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– Los compradores -dijo Larsen-. Hay que llamar ahora mismo a los rusos esos y decirles que queremos vender. Hay que darles a entender que no vamos a discutir mucho los precios. Pero es necesario que vengan hoy mismo, a cualquier hora. ¿Entiende? Yo los voy a atender.

– Puedo llamarlos. Pero va a ser difícil que vengan hoy. Tal vez mañana temprano…

– Llámelos. Y quiero que usted, por favor, esté presente. Vamos a vender. Sólo lo necesario para ir a Santa María y encontrar a ese hijo de perra. O para conseguirle abogados a Petrus. No sé si pedirle que me acompañe; aunque tal vez sea indispensable que alguno se quede en el astillero.

Kunz negó con la cabeza; estaba en paz, desinteresado de los dioses y los hombres, unido al mundo por la probable máquina perforadora.

– Y si encuentra a Gálvez, ¿qué va ganando? -trató de descubrir-. Lo insulta, lo pelea, lo mata. Petrus seguirá preso, mandarán a cualquiera para echarnos.

– Eso podía preocuparme antes. Pero desde que llegó esta carta, desde el mismo momento en que fue escrita, todo cambió. Esto ya se acabó o se está acabando; lo único que puede hacerse es elegir que se acabe de una manera o de otra.

– Como quiera -contestó Kunz-. Voy a llamar a los rusos.

Así que aquella noche, después de mandar un mensaje a la quinta de Petrus con el mucamo del Belgrano, después de mirarse en su habitación, en el espejo infiel del ropero, sucesivamente, como a un desconocido, como a la cara no emocionante de un amigo muerto, como a una simple probabilidad humana, caminó altivo y cortés entre los dos compradores hasta la entrada del hangar iluminada por los faros lejanos del camión. Kunz los precedía con los dos faroles; después de colgarlos retrocedió hasta la puerta y no quiso intervenir.

Con el cuerpo abandonado sobre un cajón, las manos hundidas en los bolsillos del sobretodo, Larsen simuló presidir el negocio, casi sin hablar, enfurecido, resuelto a no discutir las ofertas. La pareja de compradores recorría el hangar; a veces se llevaban uno de los faroles para inspeccionar algún rincón helado y sombrío. Regresaban arrastrando alguna cosa y la introducían en la mancha de luz del farol, colgado sobre la cabeza de Larsen. Daban un paso atrás y se iban arrepintiendo, velozmente, a dúo, de la elección. Larsen asentía con ferocidad:

– Es cierto, amigo. Esto está podrido, oxidado, no funciona. Cobrarles un peso sería estafarlos. ¿Cuánto ofrecen?

Escuchaba la cifra, la aceptaba con un movimiento de cabeza y hacía sonar un insulto, una palabra sola, plural. Cuando vendió por los mil pesos que calculaba necesitar, se puso de pie y ofreció cigarrillos.

– Lo siento, pero se acabó. Venga el dinero y carguen. No hay recibo y la casa no acepta cheques.

Kunz entró para recoger los faroles y se fue alejando por el baldío, una luz blanca y redonda en cada mano, un poco inclinado porque se alzaba viento del sur. Inmóvil, estremecido de rabia a un costado del camión que empezaba a moverse, Larsen lo vio apagar los faroles bajo el alero de la casilla.