber cosas más precisas sobre Josesito, de modo que no había podido entrar en más detalles con ellos, pero se encontró ante un pequeño grupo de jinetes que galopaban con mucha animación, despreocupación y libertad por el desierto y cuyo jefe, que parecía un hombre rico y autoritario, pero que le había hecho un par de bromas que fueron acogidas con risotadas por los otros jinetes, le había querido dar unas monedas por las molestias que según él suponía el hecho de haber ido a su encuentro, pero él, Osuna, las había rechazado y había seguido galopando hacia el sur. No me costó mucho adivinar que a pesar del aire displicente que adoptaba al contármelo, Osuna se había sentido molesto y hasta un poco humillado por la falta de tacto desconcertante de ese grupo de jinetes. Y por último, internándose en dirección al sur, había hecho algunas indagaciones sobre las correrías del cacique y de su banda, y no sólo había escuchado diversos testimonios, sino que alcanzó a ver incluso los signos de una masacre reciente: un par de carros carbonizados y varias osamentas limpiadas no hacía mucho por tigres, caranchos y hormigas. Tales fueron las novedades que Osuna me trajo de vuelta de sus siete días de cabalgata.

En los casi dos meses de estadía en la ciudad, el frío cejó un poco solamente un par de días para pasar, a través de un corredor tormentoso, de un tiempo glacial y pálido, seco y soleado, a un invierno gris, penetrante y lluvioso. Las cortas horas diurnas transcurrían en una penumbra grisácea, y hasta el horizonte cercano, bajo un cielo oscuro, todas las cosas visibles relumbraban apagadas, saturándose de agua. En las calles cercanas al río era posible pasear bajo la lluvia, porque el agua endurecía el suelo arenoso, pero en la parte de la ciudad opuesta a la costa, hacia el oeste, un barro chirle y re vuelto, pegoteándose a las botas, dificultaba la marcha; y en una calle de las afueras, vi una mañana a un caballo resbalar varias veces seguidas, más peligrosamente cuanto más trataba de afirmarse, hasta dar un panzazo sonoro contra el barro chirle y rojizo, y quedarse sacudiendo sin resultado las patas en el aire y emitiendo unos extraños ruidos de los que no se sabía si venían de la garganta o de la nariz y si eran relinchos o quejidos. De noche, el ruido de la lluvia, goteando espesa y continua, o irregular y entrecortada cuando amainaba un poco, podía oírse no únicamente en el espacio cercano que el oído alcanzaba, sino también en la vasta noche imaginaría, que parecía abarcar el universo entero, tan negra y fría que daba la impresión de provenir, más allá de los sentidos y del pensamiento, de un lugar improbable, exterior al espacio mismo que ocupaba.

Una mañana, dos o tres días después de la vuelta de Osuna, el señor Parra en persona, muy temprano, vino a llamar a mi puerta: un hombre que había llegado de Córdoba la noche anterior quería hablar conmigo de manera urgente. Según el señor Parra, por la forma de vestir parecía una persona importante y -esto lo dijo bajando la voz y un poco amoscado- probablemente acostumbrada a mandar. Por el tono del señor Parra me di cuenta de que el visitante lo había ofendido en algo y me acordé de la historia que me había contado Osuna acerca de las monedas, así que me apresuré a vestirme, porque el señor Parra, que en general era tolerante y afable, parecía haberse impacientado con el visitante y prefería que yo me hiciese cargo de él lo antes posible. Con una mirada de reconocimiento, en la que traté de poner en evidencia cuánto lamentaba los trastornos que le estaba acarreando mi estadía en su casa, lo invité a entrar, y mientras terminaba de vestirme lo interrogué más a fondo sobre el personaje que había venido a sacarme de la cama, sin ningún escrúpulo, a una hora tan temprana en esa mañana helada y lluviosa: el señor Parra, deponiendo su orgullo y superando con estoicismo su malhumor, me contestó que cuando la sirvienta fue a anunciarle la visita, al parecer muy impresionada por el personaje, él se había desplazado para recibirlo personalmente en la puerta de calle. Vestido con una elegancia meticulosa a esa hora tan temprana y por ese tiempo imposible, erguido y corpulento, muy seguro de sí mismo y trayendo un libro en la mano con el dedo índice metido entre las páginas para no perder la que estaba leyendo, había que reconocer, dijo el señor Parra, que producía un efecto inmediato y contundente. Sus modales un poco altaneros, él los atribuyó a la timidez que producen a veces los desconocidos estimulando una soberbia pasajera que expresa menos cierta desconfianza hacia los demás que hacia sí mismo. Como pidió hablar de manera urgente con el doctor Real, ya que tenía que consultarlo sobre un asunto de la máxima importancia, el señor Parra lo hizo pasar en seguida a su estudio y el visitante, dejando de prestarle atención, con una actitud que podía parecer descortés, empezó a examinar la biblioteca, emitiendo de tanto en tanto algunos sonidos de los que era difícil saber si expresaban aprobación o rechazo, y sacudiendo la cabeza, por momentos de modo afirmativo y más tarde negativo o dubitativo. Era con toda seguridad un hombre de ciencia y si su conducta podía parecer un tanto indelicada, no había hasta ese momento ningún reproche preciso para hacerle. Salvo que, cuando el visitante percibió el busto de Voltaire, sacudió la cabeza como podría hacerlo un médico ante un enfermo irrecuperable y, emitiendo una risita sarcástica, dejó escapar en forma involuntaria, pero con un tono de lo más grosero y despectivo, la palabra bribón. Eso había sido demasiado difícil de soportar para el señor Parra que, anunciándole a su visitante que salía a buscarme, había venido a golpear a mi puerta.