Pero una cosa era hacer lo que debía y otra hacerlo contra mi voluntad. Si hasta entonces lo había hecho era porque me convenía, es cierto, pero también porque no me molestaba demasiado. Incluso, durante un tiempo, había estado convencido de que era lo que más me interesaba, pero también lo que quería hacer de verdad. Al fin y al cabo, desde muy joven había soñado con ser pintor y con ser admirado por ello. Pero ahora estaba cansado precisamente de todo eso. Ahora estaba harto de aquella vida que, al parecer, comportaba el éxito y que, lejos de hacerme más feliz, me llenaba de angustia y de miedo por las noches. Aunque la gente no lo supiera y continuara pensando que era el hombre más feliz de la ciudad.

IX

Una de aquellas noches, decidí romper con aquella vida. Lo decidí sin decirlo a nadie, ni siquiera a mis amigos más cercanos, como Suso.

Lo decidí sin hablar con nadie. No lo había hecho hasta aquel momento, mientras maduraba a solas la idea que me rondaba desde hacía tiempo, así que menos lo iba a hacer ahora, cuando ya había tomado la decisión.

En realidad la había tomado hacia ya algunos meses; tras la exposición de Asturias, que organizó el Gobierno del Principado reivindicándome de ese modo para mi tierra (a mí, que nunca había recibido más que críticas de mis paisanos, primero por no ser nadie y luego por lo contrario). Pero me faltaba el paso. Me faltaba convencerme a mí mismo todavía de que lo que había decidido era lo que tenía que hacer. Y es que una cosa es decidir algo y otra muy diferente aceptar la decisión que uno ha tomado.

Eso lo haría una noche, de vuelta a casa, de madrugada. Como las últimas noches, que eran de invierno y bastante frías, solía regresar solo, pues ya no me gustaba compartirlas con cualquiera, como hasta entonces. Prefería acostarme solo y despertarme por la mañana sin tener que mentirle a nadie. Venía de alguna fiesta, ya no recuerdo dónde. Por la calle, sólo había borrachos y barrenderos y algún taxi que pasaba en busca de algún cliente. En la plaza de las Salesas, en cambio, varios mendigos dormían envueltos entre cartones y acurrucados sobre los bancos. Todos salvo el más antiguo. El más antiguo de todos, aquel que llevaba allí viviendo ya varios años, permanecía despierto, como solía, contemplando la noche como una esfinge. Quizá lo era realmente después de tanto tiempo haciéndolo allí solo.

Me acerqué a él, como aquella vez. Aquélla fue él quien me llamó a mí (para pedirme tabaco y fuego) y ahora fui yo el que se los pedí a él. Me había quedado sin cigarrillos. Me lo dio y encendió otro para sí. Era un ducados y estaba fuerte, pero me reconfortó. No tanto por el tabaco como por la oportunidad que me daba de hablar un rato con aquel hombre que una noche, hacía ya años, me había enseñado a mirar y a comprender el cielo de Madrid y al que continuaba viendo todos los días, siempre sentado en el mismo sitio.

El hombre me miró sin decir nada. Me miró y siguió a lo suyo esperando que yo fuera el que empezara alguna conversación. Pero no se me ocurría de qué hablar con él en aquel momento. Estaba a gusto a su lado, a pesar del frío que hacía, pero no se me ocurría de qué hablar con aquel hombre que, mientras tanto, seguía en silencio, como si a él le ocurriera igual.

– La soledad es dura -afirmó de repente, sin embargo.

Me dejó desconcertado. Parecía como si supiera lo que pasaba por mi cabeza en aquel momento.

– Sin duda -le respondí.

– No creas que no te entiendo -confirmó-. Te veo todos los días entrar y salir de casa. Incluso cuando estás en ella.

– Y yo a usted -le respondí.

Pero él ni siquiera me escuchó.

– Te veo ir y venir -confirmó, sin mirarme, mientras contemplaba el cielo y chupaba su cigarro con placer- y sé que no eres feliz. Te pasa lo que a la mayoría. ¿No ves todas esas luces? -dijo, indicando a lo lejos-. Es gente que está despierta. Gente que no puede dormir… ¿Y sabes por qué no duerme? Porque está sola, como nosotros -prosiguió su monólogo el vagabundo, mientras yo le escuchaba, respetuoso, sin atreverme a interrumpirle ni a cortarle.

Parecía como si yo no estuviera allí. El hombre hablaba y hablaba como si estuviera solo, quizá por la costumbre o porque le daba igual lo que yo pensara. En eso era como todos, sólo que él decía cosas distintas. Y originales. Por ejemplo, me contó lo que pensaba de Madrid, que era su ciudad natal (había nacido, según me dijo, en Cuatro Caminos, que entonces era un barrio de chatarreros):

– Madrid no es una ciudad, Madrid es una entelequia… ¿Tú sabes lo que es una entelequia? -me preguntó muy serio, mirándome.

– Por supuesto -dije yo, sin saber adónde me iba a llevar.

– Cualquier ciudad de verdad: París, Londres, Nueva York…, está a la orilla del mar o de un río en condiciones. ¿Qué río tiene Madrid?… Ninguno -se respondió él mismo-. ¿Y por qué? Pues porque Madrid es una entelequia… ¿Y cuáles son los mitos de Madrid? -siguió pensando en voz alta-. ¡El oso y el madroño, ya ves tú, que ni hay osos ni madroños y dudo mucho que los hubiera nunca!

– ¿Tú crees? -me atreví a contradecirle yo.

– ¿Cómo que si lo creo? -me miró, con cierto recelo-. ¡Por supuesto que lo creo!… ¡Pero si aquí no había ni tomillos! Si esto era un solar baldío que no valía ni para criar hurones… ¡Y la catedral! ¿Qué me dices de la catedral -exclamó, mirándome nuevamente-, que la han hecho en cuatro días y a destiempo? ¿Te parece eso una catedral a ti?

– Pues no -corroboré con un gesto, no fuera a ser que se molestara.

Y es que, además, tenía razón en parte. No tanto en lo de los símbolos, que, al fin y al cabo, sólo son eso, o en lo del Manzanares, el riachuelo serrano junto al que nació Madrid, que ninguna culpa tiene de que ésta creciera tanto, como en su interpretación de la ciudad en la que los dos vivíamos, él desde su nacimiento.

– Todos los que vivimos aquí somos unos pobres hombres. Tú, yo, todos esos que están durmiendo por ahí -señaló los bancos de alrededor-, los que están ahora en sus casas… Aunque la mayoría piensen que son la hostia -añadió, con una sonrisa.

– ¿De verdad tú piensas eso? -le pregunté, por decir yo algo.

– No es que lo piense, lo sé -me dijo él, muy seguro-. Lo veo todos los días sin necesidad de moverme de este banco.

Entonces, ¿por qué sigues en Madrid? -Por el cielo -me respondió, señalándolo, como aquella noche de hacía ya años.

Me quedé mirando al cielo, como él. A través de los árboles desnudos en cuyas ramas se adivinaban las sombras de las palomas cuyos zureos acompañaban el sueño de los mendigos, me quedé mirando la noche, que era lo que ahora era el cielo: una mancha negra y gris, como la que había en el viejo Limbo. Sólo que el de ésta no tenía estrellas. El cielo estaba cubierto (lo estaba desde hacía días) y apenas si se veía el reflejo de la luna, que la había, hacia Aranjuez.

Observé de reojo al vagabundo. Se llamaba Fermín, según me dijo él también (aunque yo ya lo sabía: por el dueño de Sam, que era amigo suyo), y andaría por los cincuenta años. No muchos más que yo, en todo caso, aunque aparentara el doble. Sin duda por el alcohol, que era la verdadera razón por la que vivía en la plaza, aunque él prefiriera decir que era por el cielo. En eso se parecía a todos los vagabundos que he conocido a lo largo de mi vida.

– Mira, pintor… Porque sé que tú eres pintor -me sonrió, chupando el cigarro-. Lo que tú buscas lo tienes ahí arriba. Todo lo que tú buscas… Y lo que no buscas también… Lo único que te falta es entenderlo, como a todos -sentenció, como si fuera un sicoanalista.

– ¿Tú crees? -le dije yo, divertido (me divertía oírle hablar como si lo fuera).

Lo que te pasa a ti -siguió, sin hacerme caso- es que no quieres entenderlo. Porque saberlo lo sabes ya, ¿a que sí?… Si no -apostilló mirándome- no estarías ahora aquí conmigo.

Yo le escuchaba en silencio. A mi alrededor, la plaza seguía también sin un ruido, pero, poco a poco, los árboles comenzaban a cobrar vida. Eran los pájaros, que despertaban alertados por nuestra conversación y por la claridad que ya comenzaba, más que a verse, a insinuarse por el este. Hacía frío, pero yo apenas lo notaba, tan bien estaba en aquel momento.

– ¿Tú nunca duermes? -le pregunté al vagabundo.

– Depende -dijo él.

– Depende… ¿de qué?

El hombre me miró de arriba abajo. Parecía como si hubiese dicho algo improcedente, aunque en seguida cambió su gesto.

– De los fantasmas -me dijo.

– ¿Los fantasmas?… -ahora el desconcertado era yo.

– Los de la noche -me respondió.

Pensé que iba a seguir hablando, pero se quedó en silencio. Se quedó callado y muy serio, como si algo se le pasara por la cabeza que no le gustaba mucho. Sólo al cabo de un buen rato, habló para preguntarme:

– ¿Tú nunca los has visto?

– A veces -le concedí.

– Yo muchas -me dijo él-. En cuanto cae la noche, empiezo a verlos por todas partes… Tú mismo, sin ir más lejos -añadió, mirándome de reojo-, podrías ser uno de ellos.

– ¿Yo? -exclamé, asombrado.

– Sí, aunque tú no te des cuenta. Ninguno sabe que es un fantasma hasta que alguien lo descubre y se lo dice… A mí me lo dijo un tipo que había estado muchos años embarcado en alta mar -dijo, arrojando el cigarro hacia el seto que tenía junto a él.

Me dejó desconcertado nuevamente. El hombre hablaba y hablaba aparentemente con incoherencia (el alcohol y la locura se la daban), pero, de vez en cuando, decía una frase que me dejaba sin más respuesta. Como ahora, cuando había removido en mi interior todas mis obsesiones con lo que dijo:

– No te engañes. Se ve que no eres feliz. Si lo fueras, estarías en la cama como todos, en vez de aquí hablando conmigo.

Volví a contemplar el cielo. Definitivamente el amanecer estaba ya aproximándose y, por el este, una luz muy débil iluminaba los edificios y los tejados de los más cercanos; una luz tan fría y débil que parecía un efecto óptico. Pero, tras ella, un rumor fugaz, como de un oscuro volcán, comenzaba a crecer en torno a aquéllos y en las ventanas de una ciudad que ya empezaba a despertar, como indicaban las luces en muchas de ellas. Era el ritual de cada mañana. El mismo que yo veía al regresar a casa de madrugada o, desde la ventana de mi habitación, antes de irme a dormir. Pero ahora no lo veía igual que otras madrugadas. Ahora no lo veía con la distancia del que se sabe ajeno al ritual y, por lo tanto, un privilegiado, sino como un habitante más de la gran ciudad en la que vivía, pese a que lo hiciera al margen de todos. Primero al margen de ella y ahora al margen incluso de mí mismo. Como aquellos vagabundos que dormían o velaban el sueño de los otros (de cuando en cuando, alguno se removía entre sus cartones, demostrando de ese modo que no estaba dormido plenamente), yo me había ido apartando poco a poco de la vida ciudadana, convirtiéndome en un fantasma, como Fermín. Y como todos los vagabundos que, como él, vivían en la plaza y eran por tanto los primeros en ver el amanecer.