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Pero Gálvez iba, últimamente, todas las noches. Se tuteaba con el hombre flaco y melenudo que había ocupado detrás del mostrador el puesto del viejo y que atendía las mesas casi sin hablar, con una gran precisión de movimientos, mascando siempre una hoja de planta, arrastrando impasible a través del humo, los ruidos y los olores, una mirada clara y ausente, de odio adormecido.

Gálvez discutía, conservador y moderadamente cínico, acerca del porvenir inmediato del mundo, con el cabo de policía, que proclamaba haber conocido lugares mejores y se mostraba mucho más audaz en cuanto a sistema para reprimir la decadencia y la creciente confusión de valores. Acariciaba metódico a cualquier mujer sin dueño o con dueño amigo y se iba en cuanto concluía la música, casi siempre borracho. A veces, las raras madrugadas en que el cabo no se inventaba un servicio extraordinario y confidencial, volvían juntos hacia el astillero, gastando hasta la trama los temas favoritos, repitiendo frases viejas con renovada energía, mal montado el cabo en el caballo al paso, prendido Gálvez al cuero de un estribo para ayudarse.

Sólo en El Chámame podía verse la enorme sonrisa brillante e inexpresiva, inmóvil, los anchos dientes que exponía como usándolos para respirar. Sin que ninguno de los dos lo supiera, la sonrisa se parecía a la mirada del patrón joven y melenudo, mascador de hojas de coca -«así no fumo ni tomo»- que le había confesado su resolución -pero no el objetivo- de extraer diez mil pesos, uno a uno y sin aceptar la existencia del tiempo, de aquellos fantasmas, aquella reducida población de cementerio que formaba la clientela de El Chámame.

Por alguna razón ignorada, Larsen nunca hizo referencia a las veladas de Gálvez en El Chámame durante todo el tiempo en que insinuó a la mujer -sin éxito- que robara el título falso o le dijera cómo podía ser robado.