Изменить стиль страницы

– Qué más -asintió Larsen-. Nada tengo para esconder -alzó las manos y se miró las palmas con una sonrisa. No tenía miedo, lo remozaban recuerdos de tantos otros hombres inclinados sobre él y preguntando-. ¿Qué más? Puede decirse que se trata de secretos comerciales. Pero estoy seguro de que hago bien confiando en usted. Gálvez vino a Santa María para hacer una denuncia contra el señor Petrus. El juez hizo detener al señor Petrus; como usted sabe, está ahora en este mismo edificio. Hablé con él esta tarde y me dijo que Gálvez había intentado varias veces ser recibido por él. Nada más. Pensé, lo que es sencillo de entender, que si Gálvez había andado por aquí ustedes sabrían dónde encontrarlo. ¿Qué más? No hay nada, no hay manera de sacarme nada más porque no tengo.

Desde arriba Medina dijo que sí y volvió a sonreír; después desinfló el tórax y se fue abrochando el saco mientras hacía muecas de sueño. Miró de nuevo la hora.

– Vamos, Larsen. Levántese, haga el favor. Creo en lo que dice, estoy seguro de que no sabe nada más. Venga, que voy a contarle el resto.

Salieron de la oficina y caminaron por los pasillos enlosados.

Debajo de una luz mortecina los saludó un vigilante que hizo sonar los tacos; Medina abrió con violencia una puerta.

– Entre -dijo con fastidio y burla-. No puedo invitarlo a elegir, hoy estamos muy pobres.

Caminaron en el frío mal iluminado, en el olor a desinfectante; pasaron frente a un sillón de dentista, a dos vitrinas llenas de metales brillantes separadas por un radiador que no estaba funcionando; rodearon un pequeño escritorio cubierto por una tapa convexa. En el fondo de la sala cada vez más fría, casi contra la pared que formaban los muebles de acero del archivo, rodeados por un rectilíneo rezongo de agua en canaletas, encontraron una mesa cubierta por una tela áspera y blanca. Medina la levantó y estuvo palpándose hasta extraer un pañuelo y apretarlo contra el estornudo.

– Este es el resto de la historia -dijo después-. Es el mismo Gálvez, ¿verdad? Mire y hable rápido si no quiere resfriarse. ¿Es? No lo apuro.

Larsen no sintió odio ni lástima por la cara blanca sobre la mesa de piedra, endurecida y negándose, aliviada de agregados, un poco obscena la humedad brillante de los ojos entornados. «Lo que siempre dije: ahora está sin sonrisa, él tuvo siempre esta cara debajo de la otra, todo el tiempo, mientras intentaba hacernos creer que vivía, mientras se moría aburrido entre una ya perdida mujer preñada, dos perros de hocico en punta, yo y Kunz, el barro infinito, la sombra del astillero y la grosería de la esperanza. Ahora sí que tiene una seriedad de hombre verdadero, una dureza, un resplandor que no se hubiera atrevido a mostrarle a la vida. Sólo le quedan los párpados hinchados, las medialunas de la mirada chata. Pero de eso no tiene él la culpa.»

– Sí, es. ¿Cómo fue?

– Fácil. Se metió en la balsa y en cuanto pasaron la isla de Latorre se tiró al agua. Media hora de atraso. Pero a la caída del sol vino solo hasta el espigón. Yo sabía que era Gálvez; sólo quise mostrárselo.

Volvió a estornudar, puso una mano sobre la espalda de Larsen; con la otra estiró rápidamente la tela sobre el muerto.

– Nada más -dijo-. Ahora me firma un papel y se va.

Lo guió por los pasillos a media luz y lo hizo entrar en una oficina donde dos hombres jugaban al ajedrez. Entonces perdió de golpe la sombra de cordialidad que habían mantenido.

– Tosar -dijo-. Este hombre acaba de identificar al ahogado. Agrega al sumario lo que tenga que decirte y después lo dejas que se vaya.

Uno de los hombres arrastró sobre el escritorio la máquina de escribir. El otro observó distraído a Larsen y volvió a mirar el tablero. Medina cruzó la habitación y salió por otra puerta, sin despedirse, sin volver la cara.

Sonriendo, alegremente estremecido por la astucia, Larsen se sentó sin esperar que lo invitaran. Acababa de decidir que Gálvez no había muerto, que él no caería en una trampa tan infantil, que volvería al amanecer a Puerto Astillero, al mundo inmutable, mensajero de ninguna noticia.