«Ahora empieza» había estado pensando Larsen. Se inclinó nuevamente y dijo con una sonrisa casi triste:
– Ahora empieza.
Entonces ella contestó que sí con la cabeza y alzó una mano para pedirle que esperara. Hizo gemir la mesa al inclinarse y luego le escondió la cara con una sacudida.
Alguna música muy lejana llegaba en hilachas; atorado y forastero, un motor se acercaba por el Camino de las Tropas. Después ella se volvió lentamente, menos temible, con una mueca de niño y los ojos disminuidos por las lágrimas.
– Júreme que no me deja sola esta noche y le digo lo que quiere saber. Júreme que no me deja sola hasta que yo se lo pida.
– Sí -dijo Larsen y alzó los dedos. Ella vaciló mirándolo con desaliento.
– Está bien. Si se lo pedí fue porque quería creerle.
Encorvada, buscó un banco y fue a sentarse. Desde el almanaque Larsen la veía de perfil, sudorosa en el frío, como escuchando y con miedo de oír, como concentrada en el sabor del labio que sujetaba con los dientes. Estaba fea, despeinada y amarilla; pero Larsen la sentía más temible que nunca, secreta, intangible.
«Lo que se la está comiendo esta noche -sea lo que fuere, la barriga o los celos o lo que esta luz de luna la hizo ver de repente- lo está haciendo con su permiso, con su aprobación. Y mientras la come la alimenta. Tal vez esa luz de afuera le hizo recordar que es una persona, y, más a mi favor, una mujer. Se dio cuenta de que está viviendo en una casilla de perro, ni siquiera sola, sino vista y estorbada por un hombre, un extraño, cualquiera, porque ya no la quiere. No, al revés, porque se trata de una mujer aunque no parezca; un hombre que es un extraño porque ella ya no lo quiere. A lo mejor salió afuera por una necesidad y miró sin querer hacia aquí, hacia las tablas y las chapas, hacia los tres peldaños sujetos con cadena. Todo nuevo y desconocido bajo la luna. Tuvo que medir su miseria y su edad, el tiempo perdido, el poco que le queda para malgastar.»
– Cuando yo le diga que se vaya -dijo la mujer- usted se va y no dice nada a nadie. Si se encuentra con Gálvez no le dice que estuvo conmigo.
Se limpió la cara con una manga y la alzó repentinamente tranquilizada. El brillo del sudor parecía rejuvenecerla. Los ojos y la sonrisa no contenían nada más que una oferta de complicidad.
– Todavía no -murmuró-. Ahora estoy segura. Pero no importa, igual voy a cumplir. Todavía debe quedar de aquel coñac. Gálvez llega siempre borracho pero aquí no toma nunca. Me respeta. Me respeta -la segunda vez silabeó con lentitud, buscando el sentido de las dos palabras. Después hizo una risita y miró hacia la noche-. Sería bueno cerrar la puerta. Deme un cigarrillo. El título ya no está aquí y creo que tampoco lo tiene Gálvez. La verdad, yo ya había resuelto robarlo para dárselo a usted; pero él, de golpe, enloqueció y se puso a querer el papel ese como si fuera una persona. Lo estuve viendo no querer otra cosa en el mundo. Una cartulina verde. Estoy segura de que no hubiera podido seguir viviendo sin ella. Larsen le encendió el cigarrillo, taconeó trazando un laberinto para cerrar la puerta y buscar la botella; estaba debajo de la cama, destapada. Encontró un jarro de lata y lo trajo a la mesa; arrastró un cajón y fue doblando el cuerpo hasta quedar sentado. Puso el sombrero sobre las rodillas y encendió también un cigarrillo para él; no quería fumarlo sino verlo consumirse entre sus dedos, velando el brillo de las uñas limpias y engrasadas; no quería mirar a la mujer.
– Usted no toma, claro -se sirvió un chorro y compuso una expresión pensativa-. Así que el título no está. Y tampoco lo tiene Gálvez. ¿Kunz?
– ¿Qué le puede importar al alemán? -continuaba agazapada pero su cara era divertida y serena-. Sucedió esta tarde y yo no pude hacer nada, suponiendo que hubiera algo que quisiera haber hecho. Gálvez vino a eso de las tres del astillero y estuvo un rato sentado, sin hablar, mirándome a escondidas. Le pregunté si necesitaba algo y me dijo que no con la cabeza. Estaba ahí en la cama, sentado. Me asusté porque era la primera vez en mucho tiempo que tenía aire de sentirse feliz. Me estaba mirando como un muchacho. Me cansé de preguntarle y salí afuera para lavar; estaba tendiendo cuando vino de atrás y me acarició la cara. Acababa de afeitarse y se había puesto una camisa limpia sin pedírmela. «Ahora todo se va a arreglar», dijo; pero yo supe que sólo pensaba en él. «¿Cómo?», le pregunté. No hizo más que reír y tocarme; parecía, de veras, que todo se hubiera arreglado para él. Me emocionó verlo contento; no volví a preguntarle nada, lo dejé acariciarme y besarme todo el tiempo que quiso. Tal vez se estuviera despidiendo, pero tampoco eso le pregunté. Al rato se fue, no para el astillero sino por el camino de atrás de los hangares. Me quedé mirándolo porque parecía mucho más joven. Por la velocidad y el entusiasmo con que caminaba. Y justo cuando estaba por desaparecer se detuvo y volvió. Lo esperé sin moverme y a medida que se acercaba fui sabiendo que no se había arrepentido. Me dijo que se iba a Santa María para entregar el título al juzgado, creo, y hacer la denuncia. Me lo dijo como si a mí me importara mucho, como si lo hiciera por mí, como si aquéllas fueran las frases más hermosas que pudiera decirme y yo estuviera deseando oírlas. Después se fue de veras y yo continué tendiendo la ropa sin mirarlo caminar esta vez.
Larsen jugó a indignarse, a fingir interés.
– Raro que no lo haya visto o haya sabido. No debe haber tomado la lancha en Puerto Astillero. Si vino aquí a las tres y se estuvo demorando, no debe haber llegado a tiempo para hacer la denuncia. El juzgado cierra a las cinco. Y calculando una hora de viaje…
– Después de tender la ropa sentí dolores y entré para quedarme quieta en la cama y esperar. Pero antes de que dejara de dolerme me olvidé del dolor, porque se me ocurrió algo, de golpe, como si alguno lo hubiera dicho en voz alta aquí adentro. Salté de la cama y estuve buscando en el armario. Ya casi ni ropa queda sino pilas de recortes de diarios que él iba guardando porque hablan del astillero y del pleito. Encontré el porrón de melaza que usábamos para ir escondiendo algún dinero para cuando llegara el momento. Tiene el cuello muy largo y la boca muy chica. Era difícil sacar el dinero, pensábamos que uno de los dos tendría que romperlo cuando naciera el chico. Escarbé con una aguja de tejer; pero él había hecho lo mismo antes de irse. Ni siquiera tengo idea de cuánto habíamos llegado a juntar. Entonces comprendí que se había ido de verdad. No tenía ganas de llorar, no estaba furiosa ni triste, sólo sentía asombro. Ya le dije que cuando lo miraba irse me parecía mucho más joven. Después pensé que era mucho más joven que el día que lo conocí. Un Gálvez recién salido de la conscripción, anterior a mí, caminando, sacudiéndose por el caminito entre las ortigas. No vuelve más, es otro, no tiene nada que ver conmigo ni con usted. ¿Y qué piensa hacer ahora? Pero no puede hacer nada, tiene que esperar a que le dé permiso para irse.
Sonrió como si la prohibición y todo lo que había contado no fueran más que bromas, gracias inventadas sobre la marcha, buenas para retener a Larsen y coquetear con él.
– Es así, entonces -dijo Larsen-. Bueno, tengo que decirle que lo que hizo Gálvez significa el fin para todos nosotros. Y se le ocurre hacer esta locura cuando todo está a punto de arreglarse. Una verdadera lástima para todos, señora.
Pero ella estaba desinteresada y sorda en el banco, mirando con altivez la forma cuadrada de la noche blanca en el ventanuco.
«Tal vez no haya ido a Santa María; si se llevó el dinero es posible que lo encuentre borracho en El Chámame. Voy y lo converso.» Pero tampoco ahora podía sentir indignación o interés. De modo que se quedaron en silencio, quietos, Larsen bebiendo a traguitos del jarro de lata y mirando con disimulo a la mujer; y la mujer ahora con una cara burlona y maravillada, como si evocara el absurdo de un sueño reciente. Estuvieron así un largo tiempo, helándose, infinitamente separados. Ella tembló e hizo sonar los dientes.
– Ahora puede irse -dijo, mirando la ventana-. No lo echo; pero es inútil que se quede.
Larsen esperó a que ella se levantara. Entonces se puso de pie y depositó el sombrero sobre la mesa. Miraba al avanzar la gran comba del sobretodo, los ojales tirantes, el alfiler de gancho que cerraba el cuello. No tenía ganas de hacerlo; no podía descubrir un propósito que reemplazara las ganas. Miró la cara amarillenta y brillante, los ojos impávidos que ya lo habían juzgado. Apretó delicadamente su vientre contra el de la mujer y la besó sujetándola apenas por los hombros, rozando la tela áspera con las yemas de los dedos. Ella se dejó besar y abrió la boca; se mantuvo inmóvil y jadeante todo el tiempo que Larsen quiso. Después retrocedió hasta tocar la mesa y lentamente, ostensiblemente, alzó una mano y golpeó la mejilla y la oreja de Larsen. El golpe lo hizo más feliz que el beso, más capaz de esperanza y salvación.
– Señora -murmuró, y quedaron mirándose fatigados, con una leve alegría, con un pequeño odio cálido, como si fueran de veras un hombre y una mujer.
– Váyase -dijo ella. Había escondido las manos en los bolsillos del abrigo. Estaba tranquila, soñolienta, con mansedumbre y contento en los rincones de la boca.
Larsen recogió el sombrero y caminó hasta la puerta tratando de no hacer ruido.
– Usted y yo… -empezó ella.
Larsen la oyó reír con suavidad, escuchó los sonidos graves y perezosos. Aguardó el silencio y fue volviéndose, no para mirarla, sino para exhibir su propia cara nostálgica, una mueca que no reclamaba comprensión sino respeto.
– También hubo para nosotros un tiempo en que pudimos habernos conocido -dijo-. Y, siempre, como usted decía, un tiempo anterior a ése.
– Váyase -repitió la mujer.
Antes de pisar los tres escalones, antes de la luna y de una soledad más soportable, Larsen murmuró como una excusa:
– A todo el mundo le pasa.