Tercer círculo. El Purgatorio

«El camino más desierto, el más áspero entre Lerici y Turbia, es, comparado con aquél, una cuesta suave y ancha.»

Dante Alighieri

La Divina Comedia , Canto XXXVII

I

Fue como si me hubiera muerto. Como si de repente el mundo se hubiese detenido y dejase de girar en torno a mí.

Como cuando te sumerges en el mar o bajo el agua de un estanque, un gran silencio me rodeó y una sensación de paz sustituyó al ruido de la ciudad y al de la gente que día y noche zumbaba a mi alrededor. Era como si de pronto un nuevo orden viniera a suplir a aquél, un lenguaje diferente y más pausado que nombraba las cosas y a las personas de una manera distinta. Y eso que, todo el verano, el pueblo se llenó, como es costumbre, de madrileños ansiosos por disfrutar de la paz del campo, sin saber que ésta se basa precisamente en su lejanía.

Cuando se fueron, cuando por fin el otoño los devolvió a Madrid y a sus ambiciones y el pueblo recuperó la calma que había perdido durante algunos meses, fue cuando de verdad empecé a vivir la experiencia de estar fuera del mundo. Tras los días del verano y su ficción, la paz volvió a Miraflores, especialmente a las colonias de chalets que rodean el pueblo. La mía, que era de las más antiguas, se quedó casi vacía. La mayoría de los chalets pertenecían a las familias de siempre y éstas preferían ya otros lugares de veraneo, por lo que algunos ni siquiera se ocuparon unos días en verano. Solamente cuatro o cinco cuyos dueños vivían permanentemente en ellos (eran ya gente del pueblo) continuaron abiertos y con las luces encendidas por las noches cuando el otoño llegó a la sierra.

Fue una sensación extraña. Tras el ruido interminable del verano, que en mi caso se sumaba al que yo traía de Madrid, un silencio maduro y amarillo cayó sobre la colonia, al tiempo que los jardines comenzaban a amarillear o a volverse rojos, dependiendo de los árboles y arbustos que los poblaban desde hacía décadas. Porque todos eran ya bastante antiguos, venerables castaños y cipreses plantados antes de la guerra, cuyas huellas muchos de ellos conservaban todavía entre sus ramas. Y es que toda aquella zona, según me contó un vecino, había sido frente un tiempo, cuando las tropas de Franco cruzaron el Guadarrama.

Pero ahora aquella guerra quedaba ya muy lejos de la sierra y de aquel pueblo. Tan lejos como Madrid, cuyo zumbido sonaba ya en sordina en mis oídos, aplastado por la paz de aquel otoño y borrado por los trinos de los pájaros serranos. Que eran los dueños de los jardines ahora, a falta de gente que los molestara.

En el mío, por ejemplo, vivían cientos de ellos. Amparados en la paz de su abandono, que yo apenas arreglé más que lo imprescindible (me gustaba verlo así: casi salvaje), cantaban día y noche sin cesar, como recuerdo hacían también en el jardín de la plaza de las Salesas. Pero allí apenas se los oía. Había que ponerse a escucharlos expresamente para distinguir sus trinos entre el ruido de los coches y las motos que circulaban continuamente en torno a la plaza; justo todo lo contrario de lo que ocurría en la sierra, donde, aunque quisieras dejar de oírlos, seguías oyendo sus trinos, como sucedía en Madrid con el ruido de los coches y las motos.

Y lo mismo pasaba con los árboles. Agitados por la brisa o sacudidos por el viento que bajaba algunos días de la sierra, su sonido era tan dulce como el de los propios pájaros. Por eso no molestaba. Al contrario, hasta se agradecía a veces, tan rotundo era el silencio en la colonia y en el pueblo. Especialmente por las noches, que era cuando yo pintaba.

Solía hacerlo hasta tarde. En la galería de arriba, una habitación enorme que en su origen había sido de los niños (en el tiempo en que los hubo) y que yo convertí en estudio por su tamaño y su buena luz. Aparte de dar al norte, que siempre es la luz más pura, tenía una galería que la tamizaba un poco.

Por el día, dormía hasta muy tarde. Apenas conocía a nadie, ni tenía interés en hacerlo, al menos por el momento, y como solía acostarme de madrugada, aprovechaba el día para dormir, a veces hasta ya bien entrado el mediodía. Luego, comía cualquier cosa (a esa hora, como es lógico, apenas tenía apetito) y me sentaba a leer un rato debajo de los cipreses o me ponía a limpiar la casa. En verano ni siquiera salía apenas de ésta. Solamente para hacer alguna compra o para perderme por los pinares de alrededor. No quería encontrarme con la gente, y menos con los veraneantes. Al contrario: huía de ellos como de la misma peste. Pero, cuando éstos se fueron, a partir del mes de agosto y, sobre todo, ya en septiembre y en octubre, comencé a frecuentar los bares y a los vecinos de Miraflores, intuyendo que éstos nada tenían que ver con los madrileños, que hacían de su presencia una continua muestra de ostentación. Justo aquello de lo que yo venía huyendo, más que de Madrid en sí.

Y es que Madrid seguía dentro de mí, por más que yo la hubiese abandonado hacía ya meses. Tantos años recorriéndola, tanto tiempo habitándola y viviéndola, que son dos cosas distintas por más que a más de uno le parezca que es lo mismo, que difícilmente podía olvidarme de ella, aunque de ninguna forma quería volver a necesitarla. Al menos por el momento.

Había quedado cansado. Como cuando, después de comer, uno queda harto de todo, incluso siente náuseas y ganas de vomitar, de tanto como ha comido, así había quedado yo de Madrid y de la vida que había llevado aquellos últimos años. Por eso necesitaba tanto de aquel silencio, de aquella paz que la sierra, con su otoño melancólico y brumoso, depositaba como una sábana sobre mi corazón cansado.

Las tardes eran casi una medicina. Más cortas que en el verano, pero más delicadas y serenas, se llenaban de olores y de sonidos que quizá habían estado siempre presentes, pero que sólo ahora percibía: el olor del espliego y el del tomillo, el de los piñones rotos, el de la fruta que se pudría, sin nadie que la cogiera, en algunos árboles. Sólo el olor a humo de leña que, cuando hacía más frío, llegaba al atardecer desde las aldeas era extraño y novedoso para mí, aquel primer otoño en Miraflores. Me recordaba al del pueblo de mis abuelos, pero, a la vez, era diferente. El de mis abuelos olía a eucalipto, que era la leña que allí quemaban habitualmente, y el de Miraflores olía a encina, que era mucho más compacto, incluso para el olfato.

Me gustaba sentirlo al volver a casa. Cuando, al atardecer, regresaba de mis paseos, que daba siempre solo hasta que apareció Lutero, me invadía de repente al llegar cerca del pueblo, haciéndome aún más amable y grata la vuelta a él. Porque en mi casa ardía la misma leña. Aunque tenía calefacción (antigua y ya poco práctica: se alimentaba a base de carbón), me gustaba encender la chimenea, más que nada por el olor a encina que desprendía.

Es verdad que la lumbre acompaña a veces tanto como las personas. Lo comprendí aquel otoño y los que le sucedieron, que fueron tres en total, junto con sus inviernos. Cuando caía la noche y la gente se encerraba en sus casas y chalets a ver la televisión hasta el momento de irse a dormir, en la mía sólo la chimenea me hacía compañía entonces, puesto que ni siquiera tenía televisión. Ni quería tenerla por el momento. Decidido a cortar con todo, ni siquiera leía el periódico, salvo de tarde en tarde en el bar, cuando iba a tomar café. Me daba igual lo que sucediera. Así que la chimenea, con su lengua misteriosa y radical, con su llama siempre idéntica y cambiante, se convirtió en mi única compañía, junto con mis pensamientos y con la música que sonaba día y noche en el tocadiscos.

Sonaba mientras pintaba, mientras leía en la galería, mientras, después de comer, me tumbaba a dormir la siesta bajo un ciprés del jardín, o en el sofá del salón de abajo, las tardes que ya hacía frío. Solía poner canciones de los sesenta y, por la noche, música clásica. Aquéllas me transportaban lejos del tiempo en que ahora vivía y ésta me acompañaba, mientras pintaba durante horas, sin molestar a mis pensamientos. Al contrario, conduciéndolos a veces con la suavidad de un ángel por caminos invisibles para el ojo e inaccesibles para mi imaginación. Desde entonces, siempre la escucho mientras trabajo, aunque a veces ponga la radio, cuando me siento más solo o triste de lo normal.

Pero, en aquel otoño, el primero que pasaba en Miraflores, me sentía más fuerte y feliz que nunca. Convencido de que había hecho lo que debía, lo mejor para mí y para mi obra, me sentía feliz en mi soledad, que veía como un regalo y no como un castigo, como hasta entonces. Todavía no conocía el verdadero poder de erosión de aquélla, ni el cansancio que el silencio produce a veces en las personas. Al contrario, creía que ambos eran para mí entonces, además de un privilegio, una fuente de energía para mi trabajo como pintor. Lo confirmaba la intensidad con la que pintaba ahora y la propia producción, que desde que vivía en la sierra había aumentado sustancialmente. Cuando antes necesitaba un mes o dos para cada cuadro, ahora me bastaba con la mitad de ese tiempo. No es extraño, por ello, que aquel año pintara más que los anteriores, cosa que me permitió, incluso, cuando los llevé a Madrid, cumplir con todos los compromisos que había adquirido, tanto con la galería como con particulares.

II

El invierno fue más duro, pero lo pasé también. Se me hizo largo al final, pero logré pasar, si bien el frío y la oscuridad me hicieron tomar conciencia de cuán largo es el invierno y qué duro es en los pueblos de la sierra.

No es que no lo supiera ya. Al contrario, lo sabía desde que, cuando era pequeño, acudía con mis padres al pueblo de mis abuelos por Navidad y veía con cuánto esfuerzo la gente sobrevivía a una climatología adversa. Porque una cosa es el verano, cuando la naturaleza es bella y los días parecen no terminarse nunca, y otra distinta el invierno, cuando a la melancolía y al silencio del otoño se unen el frío y la nieve y las noches se dilatan hasta hacerse interminables. Largas noches invernales que comienzan casi a las seis y que se extienden como una negra sábana sobre los montes y los caminos, haciéndolos todavía más solitarios y misteriosos. Solamente las luces de los pueblos, como luciérnagas en la oscuridad, se veían desde la galería en dirección a Madrid y a la tierra llana.

Yo echaba leña a la chimenea, pero ésta no acababa de calentar del todo la casa. Era como si el frío ambiente estuviera agarrado a ella, como si la oscuridad de fuera penetrara por su boca como el lobo de los cuentos, trayendo todo el temblor de la sierra. A través de las ventanas, yo miraba los árboles desnudos y su sola visión me daba frío. Porque era un frío tangible, un frío blanco y compacto que emanaba de la tierra y de los troncos de los árboles y trepaba por la casa como la hiedra en la primavera. Por eso era tan difícil conseguir librarse de él. Por eso y porque, en mi caso, el frío estaba dentro de mí también, puesto que estaba solo, completamente solo en aquel chalet.