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Llegó a la entrada de la glorieta y se detuvo, los pasos de la mujer y la respiración del perro a sus espaldas.

– No lo esperábamos -dijo Josefina; hizo un ruido impaciente, una lejana alusión a la risa-. El señor desaparece sin avisar, no avisa tampoco cuando vuelve.

Larsen continuó frente a la forma ojival de la entrada de la glorieta, mirando la piedra de la mesa y los asientos, con las manos en los bolsillos, un poco torcido el cuerpo, aguardando a que la luna trepara un poco más por encima de su hombro derecho.

– Es tarde -dijo la mujer-. No sé cómo bajé a abrirle.

Larsen acarició en el bolsillo el mensaje de Angélica Inés, pero no lo sacó. Dos ventanas doradas brillaban en la casa.

– Venga, si quiere, mañana. Ahora es muy tarde. -Él conocía aquel tono de provocación y espera.

– Avisale que estoy. Me mandó una carta invitándome a comer en la casa.

– Ya sé. Hace tres días. La llevé yo misma al Belgrano. Pero ahora está acostada y enferma.

– No importa. Tuve que ir a Santa María porque me llamó el señor Petrus. Decile que le traigo noticias del padre. Aunque sea unos minutos; tengo que hablar con ella.

La mujer repitió el sonido que recordaba una risa. Larsen, con la cabeza echada hacia atrás, miraba las luces de la casa, se empeñaba en anular el tiempo que lo separaba del momento de pisar lo que era suyo, de acomodarse al lado del fuego en un alto sillón de madera, por fin de regreso.

– Está enferma, le digo. No puede bajar y usted no puede subir. Es mejor que se vaya porque tengo que cerrar.

Entonces Larsen se volvió lentamente, dudoso, excitando el odio. Vio a la mujer, pequeña, con la cara llena de luna, que le sonreía sin separar los labios.

– Se me hacía que no iba a volver más -murmuró ella.

– Traigo un mensaje del padre. Algo de verdadera importancia. ¿Subimos?

La mujer avanzó un paso y esperó a que las palabras y, un segundo después, su significado, murieran endurecidos, se disolvieran como sombras en el aire blanco. Después se puso a reír de verdad, sofocada y desafiante. Larsen comprendió; tal vez no él mismo: su memoria, lo que había permanecido arrinconado y vivo en él. Alargó una mano, rozó con el dorso la garganta de la mujer y después la dejó quieta y pesada sobre un hombro. Oyó que el perro gruñía y se levantaba.

– Está enferma y ya deber dormir -dijo Josefina. Se movió apenas, cuidando no espantar la mano, obligándola a aumentar su peso-. ¿No quiere irse? ¿No tiene frío aquí fuera?

– Hace frío -aceptó Larsen.

Ella, siempre sonriendo, entornados los pequeños ojos brillantes, acarició al perro para tranquilizarlo. Se acercó a Larsen, transportando la mano en el hombro, tan seguramente como si la llevara sujeta. Hasta que él se inclinó un poco para besarla, recordando imprecisamente, reconociendo con los labios un ardor y una paz.

– Imbécil -dijo ella-. Todo este tiempo. Imbécil.

Larsen movió complacido la cabeza. Le miraba, como en un reencuentro, los ojos cínicos y chispeantes, la gran boca ordinaria que mostraba ahora los dientes a la luna. Balanceando la cabeza, la mujer midió con asombro y regocijo la estupidez de los hombres, el absurdo de la vida, y volvió a besarlo.

Conducido por su mano, Larsen franqueó el límite que marcaba la glorieta en el centro del jardín, anduvo casi tocando la desnudez de las estatuas, conoció olores nuevos de plantas, de humedades, del horno para pan, de la enorme pajarera susurrante. Llegó a pisar las baldosas del piso de la casa, bajo la alta superficie de cemento que separaba las habitaciones de la tierra y el agua. El dormitorio de la mujer, Josefina, estaba allí mismo, al nivel del jardín.

Larsen sonrió en la penumbra. «Nosotros los pobres», pensó con placidez. Ella encendió la luz, lo hizo entrar y le quitó el sombrero. Larsen no quiso mirar el cuarto mientras ella iba y venía, ordenando cosas o escondiéndolas; quedó de pie, sintiendo en la cara el viejo, olvidado fulgor de la juventud, incapaz de contener la también antigua, torpe y sucia sonrisa, alisándose sobre la frente el escaso mechón de pelo grisáceo.

– Ponete cómodo -dijo ella con voz tranquila, sin mirarlo-. Voy a ver si quiere algo y vuelvo. La loca.

Salió apresurada y cerró la puerta sin ruido. Entonces Larsen sintió que todo el frío de que había estado impregnándose durante la jornada y a lo largo de aquel absorto y definitivo invierno vivido en el astillero acababa de llegarle al esqueleto y segregaba desde allí, para todo paraje que él habitara, un eterno clima de hielo. Hizo aumentar su sonrisa y su olvido; con furor y entusiasmo se puso a examinar el cuarto de la sirvienta. Se movía rápidamente, tocando algunas cosas, alzando otras para mirarlas mejor, con una sensación de consuelo que compensaba la tristeza, olisqueando el aire de la tierra natal antes de morir. Allí estaban, otra vez, la cama de metal con los barrotes flojos que tintinearían con las embestidas; la palangana y su jarra de loza verde, hinchando el relieve de las anchas hojas acuáticas; el espejo rodeado por tules rígidos y amarillentos; las estampas de vírgenes y santos, las fotografías de cómicos y cantores, la ampliación a lápiz, en un grueso marco ovalado, de una vieja muerta. Y el olor, la mezcla que nunca podría ser desalojada, de encierro, mujer, frituras, polvos y perfumes, del corte de tela barata guardado en el armario.

Y cuando ella volvió, con dos botellas de vino claro y un vaso y cerró suspirando la puerta con la pierna para separarlo a él del frío mayor de la intemperie, de las uñas y los gemidos del perro, de tantos años gastados en el error, Larsen sintió que recién ahora había llegado de verdad el momento en que correspondía tener miedo. Pensó que lo habían hecho volver a él mismo, a la corta verdad que había sido en la adolescencia. Estaba otra vez en la primera juventud, en una habitación que podía ser suya o de su madre, con una mujer que era su igual. Podía casarse con ella, pegarle o marcharse; y cualquier cosa que hiciera no alteraría la sensación de fraternidad, el vínculo profundo y espeso.

– Hiciste bien, dame un trago -dijo, y aceptó entonces sentarse en el borde de la cama.

Bebió con ella del único vaso y trató de emborracharla mientras oponía al torrente de mentiras, preguntas y reproches, tantas veces oído, la sonrisa distraída y altiva que le habían permitido usar por unas horas. Después dijo: «Vos te callas», y apartó cuidadoso la jarra con hojas y flores para quemar en la palangana el salvoconducto a la felicidad que le había firmado el viejo Petrus.

No quiso enterarse de la mujer que dormía en el piso de arriba, en la tierra que él se había prometido. Se hizo desnudar y continuó exigiendo el silencio durante toda la noche, mientras reconocía la hermandad de la carne y de la sencillez ansiosa de la mujer.

Se despidió de madrugada y silabeó todos los juramentos que le fueron requeridos. Llevándola del brazo, flanqueado por ella y por el perro, recorrió hacia el portón el increíble silencio ya sin luna y no quiso volverse, ni antes ni después del beso, para mirar la forma de la casa inaccesible. Al final de la avenida, dobló hacia la derecha y se puso a caminar en dirección al astillero. Ya no era, en aquella hora, en aquella circunstancia, Larsen ni nadie. Estar con la mujer había sido una visita al pasado, una entrevista lograda en una sesión de espiritismo, una sonrisa, un consuelo, una niebla que cualquier otro podría haber conocido en su lugar.

Caminó hasta el astillero para mirar el enorme cubo oscuro, por mandato; hizo un rodeo para husmear silencioso la casilla donde había vivido Gálvez con su mujer. Olió las brasas de la leña de eucalipto, pisoteó huellas de tareas, se fue agachando hasta sentarse en un cajón y encendió un cigarrillo. Ahora estaba encogido, inmóvil en la parte más alta del mundo y tenía conciencia en el centro de la perfecta soledad que había supuesto, y casi deseado, tantas veces en años remotos.

Primero oyó el rumor; vio en seguida la luz amarillenta, aguda, en las hendijas geométricas de la casilla. El ruido fue al principio una ciega, aguda protesta de cachorros; después, a medida que él iba cometiendo el error de enterarse, se hizo humano, casi comprensible, imprecatorio. Tal vez la luz siniestra le dijera más que el grito sofocado e incesante; cerró los ojos para no verla y continuó fumando hasta que le ardieron los dedos. Él, alguno, hecho un montón en el tope de la noche helada, tratando de no ser, de convertir su soledad en ausencia.

Se alzó dolorido y fue arrastrando los pies hacia la casilla. Se empinó hasta alcanzar el agujero serruchado con limpieza que llamaban ventana y que cubrían en parte vidrios, cartones y trapos.

Vio a la mujer en la cama, semidesnuda, sangrante, forcejeando, con los dedos clavados en la cabeza que movía con furia y a compás. Vio la rotunda barriga asombrosa, distinguió los rápidos brillos de los ojos de vidrio y de los dientes apretados. Sólo al rato comprendió y pudo imaginar la trampa. Temblando de miedo y asco se apartó de la ventana y se puso en marcha hacia la costa. Cruzó, casi corriendo, embarrado, frente al Belgrano dormido, alcanzó unos minutos después el muelle de tablas y se puso a respirar con lágrimas el olor de la vegetación invisible, de maderas y charcos podridos.

Los lancheros lo despertaron antes del amanecer debajo del cartel Puerto Astillero. Averiguó que iban hacia el norte y le aceptaron sin esfuerzo el reloj en pago del pasaje. Acurrucado en la popa se dispuso a esperar que los hombres terminaron la carga. Se levantaba el día cuando encendieron el motor y gritaron frases de despedida. Perdido en el sobretodo, ansioso y enfriado, Larsen imaginaba un paisaje soleado en el que Josefina jugaba con el perro; un saludo lánguido y altísimo de la hija de Petrus. Cuando pudo ver se miró las manos; contemplaba la formación de arrugas, la rapidez con que se iban hinchando las venas. Hizo un esfuerzo para torcer la cabeza y estuvo mirando -mientras la lancha arrancaba y corría inclinada y sinuosa hacia el centro del río- la ruina veloz del astillero, el silencioso derrumbe de las paredes. Sorda al estrépito de la embarcación, su colgante oreja pudo discernir aún el susurro del musgo creciendo en los montones de ladrillos y el del orín devorando el hierro.

(O mejor, los lancheros lo encontraron, pisándolo casi, encogido, negro, con la cabeza que tocaba las rodillas protegidas por el untuoso prestigio del sombrero, empapado por el rocío, delirando. Explicó con grosería que necesitaba escapar, manoteó aterrorizado el revólver y le rompieron la boca. Alguno después tuvo lástima y lo levantaron del barro; le dieron un trago de caña, risas y palmadas, fingieron limpiarle la ropa, el uniforme sombrío, raído por la adversidad, tirante por la gordura. Eran tres, los lancheros, y sus nombres constan; estuvieron atravesando el frío de la madrugada, moviéndose sin apuros ni errores entre el barco y el pequeño galpón de mercaderías, cargando cosas, insultándose con amansada paciencia. Larsen les ofreció el reloj y lo admiraron sin aceptarlo. Tratando de no humillarlo, lo ayudaron a trepar y acomodarse en la banqueta de popa. Mientras la lancha temblaba sacudida por el motor, Larsen, abrigado con las bolsas secas que le tiraron, pudo imaginar en detalle la destrucción del edificio del astillero, escuchar el siseo de la ruina y del abatimiento. Pero lo más difícil de sufrir debe haber sido el inconfundible aire caprichoso de septiembre, el primer adelgazado olor de la primavera que se deslizaba incontenible por las fisuras del invierno decrépito. Lo respiraba lamiéndose la sangre del labio partido a medida que la lancha empinada remontaba el río. Murió de pulmonía en El Rosario, antes de que terminara la semana, y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero.)