– Me voy -le dije a aquél, alejándome.

– Adiós -me respondió él, sin hacer ni un gesto. Y siguió así, como estaba, mirando al cielo, que amanecía, hasta que le perdí de vista.

X

Tardé en encontrar el sitio. Durante bastante tiempo, busqué por toda la sierra, incluso en las provincias limítrofes de Madrid, pero tardé en encontrar el sitio. No era tan fácil como pensaba.

Antes de ello, además, tuve que decidir qué quería; quiero decir: dónde deseaba vivir, cosa que no tenía aún clara. Porque lo que tenía claro era que quería irme de Madrid. Pero no adónde. Ni siquiera si era de forma definitiva.

Mi primer pensamiento fue el de regresar a Asturias. Pero lo deseché en seguida. Volver a Oviedo o a Gijón, como hizo Paco Arias ya hacía años, hubiera sido un error, puesto que a los pocos meses ya me habría arrepentido como él. Al fin y al cabo, tanto Gijón como el propio Oviedo no dejaban de ser otras ciudades, sólo que más pequeñas que Madrid. Y, por lo que se refería al pueblo, que era otra posibilidad, tampoco me apetecía volver a él en aquel momento, puesto que mi madre vivía ahora allí. Y una cosa era volver a las raíces y otra distinta a la adolescencia.

Desechado el regreso a Asturias, las opciones eran diversas. Una era irme a la costa y otra quedarme en el interior; una irme a un pueblo grande y otra a una casa en mitad de un monte. Todas tenían su lado bueno y su lado malo, aunque no todas me gustaban por igual. Por ejemplo, aunque vivir al lado del mar me atraía (siempre lo he echado de menos), a la vez me inquietaba volver a hacerlo. Tenía miedo de caer en esa especie de conformismo que el mar y el sol te contagian y que había visto en Juan, cuando estuve con él en Ibiza. Además, estaba muy lejos. Aunque quería irme de Madrid (más que irme de Madrid, huir de mi propia vida), tampoco quería alejarme mucho. Aunque me disgustara, seguía dependiendo de Madrid para vivir, porque allí estaban mi galería y mis compradores.

Así que opté por la decisión quizá menos arriesgada. O, por lo menos, la más sensata: buscar un sitio en la sierra, un pueblecito tranquilo en el que poder pintar sin molestias, pero que a la vez estuviera lo bastante cerca de Madrid como para volver a ella cuando quisiera. Al fin y al cabo, y aunque me gustaba el campo, yo era ya un animal urbano.

Pero tardé en encontrar el sitio. Aunque la sierra de Madrid está llena de rincones y de pueblos, me costó encontrar el lugar en el que me gustaría vivir, aunque fuera solamente por un tiempo. La mayoría de las aldeas estaban ya estropeadas por la proximidad de la gran ciudad y los pueblos que se conservaban bien eran demasiado tristes. El caso es que tardé mucho en encontrar el lugar perfecto y, a la vez, al alcance de mi economía.

Lo encontré en el pueblo de Miraflores, después de dar muchas vueltas. Era el sitio que buscaba. Un chalet de veraneo, de los años treinta, con un pequeño jardín detrás. Cuando lo vi, ambos estaban abandonados. Hacía ya mucho tiempo que nadie debía de cuidar de ellos y se veía ya el deterioro que invadía todo el conjunto. Al parecer, la dueña, que era muy vieja, aunque vivía en Madrid, hacía ya muchos años que ni siquiera iba a visitar la casa y solamente un sobrino aparecía de tarde en tarde a comprobar que seguía en pie. Fue él quien me la alquiló. Por un precio mayor del que debía, dado el estado en que se encontraba, pero que yo acepté sin pensarlo mucho, tantas eran ya mis ganas de marcharme de Madrid.

Ni siquiera la pinté antes de mudarme a ella. Ni la pinté ni limpié el jardín, que, con el verano encima, se había llenado de ortigas y hierbas de todo tipo. Me limité a ventilar la casa y a mandar arreglar algunas cosas (la instalación de electricidad, que era muy antigua ya, y la bañera, que estaba rota) y me mudé a ella sin demora, un día de mayo de 1994.

El día antes de irme, llamé a Suso para despedirme de él. Quedamos en el Gijón, como en nuestros viejos tiempos. Me hubiera gustado hacerlo en El Limbo, pero éste ya no existía.

– Me voy -le dije a Suso, cuando llegó.

– ¿Adónde? -me preguntó.

– De Madrid -le dije yo.

Se me quedó mirando muy serio. Últimamente, apenas si nos veíamos. Los dos estábamos ya mayores, él a punto de cumplir ya los cuarenta y yo en la próxima primavera.

– ¿Y eso? -me preguntó.

– Me cansé -le dije yo.

Suso volvió a mirarme con atención. Como si no acabara de creerme. Tantas veces había amenazado con irme de Madrid que estaba justificada su desconfianza.

Pero esta vez se veía que yo estaba hablando en serio.

– ¿Y adónde? -me preguntó Suso, convencido de que aún no lo habría decidido.

– Sí -le dije yo, sorprendiéndolo-. Muy cerca -añadí, sonriendo y llamando al camarero para que nos atendiera-. ¿Qué quieres? -pregunté a Suso.

– Un gin-tonic -respondió.

– Dos -le dije yo al camarero, que se fue en busca de las copas sin saludarnos siquiera, como solfa ser habitual.

Suso me miró de nuevo. Por su memoria pasaba seguramente en ese momento una sucesión de imágenes, todas relacionadas conmigo, que irían desde nuestro primer encuentro hasta los últimos y esporádicos de aquellos últimos años. Unos años, estos últimos, que habían pasado muy deprisa, al menos en mi impresión.

– Te veo muy decidido -me dijo Suso, aceptando que esta vez yo hablaba en serio.

– Ya tengo casa -le dije, por si le quedaran dudas-. Mañana hago la mudanza.

– ¿Mañana?

– Mañana -repetí yo-. Si me quieres ayudar…

– Por supuesto -dijo él, que estaba habituado a hacerlo. En diecinueve años en Madrid, tanto uno como el otro nos habíamos mudado casi tantas de lugar de residencia.

– No te preocupes -le dije yo, sonriendo-. Lo hacen todo los obreros de la empresa.

– ¡Hombre, algo hemos prosperado! -ironizó él, como siempre, devolviéndome la sonrisa.

Pero la suya era un tanto amarga. Más tratándose de él, que nunca hacía concesiones. Era una sonrisa amarga como el limón del gin-tonic que acababa de traerme el camarero.

Suso agitó el suyo y se quedó mirando el café. Eran las diez de la noche. Una hora en la que apenas había gente en las mesas y la que había estaba en la terraza. Comenzaba ya a hacer calor en Madrid.

– Me cansé -volví a repetirle a Suso, como si me justificara.

– Normal -me respondió él. Y, añadió, después de darle un trago al gin-tonic y de echar un vistazo en torno a sí-: Lo que me extraña es que hayas aguantado tanto.

No supe qué responderle. Suso tenía razón, como siempre, así que ¿qué le podía decir? Si acaso, precisarle que mi huida no lo era tanto de Madrid como del mundo en el que vivía desde hacía años. Que no tenía nada que ver con el de él.

Pero no me hizo falta decirle nada siquiera.

– Volverás -me dijo Suso-. Esta ciudad engancha más de lo que tú te piensas.

– ¿Tú crees? -le dije yo, sin reconocérselo.

– Madrid es lo que tiene: que, por un lado, te agota, pero, por otro, te mantiene vivo. Por una parte, te engancha y, por otra, te quema y te maltrata… Y lo que te pasa a ti es que estás en la fase en la que te quema. Desde hace mucho, además.

– ¿Y tú? -le dije yo, desviando la pregunta hacia su persona.

– Yo estoy entre dos aguas -me dijo él, sin reconocer que también estaba ya harto de Madrid. No lo podía reconocer. Aunque sabía que yo era consciente de lo que él sentía y lo que pasaba por su cabeza en cada momento (después de tantos años de amistad, los dos nos conocíamos muy bien), no podía reconocerme que también estaba harto de Madrid, aunque siguiera aferrado a ella. Era su forma de seguir vivo.

Porque ¿qué otra cosa podía hacer, si no? ¿Volver a La Coruña, con su familia, y convertirse en un abogado como su padre? ¿Reconocer que había perdido veinte años engañándose a sí mismo para no tener que enfrentarse a la realidad?

Como la noche en que me despedí del limbo (¡qué lejos quedaba ya!), volví a sentir la melancolía de cerrar otra etapa de mi vida para siempre en aquel momento. Sólo que ésta lo hacía yo mismo. Y voluntariamente, no como aquélla. Lo cual no me evitaba sentir una gran zozobra y hasta cierta nostalgia de unos años que iba a dejar para siempre atrás.

– ¿Otro gin-tonic?

Tomamos otro gin-tonic y otro más antes de irnos, cosa que hicimos hacia la medianoche, cuando el Gijón ya estaba a punto de cerrar. Por la calle, la gente iba y venía aprovechando la primavera y Suso y yo bajamos por Recoletos, disfrutando también de la madrugada y demorando la despedida. La fuente de la Cibeles refulgía en su glorieta como si fuera una gran postal y la ciudad entera, bajo sus luces, parecía una enorme estrella que se hubiera caído del cielo aquella noche. No era tan fea Madrid, pensé yo en ese momento, sintiendo ya por anticipado la nostalgia que imaginaba sentiría de la ciudad en la que había vivido hasta aquella noche. Como de costumbre me sucedía, mis sentimientos volvían a confrontarse.

– Haces bien -me dijo Suso-. Yo, en tu lugar, haría también lo mismo -y añadió, al ver que yo no le respondía-: Hay veces en la vida en que conviene huir de los sitios.

A nuestro lado pasaron dos chicos jóvenes, la chica con minifalda y él con el pelo rapado al cero, y me quedé mirándolos con envidia. ¡Qué no daría yo ahora por volver a ser como ellos!

No era envidia de su edad, sino de su indiferencia.

– El mundo huye de mí desde hace tiempo / Antes no lo veía o no me daba cuenta / El mundo huye de mí desde hace tiempo / como yo huyo de él desde hace años… -recitó, sin mirarme, Suso, como si me hubiera adivinado el pensamiento.

– ¿De quién es? -le pregunté yo, por aquellos versos.

– Mío -me dijo Suso, llegando ya a la Gran Vía.

Nos despedimos allí mismo, en la esquina con la calle de Alcalá. Justo en el lugar exacto desde el que Antonio López pintó la calle durante años aprovechando el amanecer (más de una vez lo vi yo, cuando volvía a casa de retirada). Ahora, en la noche, el tráfico desdibujaba la perspectiva, pero, al mirarla, comprendí por qué el pintor la eligió para plasmar la esencia de la ciudad y quién sabe si la del mundo entero. En el punto de fuga de la calle, el que formaban con sus perfiles los edificios que había más cerca, la silueta de Madrid era tan bella que la ciudad parecía un inmenso cuadro.

– ¡Bueno! -comenzó Suso la despedida-. Si te arrepientes, ya sabes dónde estoy.

– Tú también -le dije yo.

– No -me corrigió él, sonriendo-. Yo ya no sé dónde estás tú ahora.