Cuando terminó la fiesta, me fui al hotel en el que Corine me había reservado una habitación ante mi negativa a quedarme en su nueva casa. Era un viejo hotel de Chueca con el nombre escrito en neón en el que más de una vez yo había dormido años atrás con ocasión de alguna ruptura o, al revés, de algún encuentro amoroso que, por la razón que fuera (normalmente su carácter prohibido), no podía tener en casa. El viejo barrio de mis inicios, el sitio en el que viví dos o tres años cuando llegué, allá por finales de los setenta, y que entonces estaba lleno de viejas tiendas y de tabernas, había cambiado mucho desde aquel tiempo y ahora era el más divertido y concurrido de la ciudad. En las sórdidas callejas de otro tiempo, entonces llenas de drogadictos, abrían sus puertas ahora multitud de locales y de bares, la mayoría de ellos llenos de gente. Gente joven y con ganas de vivir que nada tenía que ver con la que acababa de ver en la galería, pretenciosa y pagada de sí misma y convencida de ser la más interesante del país, ni con la que había dejado en Miraflores, aburrida y vacía hasta la desolación. Entre ella volvía a sentirme como hacía años, cuando yo mismo acudía a aquellos locales, entonces con otros nombres o con otras dedicaciones, y cuando todavía creía que el cielo de Madrid estaba allí para todos y no sólo para unos pocos, los que menos lo merecen normalmente. Yo lo había buscado siempre, como la mayoría de mis amigos de aquellos tiempos, y, cuando lo alcancé, renuncié a él puesto que no era el cielo que yo quería. El cielo que yo quería, el que me llevó a Madrid desde el verde norte, el que me empujó y sostuvo durante bastantes años, en tiempos de privaciones y de penurias de todo tipo, era el que iluminaba los sueños de aquella gente que me cruzaba ahora en mi camino hacia el Hotel Mónaco.

Llegué a éste ya cansado. Últimamente lo estaba siempre y aquel día con motivo: había salido temprano de Miraflores y la fiesta había sido larga. De hecho, estaba borracho, aunque no me hubiese dado cuenta hasta salir. Lo empecé a notar en la calle, por la Gran Vía, cuando ésta comenzó a difuminarse y a llenarse de colores y de coches frente a mí, y lo corroboré ya en Chueca, cuando sus viejas callejas y plazoletas se convirtieron en una especie de laberinto que vomitaba también colores y gente por todas partes. Aun así, seguí caminando. Pasé de largo el hotel, quizá buscando despejarme un poco más antes de ir a dormir, y, cuando me quise dar cuenta, estaba ya en las Salesas, como un perro que siguiese por instinto el camino familiar de tantos años. Al revés que la de Chueca, la plaza estaba desierta. Solamente una persona paseaba al perro entre los cipreses (me acordé del dueño de Sam, y de éste, claro está; ¿qué habría sido de los dos?) y un vagabundo dormía en un banco, cubierto con cartones, como mi viejo amigo Fermín. Me acerqué a mirar, pero no era él. Éste era rubio, extranjero, posiblemente del este. Últimamente había muchos en Madrid. ¿Qué habría sido de Fermín? ¿Se habría ido de la plaza o andaría por los alrededores? ¿Habría muerto tal vez? En cualquier caso, me hubiese gustado verlo y decirle que volvía del purgatorio, como había salido del infierno (en parte, gracias a sus consejos), y que por fin había encontrado mi sitio. Era aquél, aquella plaza, aquel montón de edificios, aquella gente anónima que dormía mientras yo velaba su sueño como él hacía todas las noches, aquel cielo azul y rosa que tanto echaba de menos desde que me fui a la sierra y que volvía a ver desde abajo. Que es como hay que mirarlo, pese a que todos intentemos alcanzarlo y tocarlo con los dedos, sin saber que detrás de él no hay nada, salvo el vacío.