VI

Y lo tenía, vaya que si lo tenía. No en la temática, que era la misma de hacía ya tiempo (aquellos frutos inmóviles y aquellos bodegones de pintor tan misteriosos), sino en el cromatismo que dominaba mis cuadros últimamente.

Y es que el color de la sierra, la gama siempre cambiante tanto del perfil del cielo como de la tierra, abajo, se había metido ya en mi paleta, que absorbía aquéllos igual que yo. Cuando yo veía, al andar, el cambio de los colores en los pinares de Miraflores o, desde el puerto de La Morcuera, hasta el que llegaba a veces para alegría de Lutero, que debía de haberse extraviado allí y seguramente pensaba que iba a volver a ver a su dueño, en las montañas que flanqueaban el río Lozoya, esos colores se iban metiendo en mi alma del mismo modo que los sonidos y los olores que me llegaban, mientras miraba aquéllos, de todas partes. Por eso aparecían cuando me ponía a pintar, surgiendo de mi paleta como si fueran una elección y no una imposición de ésta. Fue cuando comencé a comprender, después de tanto color urbano (los verdes y negros fuertes con que pintaba en Gijón y Oviedo, los azules y los rosas de mis años en Madrid), aquello que también le escuché decir a alguien alguna vez de que el alma de un pintor es su paleta. Si eso era así, y cada vez lo creía más cierto (de hecho, desde hacía años, había empezado a guardar algunas, tanto mías como de otros pintores amigos míos), mi alma estaba cambiando. Lo hacía, además, muy deprisa, sin estridencias, pero deprisa, empujada por la fuerza de mis cambios personales, sobre todo del más decisivo de todos ellos, que era el de mi residencia, y por la influencia en ella de un año y medio de silencio y soledad casi generales. Pues, si bien, durante un tiempo, algún amigo subía a verme desde Madrid, incluso alguna amiga se quedaba conmigo varios días (rompiendo así, entre otras cosas, mi involuntario ayuno sexual), poco a poco unos y otros se fueron olvidando de mi presencia en aquel chalet de la sierra. Hasta Suso, que fue el más fiel como siempre, se limitaba ya últimamente a llamarme por teléfono para ver cómo seguía, pues cada vez le daba más pereza subir a verme hasta Miraflores.

Así que la pintura era ya mi única amiga, además de mi profesión. Mi única amiga, mi única patria y hasta mi única compañía en aquellos días en los que la soledad y el frío se amalgamaban en una misma sustancia que adormecía mi alma y mi inspiración. Porque mi alma y mi inspiración eran ya la misma cosa. Sin apenas aventuras ni experiencias que contar a los demás, sin más acontecimientos que el del transcurso del propio tiempo, sin más pasiones que las vividas, mi alma y mi inspiración eran ya la misma cosa, como la nieve y el aire fuera. Ése fue el principal cambio, la principal transformación que mi pintura experimentó por aquella época. Una transformación que se reflejó, primero, en mi paleta, que pasó a estar dominada por los grises, y, luego ya, en la temática, que, aun siendo igual que la de otros tiempos, comenzó a volverse más imprecisa. No tanto en su composición como en el trazo. Aquellos frutos maduros y aquellos cielos fantásticos que dominaron mis cuadros durante algunos años fueron borrándose poco a poco, como si lloviera en ellos lo mismo que en mi interior. Porque, desde hacía ya tiempo, ésa era la sensación que tenía: que llovía en mi interior lo mismo que lo hacía fuera y que esa lluvia afectaba también a mi propia obra. De ahí que aquellas paletas, de las que conservo algunas y que te enseñaré algún día, estén llenas de blancos y de grises, como el cielo de la sierra en el invierno.

Si la paleta es el alma y el verdadero yo del pintor, como creía el autor de aquel pensamiento, yo había cambiado mucho en aquellos meses. Si la paleta es su mejor cuadro, o por lo menos el más auténtico, por irracional y puro, como también sostienen algunos, yo había cambiado más en el poco tiempo, apenas un año y medio, que llevaba viviendo en Miraflores que en los últimos diez años en Madrid. Aquel pintor estresado, aquel hombre atormentado y angustiado por su éxito que había llegado a la sierra buscando paz para su pintura era ahora un hombre aterido y lleno de soledad que era incapaz de pintar en paz. Así que la paradoja se me producía de nuevo: cuando la gente me rodeaba, cuando los periodistas me atosigaban a todas horas, en casa y fuera de ella, buscando alguna noticia o algo que poder contar, no podía pintar por eso y, ahora que estaba allí solo, no podía pintar tampoco porque la soledad me paralizaba. De ahí que aquellas mañanas, cuando me despertaba después de unas cuantas horas, a veces en el sofá en el que me había quedado dormido sin darme cuenta, y veía a través de las ventanas la niebla borrando el pueblo me costara tanto volver a la realidad y mucho más retomar el cuadro o lo que estuviera haciendo en aquel momento.

Por fortuna para mí, volvió a llegar el buen tiempo. Y, aunque en la sierra, tarda en aposentarse, pronto los días se hicieron más luminosos y el campo empezó a brotar, como cada primavera. Lucero y yo, después de tan largo invierno, también volvimos a brotar de nuevo (el perro más que yo, puesto que era un cachorro aún). Reanudamos los paseos por el monte y las estancias en el jardín, que también comenzaba a resucitar y que exigía ya algún cuidado, siquiera mínimo, de mi parte. Eso unido al mejor clima y a la extensión de los días, que se iban alargando poco a poco nuevamente, sobre todo a partir del mes de abril, cuando el Gobierno cambia la hora (¡qué poder el de un Gobierno, que incluso alcanza a la luz del día!), hizo que por fin saliese de aquella especie de depresión que durante cinco o seis meses me había tenido encerrado en aquel viejo chalet de Miraflores.

Porque era una depresión lo que yo había pasado en aquellos meses. Aunque sonara duro decirlo así y me resistiera a decir la palabra en alto, lo que yo había pasado en aquellos meses era una depresión, por más que fuera bastante suave. Aquella desazón que me asfixiaba, aquel desasosiego que sentía al despertarme algunas mañanas, aquella melancolía que me dejaba casi sin fuerzas y que me mantenía durante días tirado en cualquier lugar era una depresión, si bien yo no la consideré tal hasta que, con la primavera, volví a sentir que de nuevo volvía a hervirme la sangre. Una sangre que hasta entonces había estado dormida como la savia de los cipreses o la de las enredaderas de los jardines de la colonia.

Cuando me lo reconocí a mí mismo, me asusté de mi propia vida. Sin duda había calculado mal mis fuerzas y empezaba a pagar las consecuencias de una decisión muy dura, fue la primera conclusión que extraje. Pero quizá era mucho más que eso. Quizá, además de las consecuencias de una decisión muy dura y sin duda tomada con precipitación, aquella melancolía que sentía ahora tenía raíces más profundas que la simple soledad de un par de inviernos. Tal vez tenía razón Reinaldo, mi vecino de chalet, que era siquiatra (trabajaba en Alcalá, en un hospital, e iba y venía todos los días a Miraflores), cuando me dijo que todos los esfuerzos dejan huella, da igual que sean físicos o anímicos, y que por eso uno debe medir sus fuerzas antes de dar cualquier paso. Sobre todo si ese paso es tan difícil como el que yo había dado al cambiar de vida después de muchos años viviendo en la ciudad.

El verano no me ayudó a olvidarme de aquel invierno. Al contrario, el buen tiempo y el calor, junto con la llegada de los veraneantes (que acudieron, como siempre, como pájaros a sus nidos), no sólo no me sirvieron para olvidarme de aquel invierno, sino que acrecentaron en mí sus ecos, que eran como los de un río, sólo que oscuro y muy subterráneo. A pesar del ruido y la gente, a pesar de los muchos coches que ahora quebraban la paz del pueblo y de las colonias, yo seguía oyendo los ecos de aquel río subterráneo y oscurísimo que seguía corriendo por mi interior. Aquel río de aguas turbias y fangosas, llenas del lodo de los viejos sueños, que quizá llevaba fluyendo dentro de mí desde que nací, pero que no empecé a escuchar hasta aquel invierno, pese a que el anterior ya había intuido su presencia. Quizá porque aquel invierno, aun a pesar de ser el primero que pasaba solo en la sierra, fue también el primero de mi vida en el que tuve conciencia de ser un río yo mismo. Un río tan lento y grande como el que oía ahora dentro de mi corazón.

VII

Sólo dejé de oírlo unos días, los que pasé con aquella chica que apareció de pronto en mi vida. Yo, que había abandonado hacía ya tiempo cualquier posibilidad de enamoramiento, incluso de simple sexo, en aquel lugar, de repente me veía reviviendo viejas pasiones y sentimientos adormecidos y hasta olvidados.

Fue tan fugaz como el propio tiempo. Aquella chica pecosa, veinte años casi menor que yo, que apareció de pronto en mi vida y me sacó de mi postración ni siquiera se quedó para asistir a la llegada de un nuevo otoño a la sierra y mucho menos a la del tercer invierno que yo iba a pasar en ella. Se fue en septiembre junto con su madre, como la mayoría de los veraneantes, dejándome de nuevo solo, si es que no lo había estado siempre. Porque aquel amor de verano, aquella pasión fugaz que trastornó del todo mi vida hasta el punto de impedirme trabajar y hasta pensar, no había sido más que eso: una pasión imposible, un espejismo fugaz semejante a los que a veces creamos nosotros mismos para poder seguir subsistiendo. Lo cual no me impidió sucumbir a él con el entusiasmo de un adolescente y con la entrega de un necesitado. Yo, que me creía ya a salvo de todo, excepto de mi pasión por la propia vida. Pero uno, a lo que se ve, nunca está a salvo de nada. Uno cree que es muy fuerte o que está ya curtido por dentro como una piel de tambor y, de pronto, aparece una mujer y te trasforma de arriba abajo. En mí caso, aquella vez, ni siquiera fue una mujer. Fue una muchacha de veinte años (veintidós, exageró, sin duda por vanidad) que apareció de pronto en mi casa para ver qué era lo que yo hacía. Según me dijo ella misma, estudiaba Bellas Artes en Madrid, ciudad en la que vivía desde que se trasladó a España desde Argentina junto a su madre, hacía ya muchos años. Estaban en Miraflores, en una urbanización nueva, pasando el mes de agosto, como tantos y tantos madrileños.

Me impresionó su espontaneidad. Desde el primer momento me deslumbró por su simpatía, pero, sobre todo, por su espontaneidad. Era la primera vez que alguien llamaba a mi puerta para interesarse por lo que yo pintaba. Y lo hacía sin dar muchas vueltas: presentándose en mi casa una mañana por sorpresa y entrando al ver que nadie le respondía. Yo estaba arriba, en la galería, con la música a todo volumen, concentrado en lo que estuviera haciendo, y no oí sus llamadas, entre otras cosas porque nadie solía llamar a mi puerta nunca. Así que, cuando la vi, subiendo ya la escalera que conducía a la galería, me quedé desconcertado y halagado al mismo tiempo. ¿Quién era aquella muchacha, tan bella, por otra parte, que se atrevía a entrar en mi casa sin presentarse ni llamar antes?