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«Tan hermosa y tan concluida -pensaba Larsen-. Si se lavara, si le diera por peinarse. Pero con todo, aunque se pasara las tardes en un salón de belleza y la vistieran en París y yo tuviera diez o veinte años menos, no se puede calcular la necesidad, y a ella le diera por meterse conmigo, sería inútil. Está lista, quemada y seca como un campo después de un incendio de verano, más muerta que mi abuela y es imposible, apuesto, que no esté muerto también lo que lleva en la barriga.»

Después la mujer arrastraba la damajuana de vino y se sentaban apoyados en la mesa, sin mirarse; bebían sin prisa y fumaban; el viento chillaba alrededor de la casilla y entraba enfriándola, o la paz coagulada de la noche les permitía imaginar perros con el cuerpo tendido hacia la blancura quieta, lanchas que bordeaban por capricho resbalando en el río liso. También imaginaban las distancias que nacían y terminaban en la madera de la casilla, y esto aunque hubiera viento. Pero nunca, Larsen hubiera apostado, la mujer se inmovilizaba para recordar. Fumaba entre las solapas, la cabeza de pelo grasiento y colgante perfilada hacia la puerta. Estaba allí, simplemente, sin un pasado, con un feto avanzando contra las piernas que ya no podía cruzar. Hablaba poco, y era raro que contestara con algo más que una mueca, con algo más que un corto movimiento de la cabeza que quitaba sentido a las preguntas:

– Me parieron y aquí estoy.

Pero el encono, y aun el silencio, no parecían provocados por la miseria, por el parto inminente, por el hecho de que Gálvez pasara las noches en El Chámame. No tenía motivos concretos. Tal vez ella no fuera ya una persona sino el recipiente dé una curiosidad, de una espera. Tarareaba tangos y no podía asegurarse que escuchara siempre, no podía saberse si la sonrisa, o por lo menos la punta arqueada de la boca, se vinculaba con los lentos, dramáticos discursos de Larsen o con suposiciones sobre hechos futuros. «Como si una vieja costumbre de abandono e imbecilidad le hiciera creer que todo es posible, que todo puede suceder y ahora mismo, lo razonable y sus mil incalculables opuestos», improvisaba Larsen.

Pero tampoco esto era cierto, por lo menos no lo era del todo y no servía para definir y comprender, admitía Larsen. Entonces bebía un trago, con gran ímpetu al principio, al acercar el vaso a la boca, pero deteniendo en seguida el vino con la lengua que se agitaba remojándose, tomando al fin nada más que eso, un trago pequeño. Y volvía a la carga, con su voz más dolorida y urgente, pero con un tono agregado que subyacía para indicar que estaba resuelto a seguir esperando una noche y otra, hasta que ella llegara a comprender y cediera.

Ya no nombraba el título; inventaba ahora alusiones sutiles, se refería al objeto de su deseo como si se tratara de una libidinosamente adorada porción del cuerpo de la mujer, como si la suplicada entrega del título significara, y no sólo en símbolo, la entrega de todo lo que ella había sido capacitada para dar.

Una noche y otra, temeroso siempre al empezar, tranquilizándose después porque ella hacía ostensible su paciencia, porque ella le permitía creer que su silencio, que su oreja cubierta, pero no del todo por el pelo, y el discutible extremo de sonrisa, no eran otra cosa que los elementos con que armaba una turbia, apaciguada coquetería.

Y alguna noche Larsen estuvo seguro de que la palabra título -o el documento o el papel ese-, pronunciada por error, había hecho que se ruborizara suavemente la mejilla que la mujer le presentaba, siempre la misma, la izquierda.

– Usted quiere que le robe el papel y se lo dé. Así se arregla todo, seguimos vendiendo máquinas y viviendo. Pero él, si se encontrara ahora sin el documento ése, se va a sentir más solo, más perdido que si yo me muriera. En el fondo, no me quiere a mí, quiere a esa cartulina verde que acomoda cada noche en el pecho antes de dormirse. No digo querer de veras. Pero en este tiempo la necesita más que a mí. Y yo no tengo celos de una cartulina ni del amor de él por la venganza.

Pero estaba, además, El Chámame, aunque Larsen no utilizó nunca la existencia del antro para fortalecer la persuasión de sus monólogos.

Podría haber sido destinado, cuando lo construyeron, a guardar herramientas, aperos y bolsas, a proteger de la disipación ese olor a humo de leña, a gallinero y grasa envejecida, mucho más campesino que el de los árboles, las frutas y las bestias. Uno de esos galponcitos con una o dos paredes de ladrillos que parecen no haber sido nunca nuevas, alzadas por albañiles aficionados como un remedo de ruina. El resto, vigas, chapas y tablas acomodadas sin otra noción arquitectónica que la del prisma, sin otra ayuda que la paciencia. Como la tapera se encontraba aislada, haciendo esquina en un lote de barro, resultaba evidente que no era la construcción complementaria de ninguna vivienda.

El Chámame estaba a unas cinco o seis cuadras del astillero, sobre el camino ancho por donde subían antes las tropas y que ahora, desde que trasladaron Puerto Tablada, se encontraba abandonado, sin un solo agujero de pezuña en el barro, sólo recorrido por algún jinete solitario o algún sulky bamboleante y quejumbroso viajando entre la costa y las chacras miserables. Alguno, casi siempre, que tenía que tomar la lancha hacia Santa María, por razones de salud, por alguna enfermedad sin misterio situada más allá del poder de don Alves, el curandero. Nadie que fuera a comprar o a vender, nadie con dinero, nadie, siquiera, con ganas de gastarlo.

En el tiempo de los reseros, El Chámame, todavía sin nombre y no necesitándolo, se componía de dos faroles, uno colgado sobre la puerta de entrada, que era la única y se cerraba con una cortina de arpillera, otro de una viga; de un mostrador hecho de tablones cóncavos soportados por caballetes; de una botella de caña y dos de ginebra, de un viejo aindiado y conversador, con un cabo de cuchillo -y tal vez no más que un cabo- asomado en la cintura, siempre en camisa y bombachas, con un talero molestándolo en la zurda, aunque era seguro que se había quedado de a pie muchos años atrás. Una pila de cueros en un rincón que apenas rozaba la luz.

Eso era todo, y alcanzaba. Cuando tuvo nombre -El Chámame, y el subtítulo: «Grandes mejoras por cambio de dueño»- escrito en una tabla que clavaron torcida en un plátano enano que señalaba la esquina y pretendía establecer el límite entre vereda y camino, no hubo que agregarle mucho: algunas mesas, sillas y botellas, otro farol en el rincón donde el espacio de los cueros lo ocupaba ahora una tarima para los músicos. Y en un tirante vertical, otro cartel: «Prohibido el uso y porte de armas», grandilocuente, innecesario, expuesto allí como congraciadora adhesión a la autoridad, que era un milico con jinetas de cabo que ataba cada noche el caballo al arbolito de la esquina.

Ni siquiera hubo necesidad de disponer del viejo del mango de cuchillo en la cintura; éste no hizo más que trasladarse del mostrador a cualquier punta de mesa donde lo toleraran. Y ahí se estaba, móvil y charlatán, pero sin mayor significado que los objetos que él mismo había manejado antes del bautizo: los tablones, los faroles, las botellas. Astuto e insomne, desde la caída de la tarde hasta la madrugada, esperando, y sin equivocarse nunca, el momento oportuno para colocar el «esto me recuerda» y alguna de sus sobadas historias mentirosas. Compartiendo con el cabo el privilegio de emborracharse sin pagar, por lo menos no con dinero, y el de arrastrar contra el piso de tierra -prepotente y seguro uno, casi caricioso el otro- una lonja de rebenque.

No hubo que agregar nada más y en realidad lo único que en una discusión podría haber sido defendido como una mejora, aparte de la mayor riqueza en velocidades para emborracharse que ofrecía el estante, eran los músicos, la guitarra y el acordeón, y su natural consecuencia: las mesas contra dos paredes y los metros de polvo regado, libres para bailar.

No hubo que agregar nada más, porque el resto -es decir, El Chámame mismo- lo traían cada noche los clientes. Iban llegando para armar El Chámame, cargando, siendo cada uno, varón o hembra, una pieza del rompecabezas; hasta sus accidentales ausencias contribuían a formarlo; y hasta pagaban por el derecho de hacerlo.

Nunca pudo saberse de dónde sacaban el dinero; la Petrus, S.A., había interrumpido el trabajo años antes y las chacras de la zona eran demasiado pobres para tener peones permanentes. Tal vez alguno de los hombres trabajara en el lanchaje, pero no podían ser más de dos o tres; Puerto Astillero era ahora sólo un lugar de escala, y de los de menor movimiento, en los recorridos de las lanchas. Las fábricas más próximas -las de conservas de pescado- estaban bastante al sur, entre Santa María y Enduro. Uno de los clientes era el mozo del Belgrano; otro, Machín, decía que era dueño de una lancha y la tenía alquilada en Enduro. Pero estaba todo el resto anónimo, doce o quince, dos docenas en las noches de sábado, y sus mujeres con ropas y pinturas increíbles, un hembraje indiferenciado, un conjunto movedizo de colores, perfumes y agujeros, con tacones altísimos o con alpargatas, con vestidos de baile o con batas manchadas por vómitos y orina de bebés.

Era absurdo hacer cálculos acerca de dónde sacaban el dinero -un peso el vaso chico y dos el grande de cualquier cosa aguada que les sirvieran-, porque tampoco podía nadie saber de dónde salían ellos mismos, los clientes, en qué cueva o qué árbol, o debajo de qué piedra iban a refugiarse desde el momento en que los músicos negaban otros bises y enfundaban, y hasta la hora de la noche próxima en que el viejo del cuchillo en la cintura se trepaba inseguro en una silla para encender el farol exterior que anunciaba sin alharacas al mundo la resurrección puntual de El Chámame.

Larsen entró un sábado con Kunz y no pasó del mostrador. Estuvo examinando a las mujeres con una especie de aterrorizada fascinación y acaso pensó que un Dios probable tendría que sustituir el imaginado infierno general y llameante por pequeños infiernos individuales. A cada uno el suyo, según una divina justicia y los méritos hechos. Y acaso pensó que un Chámame siempre en medianoche de sábado, sin pausa, sin músicos mortales que callaban en la madrugada para reclamar el bife a caballo, era el infierno que le tenían destinado desde el principio del tiempo, o que él se había ido ganando, según se mire.

De todos modos, no pudo aguantarlo, no aceptó la segunda copa y la prolongación de la visita que ofrecía Kunz, y se abstuvo de escupir sobre la ya polvorienta pista de baile -el viejo del cuchillo estaba de pie, torcido por el peso de la regadera llena de agua, haciendo señas a los músicos para que no repitieran el vals-, se guardó y fue engrosando el escupitajo hasta que estuvieron al aire libre, para que nadie tomara por provocación lo que no era nada más que asco y un poco de miedo indefinible.