Al principio, ya digo, la soledad no sólo no me asustaba, sino que la consideraba casi un privilegio. ¡Tanto tiempo sin poder estar a solas más que cuando dormía! Pero, en invierno, cuando comenzó a hacer frío, la soledad comenzó a pesarme. Tantas horas en silencio, con la oscuridad fuera, sin ver a nadie ni hablar con nadie, salvo el hombre de la tienda o el panadero, me empezaron a pesar y a erosionarme, ligeramente al principio y luego ya con intensidad. Porque, durante muchos días, ni siquiera podía pasear como hasta entonces. Aquellos largos paseos entre los pinos que tanto me consolaban y me gustaba dar al principio se convirtieron en el invierno en auténticas odiseas. Especialmente cuando llovía y los montes y caminos se embarraban por completo durante días e incluso meses.

Cuando nevaba, en cambio, era incluso hasta agradable poder pasear por ellos. Provisto de buenas botas y abrigado hasta las cejas (el viento cortaba el aire y hasta la respiración a veces), caminar sobre la nieve era un ejercicio lleno de sensaciones; sobre todo cuando aquélla estaba virgen, por reciente o por inaccesible. La de la carretera, en cambio, en seguida se volvía un barrizal a causa de los turistas que venían con sus hijos a deslizarse por ella con sus trineos, cosa que hacían continuamente y por todas partes. En esos días, yo me escondía en mi casa. Como me ocurría en verano, no quería verlos ni oírlos hablar de sus ilusiones y sus problemas, tan anodinos.

Con los vecinos de Miraflores, por el contrario, me gustaba charlar a veces. Con algunos de ellos al menos. En los bares de la plaza, donde se congregaban a todas horas, especialmente los jubilados, o por los campos de alrededor, cuando me los encontraba en el curso de mis paseos, me gustaba hablar con ellos, sobre todo con los que habían vivido siempre en el pueblo. Porque eran los más interesantes. Los otros, los que habían emigrado y vuelto o los que trabajaban fuera, en Madrid, estaban contaminados por la forma de vida de la ciudad y me interesaban menos.

Sobre todo había un par de ellos con los que me gustaba hablar. Uno era el panadero, al que veía prácticamente todos los días, y otro era José Luis, uno de los ganaderos que todavía quedaban en Miraflores. Tenía más de cien vacas que pastaban libremente por el monte todo el año. Tanto uno como otro en seguida trabaron relación conmigo. Aun sin saber qué hacía yo en Miraflores, ni por qué me había ido a vivir allí, trabaron cierta relación conmigo, relación que iba más allá de las simples palabras de cortesía o de saludo de los demás vecinos.

Ni uno ni otro me preguntaron nunca a qué me dedicaba ni de qué vivía realmente. Al contrario que muchos de sus vecinos, que comentaban distintas cosas de mí (ninguna de ellas muy positiva, por cierto), ni el panadero ni José Luis me preguntaron nunca qué hacía en su pueblo ni a qué me dedicaba, si es qué me dedicaba a algo. Los dos debían de pensar que, si yo hubiese querido que lo supieran, ya se lo habría dicho hacía tiempo. Así que se limitaban a hablarme de ellos, y de la historia de Miraflores, que era lo que yo quería. Gracias a José Luis, por ejemplo, supe la del chalet en el que vivía, que era más larga de lo que cabía pensar.

Al parecer, aquella colonia, como llamaban en Miraflores a los chalets de la carretera que lleva al puerto de La Morcuera, la habían construido familias adineradas de Madrid en los años de la República. Cuando comenzó la guerra, la mayoría de ellas huyeron y los chalets fueron requisados, sirviendo de hospitales de sangre a los soldados que defendían la sierra del Guadarrama por aquel lado. Por fin, cuando terminó la guerra, los chalets revirtieron a sus antiguos dueños -los que habían sido afines al bando vencedor, que eran la mayoría de ellos-, mientras que los de los que pertenecían al bando republicano fueron tomados como botín y entregados a personas que habían destacado en su colaboración con el nuevo régimen. El mío fue uno de ellos. Su actual dueña, me dijo el panadero cuando ya nos conocíamos un poco, era la hija de un militar franquista que se adueñó del chalet en aquel entonces, aprovechando que sus dueños se habían exiliado en Francia.

El descubrimiento de aquella historia (que se completaría pronto con la del propio pueblo) me hizo pensar en lo desconocida que es muchas veces la de los sitios en que vivimos. Pasamos en un piso varios años, nos mudamos de casa y cambiamos de una a otra varias veces sin saber quién vivió allí antes que nosotros ni qué cosas sucedieron en el lugar en que ahora dormimos o en el cuarto en el que trabajamos. Yo mismo, si recordaba las casas en las que había vivido, no podía contar nada de ellas, salvo sus características físicas y arquitectónicas, excepción hecha de la de mis abuelos de Asturias, que, como el chalet en que ahora vivía, también estaba llena de historias de la guerra. Las demás, incluida la de mis padres, en Gijón, donde pasé mi infancia y mi adolescencia, no eran más que unas paredes mejor o peor pintadas y unas habitaciones más grandes o más pequeñas, pero habitaciones al fin y al cabo.

Ahora sabía, sin embargo, que las casas tienen su historia. Como nosotros. Y que, a veces, esa historia planea largamente sobre ellas, como le sucedía al chalet en que yo vivía desde que dejé Madrid. Aunque algo ya había imaginado por mi cuenta. Tanto tiempo vacío y sin abrirse, tan grande y sobrio a la vez, todo me hacía pensar en cómo serían sus dueños, que suponía habrían de ser los descendientes de los que lo construyeron en los años treinta. Seguramente serían, pensaba cuando llegué, una familia de ricachones a los que les sobrarían las casas como ésa (por eso no venían nunca) o, al contrario, una familia venida a menos que apenas si podía ya mantener sus gastos. Por eso me lo habría alquilado a mí, entre otras muchas razones. Pero lo que nunca se me había ocurrido era pensar que su dueña (a la que nunca había visto ni vería) lo fuera por apropiación injusta, por mucho que figurara a su nombre en los documentos.

De los antiguos dueños, en cambio, José Luis no recordaba ya nada. Le sonaba que eran médicos, pero no podía asegurarlo. ¡Había pasado ya tanto tiempo! Lo único que sabía, como otra gente del pueblo, es que nunca volvieron por Miraflores, lo que les hacía pensar que habrían muerto. O que seguían viviendo en Francia.

Pero ¿y sus hijos? ¿Qué habría sido de aquellos niños que un día jugaron en la galería, la que yo utilizaba ahora para pintar? ¿Vivirían o habrían muerto también? Y, si vivían, ¿por qué no habían vuelto a reclamar lo que era suyo, como habían hecho otros a raíz de la muerte del dictador? Estas preguntas y otras me hacía yo aquel invierno mientras pintaba en la noche acompañado solamente por la música o la radio y por el viento que batía fuera contra las ramas de los cipreses. La chimenea crepitaba en el salón y la calefacción caldeaba a duras penas la casa, pero el frío se colaba por todas las rendijas como si fuera un fantasma helado. Un fantasma que venía a despertar a los de dentro, aquellos que habitaron el chalet mientras permaneció cerrado y que ahora volvían a revivir, aunque yo no los viera nunca. La primera vez que vino Suso me lo dijo: todas las casas tienen secretos; somos nosotros los que les damos vida.

Me gustó aquella idea de Suso, aunque sin duda la improvisó, como de costumbre. Me gustó aquella idea de Suso de que la casa tuviera sus fantasmas hibernados o dormidos desde siempre y que fuera yo, al habitarla, el que les diera vida de nuevo. No es que creyera que los fantasmas existían de verdad; es que me habría gustado que existieran. Así sabría, entre otras muchas cosas, lo que había pasado con los primitivos dueños, y dónde estaban ahora, y si se acordarían todavía de ella. Y lo mismo respecto de los que la usurparon: ¿qué habría sido del coronel franquista? ¿Cómo sería su hija? ¿Por qué habría abandonado la casa durante tanto tiempo?

A la historia de la casa se unió la de Miraflores. Me la contó el panadero, que estaba muy orgulloso de haber nacido en el pueblo. Era la misma historia de todos los de la sierra, pero a aquél le parecía de lo más original. Sobre todo cuando contaba cómo el pueblo había pasado de ser un centro de ganaderos que llevaban cada día la leche hasta Madrid para venderla en casa o en las vaquerías a ser la capital del veraneo madrileño en la posguerra. Algo que yo comprendía que a sus vecinos les pareciera digno de orgullo, y aun de satisfacción y felicidad, puesto que para ellos la influencia de Madrid era vital. No en vano seguían viviendo de sus vecinos, como sus antepasados cuando iban a vender leche.

Para mí, en cambio, que venía huyendo de Madrid, ésta era un simple brillo en la noche, un resplandor tembloroso, un ruido sordo y lejano que, aunque inaudible desde la sierra, seguía sonando en mis oídos a pesar de los meses que llevaba ya viviendo lejos de ella. Pronto haría un año, aunque me pareciera menos.

III

De lo que allí ocurría, de hecho, apenas sabía ya nada. Solamente las noticias que leía en el periódico (o escuchaba por la radio algunas noches) y las que me traían mis amigos cuando venían a verme de tarde en tarde. Pocos, puesto que pocos eran los que sabían dónde había ido a vivir.

El que más venía era Suso. Vino, primero, por el verano, para ver cómo era el chalet, y volvió luego por el invierno, para ver si seguía vivo, según dijo. Le pareció un buen sitio para pintar, pero demasiado aislado. Él sería incapaz, me dijo, de vivir más de un mes en aquel lugar.

Vino también una vez Corine, la dueña de la galería. Con David, su nuevo amante, mucho más joven que ella. Estuvieron viendo la obra que había pintado en aquellos meses. Era lo único que les interesaba. De hecho, ni siquiera les invité a quedarse, como hacía con todos mis amigos. Con Rosa Ramos, por ejemplo, con la que terminé acostándome el día en que vino a verme.

Nunca lo habría imaginado. La conocía desde hacía años, desde que llegué a Madrid (ella acababa de llegar también por entonces), y durante mucho tiempo compartimos pisos y amigos, además de otras muchas cosas. Principalmente nuestro trabajo, puesto que éramos los dos únicos pintores de aquel grupo. Pero nunca se me pasó por la imaginación siquiera que me llegaría a acostar con ella. Primero, porque, al principio, cuando podía haber ocurrido, los dos teníamos ya pareja y, después, porque los dos nos habíamos hecho ya tan amigos que cualquier otra relación nos habría parecido casi un incesto. Pero, el día en que vino a verme, las circunstancias propiciaron aquel encuentro. Me debió de ver tan solo que quizá se apiadó de mi.