SANTA MARÍA-V
Así se inició el último descenso de Larsen a la ciudad maldita. Es probable que presintiera durante el viaje que había venido para despedirse, que la persecución de Gálvez no era más que el pretexto indispensable, el disimulo. Los que lo vimos entonces y pudimos reconocerlo, lo encontramos más viejo, derrotado, depresivo. Pero había en él algo distinto, no por nuevo sino por antiguo y olvidado; algo, una dureza, un coraje, un humor que pertenecían al Larsen anterior, al que había llegado cinco o seis años antes a Santa María con su esperanza y su obsesión.
Nos estuvo mostrando -y algunos fuimos capaces de verlo-, un poco inexacto, un poco remendado, al Larsen de entonces, no corregido por la permanencia en el astillero. Más viejos el cuerpo y las ropas, más ralo el mechón sobre la frente, más frecuentes las contracciones de la boca y del hombro. Pero -estamos convencidos ahora- no debió sernos difícil intuir la calidad juvenil de sus movimientos, de su andar, de la provocación y la seguridad distraída de sus miradas y sus sonrisas. Debimos comprender, todos los que estábamos en condiciones de comparar, que cuando atravesaba los mediodías y los crepúsculos de la plaza nueva, taconeando paciente la grava; cuando se trepaba a un taburete del bar del Plaza para beber calmoso y ostensible, con una sutil insolencia que no provenía de su rostro ni de su charla; cuando detenía cortésmente a cualquiera en la calle para hacer preguntas turísticas sobre progresos y cambios en la ciudad; cuando se acomodaba perezoso en el estaño del Berna, aceptando que el patrón evidenciara no recordarlo, y nos miraba desde allí con poca curiosidad y una certidumbre invulnerable, debimos comprender que Larsen nos había borrado de su conciencia, que lograba hacer indolora y fácil su despedida retrocediendo cinco años. Estaba colocado en un terreno cuya perspectiva le impedía saber quiénes éramos, qué representábamos para él; de qué se trataba, en suma.
Lo vieron o lo vimos visitar durante dos noches todos los cafés, casas de comidas y despachos de bebidas de la ciudad; y bajar empecinado hacia la costa, recorrer los ranchos con guitarreros y pretextos para fiestas, fácil de palabra y sin aparente urgencia, generoso en las invitaciones, exhibiendo una nunca amenazada aceptación del mundo. Lo oímos preguntar por Gálvez, por un hombre sonreidor, calvo y todavía joven, difícil de confundir y ser olvidado. Pero nadie lo había visto, o nadie estaba seguro, o nadie quiso guiarlo hasta él.
De modo que Larsen, según puede deducirse, renunció al principal motivo de su viaje -la venganza- y dedicó el tercer día al otro, no menos absurdo e insincero: la visita a Petrus.
La cárcel de Santa María, a la que todos los habitantes de la ciudad mayores de treinta años continuamos llamando «el Destacamento», era aquella tarde un edificio blanco y nuevo. Tenía a la entrada una garita con paredes de vidrio y techo de cemento donde se clava aún el larguísimo mástil de la bandera. No es más que una comisaría agrandada y ocupa ahora un cuarto de manzana en el costado norte de la Plaza Vieja. Aquella tarde tenía un solo piso, aunque ya estaban acumulando bolsas de cemento, escaleras y andamios para construir el segundo.
Los presos podían ser visitados de tres a cuatro. Larsen se sentó en un banco, sobre el borde de la plaza circular de verdes oscuros y húmedos, pavimentada con gastados ladrillos envueltos en musgo, rodeada por casas viejas de frente color rosa y crema, enrejados y herméticos, con manchas que se hacen intensas a cada amenaza de lluvia. Miró la estatua y su leyenda asombrosamente lacónica, brausen-fundador, chorreada de verdín. Mientras fumaba un cigarrillo al sol pensó distraídamente que en todas las ciudades, en todas las casas, en él mismo, existía una zona de sosiego y penumbra, un sumidero, donde se refugiaban para tratar de sobrevivir los sucesos que la vida iba imponiendo. Una zona de exclusión y ceguera, de insectos tardos y chatos, de emplazamientos a largo plazo, de desquites sorprendentes y nunca bien comprendidos, nunca oportunos.
A las tres en punto saludó al uniforme azul detrás del vidrio de la garita, y desde la puerta del Destacamento se volvió para mirar al hombre y al caballo de bronce, inconvincentes, resignados, bajo el blanco sol de invierno.
(Cuando se inauguró el monumento discutimos durante meses, en el Plaza, en el club, en sitios públicos más modestos, en las sobremesas y en las columnas de El Liberal, la vestimenta impuesta por el artista al héroe «casi epónimo», según dijo en su discurso el gobernador. Esta frase debe haber sido sopesada cuidadosamente: no sugería en forma clara el rebautizo de Santa María y daba a entender que las autoridades provinciales podrían ser aliadas de un movimiento revisionista en aquel sentido. Fueron discutidos: el poncho, por norteño; las botas, por españolas; la chaqueta, por militar; además, el perfil del prócer, por semita; su cabeza vista de frente, por cruel, sardónica, y ojijunta; la inclinación del cuerpo, por maturranga; el caballo, por árabe y entero. Y, finalmente, se calificó de antihistórico y absurdo el emplazamiento de la estatua, que obligaba al Fundador a un eterno galope hacia el sur, a un regreso como arrepentido hacia la planicie remota que había abandonado para darnos nombre y futuro.)
Larsen se introdujo en el frío del pasillo embaldosado y se detuvo, sombrero en mano, frente al escritorio, al uniforme, al mestizo de bigotes colgantes.
– Buenas -sonrió con un desprecio, con una burla ya serenados, viejos de cuarenta años. Entregó cerrada la cédula de identidad-. Para ver al señor Petrus, don Jeremías Petrus; si dan permiso.
Avanzó después por una soledad resonante, dobló a la izquierda y se detuvo a esperar que otro uniformado, de pie y con máuser, le hiciera preguntas. Un hombre viejo, en tricota y alpargatas, fue y vino, le hizo una seña con la cabeza y se adelantó para guiarlo en un nuevo laberinto de líneas rectas, más frío, invadido por olores de sentina y bodega. Junto a un extinguidor de fuego sujeto a la pared, el viejo se detuvo y abrió una puerta sin llave.
– ¿Cuánto tiempo puedo estar? -preguntó Larsen mirando hacia la penumbra adentro.
– Hasta que se aburra -contestó el viejo alzando los hombros-. Después arreglamos.
Larsen entró y permaneció inmóvil hasta escuchar el ruido de la puerta al cerrarse. No estaba en una celda; la habitación era una oficina con muebles arrumbados, escaleras y tarros de pintura. Avanzó luego con un saludo en la cara, en dirección equivocada, oscilando con pesadez al atravesar el olor a aguarrás. De golpe descubrió al prisionero, a la derecha, detrás de un escritorio en ochava en un rincón, pequeño, alerta, afeitado, como si lo hubiera estado acechando, como si hubiera planeado la distribución de los muebles para sorprenderlo, como si esa ventaja inicial pudiera asegurarle alguna victoria en la entrevista.
Más viejo y huesoso, más largo y blanco el marco de las patillas, más inquietante el brillo de los ojos. Apoyaba las manos sobre el cuero de un cartapacio cerrado; no había otra cosa encima del cuadrilátero de raída felpa verdosa del escritorio. Casi con la primera mirada, Larsen recuperó el entusiasmo, la imprecisa envidia que la separación anulaba.
– Aquí estamos -dijo.
El otro, excitado y dominándose, mostró el borde de un diente para cubrirlo en seguida. La boca volvió a ser delgada, horizontal y sinuosa. Tal vez, para tenerla, Petrus no había necesitado reiterar desdenes y negativas desde la infancia, tal vez otros actuaron durante siglos para darle en herencia una boca que fuera un simple, imprescindible tajo para comer y hablar. «Una boca que podría ser suprimida sin que los demás se dieran cuenta. Una boca que protege del asco de la intimidad y libra de la tentación. Un foso, una clausura.» La luz era gris y suave, cernida por una cortina que cubría casi totalmente el balcón; en un extremo se derramaba con dulzura, triangular y alargado, el sol de agosto. Había, tocando la cortina, un diván de cuero negro con mantas prolijamente dobladas y un pequeño almohadón chato y duro. Aquel rincón era el dormitorio de Petrus, tan distinto a los de la casa lacustre sobre el río, con las grandes almohadas panzudas, protegidas por fundas con orlas de punto cruz en colores que ostentaban fechas familiares, o atavíos campesinos, y desplegaban el insospechado doble sentido de la leyenda: Ein gutes Gewissen ist ein sanftes Ruhekissen.
– Aquí estamos -repitió Petrus con amargura-. Pero no de la misma manera. Siéntese. No dispongo de mucho tiempo, tengo muchos problemas que estudiar.
– Espere un momento, por favor -dijo Larsen. Se sentía obligado al respeto pero no a la obediencia. Dejó el sombrero en una esquina de la mesa verde y se acercó a la cortina para levantar el borde y anticipar el ademán, curioso, maquinal, que años después repetiría de mañana y de tarde el comisario Cárner, un piso más arriba.
Vio la grupa manchada del caballo y la ese que bocetaba la cola; impedido por las ramas de los plátanos sólo pudo distinguir del Fundador un fleco de poncho cubriendo la cadera y una bota alta estribada con indolencia. Leal y con empeño, Larsen trató de comprender aquel momento de su vida y del mundo: los árboles torcidos, sombríos y con hojas nuevas; la luz apoyada en el bronce de las ancas; la detención, el secreto paciente de la tarde provinciana. Dejó caer la cortina, vencido y sin rencor; regresó a otras verdades y mentiras ayudándose con el vaivén del cuerpo. Manoteó una silla y se sentó, un segundo antes de que Petrus reiterara, frío y paciente:
– Tome asiento, hágame el favor.
«Por qué esto y no otra cosa, cualquiera. Da lo mismo. Por qué él y yo, y no otros dos hombres.
Está preso, concluido, y la calavera blanca y amarilla me está diciendo con cada arruga que ya no hay pretextos para engañarse, para vivir, para ninguna forma de pasión o bravata.»
– Desde hace unos días esperaba su visita. Me he negado a creer en su deserción. Para mí nada ha cambiado; hasta podría decir, sin cometer infidencia, que las cosas han mejorado desde nuestra última entrevista. En realidad, estoy aislado transitoriamente, descansando. Esto, ese absurdo de encerrarme por un tiempo, es lo último que pueden hacer mis enemigos, el golpe más fuerte que pueden descargar. Unos pocos días más en esta oficina, más incómoda que las otras pero no distinta, y habremos llegado al fin de la mala racha. Ahora no pierdo el tiempo; me han hecho el favor de impedir que nadie pueda hacerme perder el tiempo y esto me permite solucionar mis problemas cómodamente y de manera definitiva. Puedo decírselo: encontré solución para todas las dificultades que estaban entorpeciendo la marcha de la empresa.