EL ASTILLERO-VI
Ni en aquella noche ni en varias siguientes pudo Larsen encontrar a Gálvez. Se comprobó que no había hecho ninguna denuncia en el Tribunal de Santa María. No volvió a la casilla ni al astillero. En la gran sala aterida, sólo recibía a Larsen un Kunz monosilábico y apático, que tomaba mate mientras iba estirando con descuido antiguos planos azules de obras y maquinarias que nunca fueron construidas, o cambiaba de lugar las estampillas del álbum.
Kunz no se acercaba ya a la Gerencia General y Larsen no conseguía interesarse en el contenido de las carpetas. Sabía que se acercaba el fin, como puede saberlo un enfermo; reconocía todos los síntomas exteriores pero confiaba mucho más en el aviso que le daba su propio cuerpo, en el significado del aburrimiento y la abulia.
Aprovechaba con escepticismo las pocas energías matinales y lograba casi siempre distraerse unas horas, sin entender del todo, sin que esto le importara, con alguna historia de salvamento, de reparaciones, de deudas y pleitos. La luz gris y fría de la ventana iluminaba su resolución de mantenerse inclinado sobre aquellas historias de difuntos. Formaba las sílabas moviendo los labios, escuchaba el ruidito de la saliva en las comisuras.
Una o dos horas hasta el mediodía. Le era posible aún palmear la espalda de Kunz y seguirlo en el descenso por la escalera de hierro, disimulando, erguido y ancho, con una expresión pensativa pero en modo alguno derrotado.
Ahora cocinaba Kunz. Sin anunciarlo, sin haberse puesto de acuerdo con la mujer, una mañana Kunz hizo el fuego y le quitó de las manos la verdura que ella estaba limpiando. Hablaban, los tres, del tiempo, de los perros, de las raras novedades, de lo que el tiempo hacía en favor y en contra de la pesca y las siembras.
Pero por las tardes le era imposible a Larsen doblarse encima de las carpetas y modular en silencio las palabras muertas. Por las tardes la soledad y el fracaso se hacían sólidos en el aire helado y Larsen se abandonaba al estupor. Había tenido una esperanza de interés, de salvación y ya la había perdido: odiar a Gálvez, encontrar un fin en el odio, en la resolución de venganza, en el cumplimiento de la serie de actos necesarios para el desquite.
Por las tardes, los cielos de invierno, cargados o desoladamente limpios, que entraban por la ventana rota podían mirar y envolver a un hombre viejo que había desistido de sí mismo, que prestaba indiferente su cabeza para que la habitaran y recorrieran recuerdos mezclados, rudimentos de ideas, imágenes de origen impersonal. De dos a seis el aire mordía una cara de viejo, malsana, colgante, boquiabierta, con el labio interior estremecido por la respiración; se apoyaba grisáceo sobre el cráneo redondo, casi calvo, ensombrecía el mechón solitario aplastado en la ceja; exaltaba la nariz delgada y curva, triunfante de la decrepitud y la grasa de la cara. Isócrona, exangüe, la boca se estiraba hacia la base de la mejilla y volvía a empequeñecerse. Un viejo atónito, apenas babeante, con un pulgar enganchado en el chaleco, hamacando el cuerpo entre el asiento y el escritorio, como sacudido por un vehículo que lo arrastrara en fuga por caminos desparejos.
Y como todo tiene que cumplirse, algunos notaron que las lanchas que bajaban se iban despojando de los pequeños soles de las naranjas cosechadas al norte y en las islas; y otros, que la luz del mediodía entibiaba ahora las aguas de los bebederos y atraía a perros y gatos y a minúsculas moscas indecisas. Y otros notaron que algunos árboles persistían en hinchar yemas que la helada quemaría cada noche. Es posible que la carta haya tenido vinculación con aquellos misterios.
Era un jueves. Una lancha dejó la carta a la hora del almuerzo y Poetters, el patrón del Belgrano, la mandó al astillero con el mucamo. El muchacho estuvo apretando el timbre sin resultado y después subió hasta la gran sala del personal donde Kunz se aplicaba en copiar, en una vitela cuarteada, perfeccionándolo, un plano desvaído. Era el diseño, hecho diez años atrás, de una máquina perforadora que podía dar cien golpes por minuto. Kunz sabía que en el mundo remoto se vendían máquinas capaces de descargar quinientos golpes por minuto. Trabajaba siete horas diarias porque estaba seguro de que era capaz de mejorar el viejo proyecto que había descubierto mientras limpiaba un caño atascado. Estaba convencido de que, con algunas modificaciones, la perforadora podría, teóricamente, descargar ciento cincuenta golpes en sesenta segundos.
Recibió con hostilidad al mucamo y el sobre de la carta lo conmovió.
– Es para el señor Larsen -advirtió el muchacho.
– Ya leí -repuso Kunz-. Si estás esperando propina será mejor que vuelvas a fin de año. Si estás esperando otra cosa, yo no te la voy a dar. El muchacho murmuró un suave insulto con su voz chillona y se fue. Kunz quedó inmóvil, en el centro de la enorme sala, saliendo lentamente del asombro y la incredulidad, mirando con respeto, con superstición, con remordimiento, el sobre ordinario escrito a máquina, la estampilla vinosa y torcida Señor Gerente General de Petrus Sociedad Anónima. Puerto Astillero.
Aturdido, sin animarse a creer, sintiéndose indigno de esta creencia, arrimando el sobre a los ojos. Porque al principio, cuando Petrus lo autorizó a llamarse Gerente Técnico, aún llegaban algunas cartas, circulares y catálogos de distraídos fabricantes o importadores de maquinarias, oficios de bancos y oficinas de réditos que se mandaban de vuelta a la capital, a la Junta de Acreedores. Pero aquellas últimas pruebas de que el astillero existía para el mundo, para alguien más que los fantasmas de gerentes que aún albergaba, cesaron a los pocos meses. Y así, arrastrado por el escepticismo universal, Kunz fue perdiendo la fe primera, y el gran edificio carcomido se transformó en el templo desertado de una religión extinta. Y las espaciadas profecías de resurrección recitadas por el viejo Petrus y las que distribuía regularmente Larsen, no lograron devolverle la gracia.
Ahora ahí estaba, después de tantos años, indudable y en su mano, una carta que el mundo exterior enviaba al astillero, como una prueba irrebatible que pusiera fin a una disputa teológica. Un milagro que anunciaba la presencia y la verdad de un Dios del que él, Kunz, había blasfemado.
Deseoso de encender la fe ajena y calentar junto a ella la propia, entró en la Gerencia General sin golpear la puerta. Vio al viejo, estupefacto balanceándose detrás del escritorio, las manos inútiles sobre el desorden de las carpetas, los ojos protuberantes y sin preguntas. Pero Kunz no reparó en nada; puso el sobre en el escritorio, al alcance de la mano de Larsen, y sólo dijo, seguro de expresarlo todo:
– Fíjese. Una carta.
Larsen pasó de la nada a la soledad que ya no podía ser disminuida por los hombres ni por los hechos. Después sonrió y se puso a examinar el sobre. Hizo, en seguida, lo que Kunz había descuidado: examinó las letras del matasellos, fue leyendo en semicírculo el nombre de Santa María. Pensó con despego en Petrus mientras cortaba cuidadoso el sobre. Kunz se había acercado por discreción al viento de la ventana y cargaba su pipa. La primera palabrota le hizo volverse. De pie, resucitado y furioso, Larsen le ofrecía la carta. Kunz leyó, cada vez más lentamente, avergonzándose de haber creído.
«Señor Gerente General de Jeremías Petrus Sociedad Anónima: De mi consideración. Me tomo la libertad de distraerlo de sus preocupaciones para hacerle llegar mi renuncia al cargo de Gerente Administrativo que he desempeñado en esa empresa durante no sé cuánto tiempo con el general beneplácito de las fuerzas vivas del país. Hago también renuncia de los devengados sueldos atrasados que por distracción no cobré. Renuncio además a la alícuota tercera parte del fruto de todos los robos que usted ordene hacer en los depósitos. Me permito agregar que esta mañana no tuvieron más remedio que meter en la cárcel a don Jeremías Petrus, apenas bajó de la balsa, porque hace unos días hice la denuncia de la falsificación de títulos de que respetuosamente le informé en oportunidad. Yo estaba en el muelle con el funcionario policial y el señor Petrus fingió no verme. No podía aceptar, supongo, la existencia de tan negra ingratitud. Me dicen en Santa María que usted no es persona grata para esta ciudad. Lo lamento porque tenía la esperanza de que viniera a convencerme de que cometí un error y explicarme en detalle el maravilloso porvenir que disfrutaremos desde mañana o pasado. Nos hubiéramos divertido. A. Gálvez. »
– Qué maldito hijo de puta -murmuró Larsen con asombro, pensativo.
Kunz dejó caer la carta, se agachó para recoger el sobre con estampilla que Larsen había tirado al suelo, y regresó paso a paso a la sala, a la vitela celeste donde había estado dibujando.
Larsen supo en seguida qué debía hacer. Tal vez lo hubiera estado sabiendo antes de que llegara la carta o, por lo menos, estuvo conteniendo como semillas los actos que ahora podía prever y estaba condenado a cumplir. Como si fuera cierto que todo acto humano nace antes de ser cometido, preexiste a su encuentro con un ejecutor variable.
Sabía qué era necesario e inevitable hacer. Pero no le importaba descubrir el porqué. Y sabía, además, que era igualmente peligroso hacerlo o negarse. Porque si se negaba, después de haber vislumbrado el acto, éste, privado del espacio y de la vida que exigía, iba a crecer en su interior, enconado y monstruoso, hasta destruirlo. Y si acepta cumplirlo -y no sólo lo estaba aceptando sino que ya había empezado a cumplirlo-, el acto se alimentaría vorazmente de sus últimas fuerzas.
Estaba acostumbrado a buscar apoyo en la farsa. Estaba tan desesperado que no necesitaba testigos. Sonrió desafiante y piadoso, se quitó el sobretodo y el saco, admiró un instante la blancura hinchada de la sobaquera de hilo sobre la camisa deslucida. Después puso el revólver encima del escritorio y lo vació.
Sentado, meditativo, fingiendo empeño, estuvo haciendo caer el percutor hasta que empezó a declinar la sosegada tarde de fin de invierno; una vez y otra el dedo en el gatillo y él agazapado en el centro del silencio endurecido que lamían apenas perros, terneros, las bocinas lejanas balanceadas sobre el río.
Cerca de las seis, aterido, volvió a guardar las balas en el tambor y el arma en la sobaquera. Se puso de nuevo las ropas y apretó un timbre para llamar al Gerente Técnico. Asomado en la puerta, con la expresión un poco cansada y apacible de quien ha cumplido su deber en la jornada, Kunz lo vio ir y volver, cabizbajo, desde la ventana al conmutador telefónico, con las manos a la espalda, un hombro torcido, arrastrado sobre la frente el mechón peinado por las uñas. En Kunz, la reciente decepción religiosa había disminuido el flojo respeto por Larsen. Encendió el ronquido de la pipa y se dispuso a esperar en silencio, anticipadamente incrédulo. La cabeza de Larsen vino a detenerse próxima al hombro de Kunz y se fue alzando con lentitud. Kunz la encontró más vivaz y endurecida; se puso en guardia frente al brillo de los ojos y la crueldad senil de la boca.