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– Es una gran noticia -dijo Larsen-. Todos van a tener una gran alegría cuando vuelva al astillero y la transmita. Si usted me autoriza, claro.

– Puede decirlo; pero estrictamente al personal superior, a los que han dado pruebas de fidelidad. No me he preocupado por saber el motivo de mi detención. Pero, según parece, se trata de una denuncia basada en aquel famoso título de que hablamos. ¿Qué ocurrió? ¿La misión que le confié terminó en el fracaso o usted hizo causa común con mis enemigos?

Larsen sonrió y se puso a maniobrar lentamente para encender un cigarrillo; después se esforzó en mirar con odio la cabeza de pájaro, expectante y fanática, que se inclinaba hacia él, segura de todos los triunfos, segura de que nadie le impediría tener razón hasta el final.

– Usted sabe que no -dijo lentamente-. Por algo estoy aquí, por algo vine en cuanto me enteré de que usted estaba detenido -pero hubiera dicho: «Hice todo lo posible. Soporté algunas humillaciones e impuse otras. Recurrí a formas de violencia que usted conoce como yo, ni más ni menos que yo, y cuya víctima es incapaz de describir en una acusación porque también está impedida de comprenderlas, de apartarlas de su sufrimiento y saber que son su causa. Usted debe haber usado diariamente esas formas de la violencia. Y también conoce todo el resto, igual que yo pero no mejor, porque somos hombres y las posibilidades de infamia son comunes y limitadas: la astucia, la lealtad, la tolerancia, el mismo sacrificio, el pegarse al flanco del otro como un nadador para defenderlo de la correntada, y para ayudarlo a hundirse, casi siempre a su pedido, exactamente cuando nos conviene»-. Lo único censurable que hice fue fracasar.

Petrus recogió su cabeza como una tortuga, volvió a mostrar los dientes amarillos, esta vez generosamente. No condenaba del todo; los ojos hundidos y brillantes miraron a Larsen cavilosos, casi apiadados, con una divertida curiosidad.

– Está bien, creo en usted. Nunca me equivoco al juzgar a un hombre -dijo, por fin, Petrus-. En realidad, no tiene importancia. Puedo demostrar que ignoraba la existencia de títulos falsificados. O nadie puede demostrar que yo sabía algo. Dejemos eso. Lo importante es que el momento de la justicia definitiva está próximo; cuestión de días, un par de semanas a lo sumo. Necesitamos, más que nunca, un hombre capaz y leal al frente del astillero. ¿Se siente usted con fuerzas, con la fe necesaria?

Entonces Larsen se aplicó a decir que sí con la cabeza, a ganar tiempo, mientras acostumbraba sus pulmones al aire de extravagancia y destierro en que había estado sumergido todo el invierno y que ahora, bruscamente, se le hacía insoportable y discernible. Un aire difícil de tolerar al principio, casi imposible de ser sustituido después.

– Puede contar conmigo -dijo, y el viejo le sonrió-. Pero es cierto que he perdido mucho tiempo en el astillero y ya no soy joven. El trabajo, lo reconozco, es liviano por ahora, aunque la responsabilidad es muy grande. No quiero discutir el sueldo por el momento; pero me parece conveniente decirle que no lo pagan, o no lo pagan con regularidad. Considero justo tener una garantía de compensación para cuando lleguen los buenos tiempos.

De pronto Petrus se echó hacia atrás y la piel de su cara se fue estirando con precisión sobre los menudos huesos. Por un momento, Larsen estuvo seguro de que la cabeza se erguía muy lejos de la penumbra del cuarto, en un clima de intolerable cordura, en el mundo antiguo y perdido. Lentamente, Petrus alzó los pulgares hasta los bolsillos del chaleco, y acercó su cara a la de Larsen. Tal vez algo del desprecio subsistiera: la pequeña lástima burlona del hombre que se ha resignado a transigir con los demás.

– Si se pagan o no los sueldos allá en el astillero, no es cuestión mía. Tenemos un administrador, el señor Gálvez; plantéele a él sus problemas.

– Gálvez -repitió Larsen con una expresión de alivio. Se sentía indultado, lo iba llenando el tibio vigor de la convalecencia-. Ese es el hombre que entregó el título, que hizo la denuncia.

– Perfectamente -asintió Petrus-. Tanto peor para él. Me agradaría saber qué medidas tomó usted para sustituirlo. No pensará que una empresa como la del astillero puede funcionar normalmente sin una administración experta y segura. ¿Lo ha dejado cesante, por lo menos?

«Cómo me gustaría darle un abrazo, o jugarme la vida por él o prestarle diez veces más dinero del que pueda necesitar.»

– Vea -dijo Larsen, desprendiéndose el sobretodo-, Gálvez, el administrador, hizo la denuncia y desapareció. O, mejor, tuvo buen cuidado de desaparecer antes. Hace tres días me hizo llegar una carta renunciando a su puesto. Claro que comprendí en seguida que mi deber era dejarlo cesante. Lo busqué por todos los agujeros de Puerto Astillero y después me vine a Santa María. Pensaba dejarlo cesante con esto. Pero no aparece.

Puso sin ruido el revólver sobre la mesa y retrocedió un poco para observarlo.

– Es un Smith -informó con un orgullo inoportuno y marchito.

Estuvieron los dos un rato en silencio, cabizbajos y atentos, mirando la forma perfecta del arma, el tenue resplandor lila del acero del caño, la superficie negra y rugosa de la cacha. La examinaban, sin intención de tocarla, como si se tratara de un animal de existencia comprobada pero nunca visto por ellos, un insecto que acabara de posarse en el escritorio, amenazante y amenazado, pero sin conciencia de esto, quieto, incomprensible, tratando acaso de comunicarse por una vibración de los élitros que la tosquedad de los hombres no podía percibir.

– Guárdese eso -ordenó Petrus, y se acomodó nuevamente en su silla-. Personalmente, no apruebo el procedimiento. Y de nada podría servirnos ahora. ¿Cómo pudo entrar en la cárcel con un revólver? ¿No lo revisaron?

– No. No se les ocurrió ni a ellos ni a mí.

– Es fantástico. De modo que cualquiera podría entrar en esta habitación y matarme. Ese mismo individuo, Gálvez, que ayer y anteayer vino no sé cuántas veces a pedirme una entrevista. No quise verlo, no tengo nada que hablar con él. Está más muerto que si usted hubiera usado el revólver.

– ¿Así que vino? ¿Gálvez? ¿Está seguro? Bueno, entonces no debe andar lejos de aquí. Tengo que encontrarlo. No para meterle un tiro; fue un impulso, algo tenía que hacer. Pero me gustaría escupirle la cara o insultarlo despacio hasta cansarme.

– Comprendo -mintió Petrus con decisión-. Guarde el revólver y olvídese de esa historia. Consiga un hombre capaz y honrado para la administración. Fíjele sueldo y condiciones. Hay que tener presente, pase lo que pase, que el astillero debe continuar funcionando.

– De acuerdo -repuso Larsen, mirando siempre el revólver; antes de guardarlo estiró un dedo para acariciar suavemente la base de la culata.

(Primero, con las primeras mujeres y los primeros augurios de importancia y peligro disfrutados en glorietas de locales suburbanos, de improvisados y efímeros clubes sociales, recreativos y deportivos, fue una pistola 32, chata, que podía llevarse en el bolsillo de la cintura. Era un amor de adolescencia, cultivado con escobillas, vaselina y regulares exámenes nocturnos. Vino después una pistola Colt comprada por nada a un conscripto; era pesada, enorme, indomable. También inútil, nunca usada si se exceptúan los almuerzos campestres, los ejercicios de puntería contra una lata o un árbol; en mangas de camisa, un cigarrillo humeando a un lado de la boca, un vaso de vermut y caña en la zurda, mientras preparaban el asado. También, en las ocasiones perfectas, un cielo azul interminable, un charret empequeñecido y como inmóvil en el camino, olor a humo y gallinero, algún colono eslavo. Esto en la edad de la madurez, de la máxima hombría. Una pistola demasiado grande para la mano, que intentaba hacerlo caminar torcido, que pesaba inolvidable contra las costillas. Sólo buena para mostrar y lucirse oportuna en la hora crepuscular en que languidece el póquer, cuando él daba la pistola a desarmar y, con los ojos vendados, chupando atorado el cigarrillo que alguna mujer le arrimaba, la iba reconstruyendo, ciego, rodeado por un murmullo de amistad y asombro, diestro, gozando de la amorosa memoria de sus dedos, totalmente feliz cuando remataba entre aplausos la proeza atornillando en el mango los trozos de madera con el potrillo rampante.)

– Estamos de acuerdo -insistió Larsen mientras se abrochaba el sobretodo-. El funcionamiento del astillero es la base de todo. Tomaré sin vacilar todas las medidas necesarias. Ya arreglaremos eso de los sueldos. Pero le repito que para mí es muy importante tener alguna seguridad para el día de mañana.

Petrus alzó las manos y luego se frotó la barbilla. La cara amarillenta se inclinaba alegre, discretamente triunfal.

– Comprendo, señor -susurró-. Usted desea capitalizar sus sacrificios. Me parece muy bien. En cuanto a los sueldos actuales, designe un administrador y entiéndase con él. Respecto al futuro, ¿qué es lo que quiere?

– Alguna seguridad, un contrato, un documento -rió suavemente, dócil y consolador.

– No veo inconvenientes -exclamó Petrus con excitación. Abrió el portafolios de cuero con un movimiento pausado y hábil que hizo sonar gravemente la escala de la cremallera-. Creo, en principio, que podemos entendernos -extrajo papeles y desenganchó la lapicera del bolsillo del chaleco-. Diga qué clase de documento desea. ¿Un contrato por cinco años? Espere un momento -estuvo buscando en el bolsillo interior del saco el estuche de los anteojos, se los puso y sonrió con un desdeñoso desafío-. Pida, señor.

– Bueno -dijo Larsen, con una sonrisa amistosa-. No quiero apurarme para no arrepentirme. Primero, confirmar por contrato, cinco años de duración está bien; no me conviene atarme. En cuanto al sueldo… Usted comprenderá que el puesto de Gerente General obliga a cierto nivel de vida.

– Exactamente. Y yo sería el primero en exigírselo -la cara de Petrus ahora alzada, reflejaba una dicha austera-. ¿Cuál es su sueldo actual? Debo confesarle que preocupaciones más importantes me han impedido examinar últimamente las liquidaciones mensuales del astillero.

– Pongamos… bueno, ahora estoy ganando cuatro mil. Pongamos seis mil a partir del día en que se normalice la situación.

– ¿Seis mil? -Petrus vaciló, haciendo deslizar el cabo de la lapicera sobre los labios-. Seis mil. No tengo nada que objetar. Pero tendrá que ganárselos, señor. Bien; redactaré un documento provisorio, reconociéndole el cargo y la retribución durante cinco años. Después haremos el contrato formal.