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Se inclinó para escribir, muy lentamente, dibujando cada letra. Un altoparlante de propaganda comenzó a hablar en el silencio, incomprensible, y alejándose. Larsen se incorporó, y miró a su alrededor. Las tablas, las latas y los pinceles abandonados; el color del aire cargado de sosiego e inminencia; el viejo doblado sobre el escritorio. Y más allá de lo visible, pero alterándolo, el silencio en aquella parte de la ciudad, envejecida y casi inmutable. El enorme caballo sorprendido cuando despegaba las patas para lanzarse a la carrera, con su cola ondulante, con su tonalidad de pasto en el otoño. Una plaza húmeda y circular donde los árboles entreveraban sus ramas; bancos desocupados, charcos que nadie miraría secarse. Un atardecer que se estiraba desde el río, desde las manzanas remozadas del barrio comercial.

– Sírvase leer -dijo Petrus.

Larsen tomó la hoja de cartulina y examinó la escritura floreada pareja y perfecta. «Por el presente documento reconozco al señor E. Larsen como Gerente General de los astilleros de la firma Jeremías Petrus Sociedad Anónima, de cuyo Directorio soy Presidente. Tal designación será motivo de un contrato que por el término de cinco años…».

Larsen dobló la cartulina y la guardó en un bolsillo. Petrus se puso de pie.

– Ahora todo está perfecto -dijo Larsen-. Nunca dudé de usted; pero hay que mirar también el aspecto legal de las cosas. Usted es un caballero. No quiero robarle más tiempo; me parece que cuanto antes esté de vuelta en Puerto Astillero, mejor. Es imposible, sin embargo, que vuelva a visitarlo para despedirme.

– Tal vez sea inútil -contestó Petrus-. Deseo aprovechar este descanso para trabajar tranquilamente. Todavía es necesario ajustar algunos detalles.

– Muy bien -Larsen no ofreció la mano ni el viejo tampoco. Desde la puerta se volvió. Petrus parecía haberlo olvidado; había vuelto a sentarse y distribuía documentos sobre el escritorio-. Perdone -dijo Larsen, alzando la voz-. Me resulta curioso, y halagador, que recuerde cómo me llamo. Hasta el nombre de pila, o por lo menos, la inicial.

Petrus lo miró un momento; después habló hacia los papeles y el cartapacio. -El comisario es una persona muy bien. A veces viene a visitarme y hasta hemos almorzado juntos. Hablamos de muchas cosas. Sabía que usted andaba por Puerto Astillero y que me había visitado aquí en la ciudad. Me mostró su prontuario, señor; en realidad, ha cambiado poco: tal vez algo más gordo, algo más viejo.

Larsen abrió y cerró la puerta en silencio. En el final del pasillo encontró al hombre de la tricota, le dio unos pesos y se dejó guiar hasta el policía armado. Desde allí, lentamente, temblando de frío, sin hacer ruido sobre las baldosas, caminó solo hasta encontrar la luz de la calle.

Atravesó el círculo helado de la plaza del Fundador y caminó hacia el centro por una calle de muros leprosos, cubiertos casi todos por la espuma seca de las enredaderas; una calle de parques y caserones, de sombra y ausencias. «Tal vez no haya estado nunca en esta parte de la ciudad, tal vez todo hubiera sido distinto, tal vez haya deseado siempre vivir en una casa como ésta.» Caminaba erguido y taconeando, buscando las zonas de mayor silencio para hacer sonar el desafío de los pasos, resuelto a no dejarse derrotar, ignorando qué le quedaba por defender.

«¿Por qué no? Todo pudo haber resultado distinto si yo hubiera sido, cinco años atrás, un hombre que acostumbrara recorrer por las tardes los barrios viejos de Santa María. Para nada, por el gusto de visitar estas calles solitarias y acercarme a la noche que se va formando en la altura de la plaza nueva, sin apuro por llegar, despreocupado de trabajos y miserias, pensando, al principio por capricho y después por amistad, en la vida de la gente muerta que vivió en estas casas con escalones de mármol y portones de hierro. Es posible. De todas maneras, ahora más que nunca es necesario que haga algo, cualquier cosa.»

En mitad de la plaza nueva, mientras vacilaba eligiendo dónde comer y dormir, comprendió que tenía que defenderse de la tentación de no volver a Puerto Astillero. «Porque ya no puedo aceptarme en ningún otro lugar de la tierra, ya no puedo hacer cosas ni interesarme por sus consecuencias.»

Camino hacia el puerto, comió distraído y convino precio por una habitación para pasar la noche; revolvía el café pensando en una antesala de la muerte, en un piadoso período de acostumbramiento, cuando se le ocurrió la idea.

Primero fue el asombro por no haberlo pensado antes, en el mismo momento en que Petrus dijo: «Este individuo, Gálvez, que ayer o anteayer vino no sé cuántas veces a pedir una entrevista.» Después fue la necesidad de estar con Gálvez, de mirar la cara amiga de alguien en relación con el mundo lógico irrespirable. Gálvez debía estar, como él, dando vueltas por Santa María, ajeno, forastero, desconcertado por el lenguaje y las costumbres, con sus penas magnificadas por el destierro. Imaginó el encuentro, el diálogo, las alusiones a la patria lejana, el superfluo y consolador intercambio de recuerdos, el espontáneo desdén por los bárbaros.

Pensó entonces en la Santa María de cinco años atrás, en el plazo de espera, en los meses de triunfo, en la catástrofe previsible aunque injusta. Extrajo, del torbellino de personajes, noches y sucesos, la única posibilidad de llegar hasta Gálvez: muy alto, corpulento, casi humano, ronco, el oficial Medina. Tal vez estuviera aún en la ciudad. Fue hasta el teléfono y marcó sin fe el número.

– Jefatura -dijo la voz dormida del hombre.

– Para hablar con Medina -escuchó la vacilación y el silencio, distinto, afirmativo. Sonriendo propicio se esforzó en recordar a Medina, en verlo burlarse y desconfiar, en ayudarlo a estar vivo y policía.

– Jefatura -vino otra voz alerta.

– Habla un amigo de Medina. Acabo de llegar a la ciudad.

– ¿Quién habla?

– Larsen, nada más. Un amigo de hace años. Dígale, por favor.

Oyó entonces un crujido remoto y nocturno, un silencio sin profundidad, baldío como una pared; después otro silencio elástico y cargado, el zumbido de una habitación amplia y poblada.

– Medina -silabeó la voz, ronca y aburrida.

– Aquí Larsen, no sé si se acuerda. Larsen -se arrepintió en seguida del entusiasmo, del nervioso orgulloso. Hizo una mueca rastrera para congraciarse con la cautela del otro.

– Larsen -dijo al rato la voz, como suspirando-. Larsen -repitió con asombro y contento.

– ¿Comisario?

– Sub. Y me jubilo. ¿Desde dónde habla?

– Vine a comer pescado en la costa. Entre el puerto y la fábrica.

– Espere -«No pienso escaparme; por desgracia no tengo nada que perder, nada me puede ocurrir»-. Lo malo, Larsen, es que no puedo moverme de aquí hasta la madrugada. Me alegra mucho que haya llamado; piense en la vieja amistad y venga a verme. Si se llega hasta el principio de la rambla, es seguro que encuentra un taxi. Si no, tiene el ómnibus «B» que lo deja en el costado de la plaza, frente a la Jefatura. ¿Lo espero?

Larsen dijo que sí y colgó. «¿Qué pueden hacerme? Ya ni siquiera tengo enemigos, no me van a tender trampas ni manos. Ahora, hasta puedo soportarlos, charlar y divertirlos.»

Medina estaba sentado en una oficina vacía que inundaba una rabiosa luz fluorescente, nublada por humo de tabaco, con pocillos sucios de café desparramados sobre las mesas y la biblioteca; tenía las largas piernas apoyadas en el escritorio y sonreía haciendo girar los pulgares sobre el estómago. La cara era la misma del recuerdo de Larsen; los pozos de la viruela no permitían que las arrugas se hicieran notables, dos angostas líneas de canas bajaban desde las sienes a la nuca. «Eso estaba lleno de tipos y él los despidió. Déjenme solo. Para qué puede servirle.»

Hablaron, sí, del tiempo viejo, sin que ninguno aludiera a la historia del prostíbulo. Medina sonreía dulcemente, como si evocara años duros y esperanzados. Después bostezó y se fue incorporando con lentitud, se puso de pie y estiró el enorme cuerpo vestido de marrón, más gordo, aún joven.

– Larsen -dijo. Miraba pensativo al hombre hundido en el sillón de cuero que mantenía como defensa una sonrisa tonta y se rascaba maquinalmente un mechón gris alargado hacia el ceño-. Es cierto que tenía muchas ganas de hablar con usted. Sabemos que se ha instalado en Puerto Astillero desde hace unos meses, que está trabajando.

«Qué juego habrás inventado, para deslumbrarme, para que yo no olvide nada de lo que nos separa.»

– Exacto -contestó sin prisa, con una débil burla, fingiendo la vanidad-. Están bien informados. Vivo allá, en el Hotel Belgrano. Trabajo en el astillero de Petrus. Soy gerente. Estamos luchando por reorganizar la empresa. Todas las cartas sobre la mesa. Además, usted recordará, nunca escondí nada.

Medina mostró los dientes y estuvo sacudiendo la cabeza; la voz ronca vino después a tropezones.

– Nunca tuve tampoco nada contra usted. Cuando el gobernador dijo «basta», tuvimos que cumplir órdenes. Parece que hiciera un siglo. Le agradezco que se le haya ocurrido llamarme. Además, si puedo hacerle algún favor… -retrocedió hasta el escritorio y montó una pierna en una esquina-. Si quiere café, dígame. Es lo único que puedo ofrecerle aquí. Yo ya tomé demasiado. Como le dije, llegué a subcomisario y esto se acabó. Antes de un año me jubilo -sonrió desperezándose, atlético, resignado-. Bueno, pida lo que necesite. Por algo se le ocurrió llamarme, aparte de las ganas de verme.

– Es cierto -dijo Larsen; cruzó las piernas y calzó el sombrero en la rodilla-. Usted se habrá dado cuenta desde el principio, desde que me reconoció en el teléfono. El favor es chico. Se trata de un empleado del astillero, Gálvez, uno de los principales. Desapareció hace unos días. Me mandó una carta renuncia fechada en Santa María. La señora, naturalmente, está muy inquieta. Me ofrecí para venir a buscarlo y por más que recorrí la ciudad no pude descubrir el menor rastro. Pensé, antes de volverme, recurrir a usted por si sabía algo. Imagínese, volver sin una noticia para la señora.

Medina esperó un rato, hizo un despacioso ademán para mirar su reloj de pulsera y se apartó con un envión del escritorio. Las suelas de goma de los zapatos se acercaron gimiendo sobre el linóleo. Se irguió junto a Larsen, casi tocándole las rodillas con las piernas; inclinaba hacia el hombre sentado la cara color mancha de vino, la vieja, monótona expresión, la crueldad y el hastío.

– Larsen -dijo; la voz ronca se fue haciendo impaciente-. ¿Qué más? Tengo algunas cosas que hacer antes de irme y estoy cansado. ¿Qué más sabe de ese hombre, Gálvez?