En realidad, era lo único que yo echaba de menos de Madrid: el sexo. En Miraflores, las posibilidades de acceder a él eran tan remotas que ni siquiera me las planteaba. Prefería dejarlo para cuando iba a Madrid, cosa que hacía cada vez menos.

Y es que bajar a Madrid me producía una sensación muy rara. Por una parte, me apetecía, más que nada por ver a los amigos como Suso, pero, por otra, me recordaba la sensación de hastío y de aburrimiento que me había llevado a marcharme. Así que mis visitas solían ser muy rápidas. Pasaba por La Mandrágora para dejar los cuadros que había pintado desde la última, veía a algún amigo y alguna exposición que hubiese en aquel momento y en seguida regresaba a Miraflores, habitualmente en el mismo día. Aunque, a veces, ya al final, me quedaba en casa de alguna amiga que todavía estuviera dispuesta a compartir conmigo su cama y su soledad. María Luisa, por ejemplo, o Bárbara, la francesa.

Pero prefería que fueran ellas las que subieran a verme a mí. Prefería que subieran y se quedaran allí unos días, para no sentirme tan solo como me sentía a veces. Especialmente por las noches, cuando no podía pintar.

Porque, cuando me sentía muy solo, me costaba mucho pintar. Me ponía frente al lienzo, con la música o la radio encendidas como siempre, pero el silencio que había fuera se superponía a ellas. Entonces, yo me asomaba a la galería y miraba los chalets que tenía enfrente, todos cerrados o abandonados como en el resto de las colonias, y me invadía la sensación de estar también cerrado y olvidado para el mundo, como ellos. Y en cierto modo lo estaba. Después de casi un año viviendo en aquel lugar, después de un largo invierno de aislamiento y soledad casi completos (el primero que pasaba de esa forma), después de tanto silencio y de tantas noches pintando, sentía que todo aquello comenzaba ya a pesarme levemente. El entusiasmo de los primeros meses había desaparecido y, en su lugar, quedaba ahora una costumbre que se convertía en rutina, como siempre sucede en esos casos. Por eso, algunas noches, cuando me ponía a pintar, la soledad y el silencio, más que ayudarme a ello, se convertían en dos puñales que se clavaban en mi cabeza.

Esas noches, que al principio fueron pocas, pero que, el segundo invierno, comenzaron ya a repetirse, era cuando echaba en falta la compañía de aquellas mujeres que, cuando vivía en Madrid, estaban siempre dispuestas a compartir conmigo su soledad. Pero ahora lo tenía más difícil para verlas. Sobre el mapa, Miraflores estaba cerca de Madrid, pero sobre el terreno aquella distancia se multiplicaba por cuatro o cinco. Me pasaba a mí mismo, que cada vez me sentía más lejos, cuánto más a mis amigos, que seguían viviendo como yo antes y sólo concebían salir de la ciudad un par de veces, una en invierno, para ver y pisar la nieve, y otra en verano, para pasar un día de campo. Un día de campo que normalmente consistía en comer en cualquier pueblo o restaurante de la sierra, dar un paseo por sus alrededores y volver a Madrid a toda prisa para no verse sorprendidos por el atasco de los domingueros.

Yo pensaba que ahora, con mi presencia en la sierra, esa actitud cambiaría y su tradicional resistencia a dejar Madrid se quebraría y vendrían a verme. Pero ni mucho menos ocurrió de esa manera. Ni siquiera al principio, cuando la novedad de mi decisión podía haberles hecho interesarse un poco, más que por mí, por conocer el sitio en que ahora vivía. La mayoría ni siquiera vinieron a conocerlo, cosa que en un principio no me importó (al contrario, casi hasta lo agradecí), pero que, a medida que fue pasando el tiempo y la soledad empezó a pesarme, lo tomé como una traición. Sobre todo en el caso de aquellos que, como Luca, mientras yo vivía en Madrid, estaban siempre en mi casa. Y lo mismo podía decir de aquellas mujeres que me perseguían a todas horas cuando yo vivía en la ciudad.

Fue irme de Madrid y olvidarse de mí justo al instante. Cierto que algunas de ellas me siguieron llamando durante un tiempo, sin saber que me había ido o sin acabar de creer del todo que fuera cierto, y que a alguna seguí viéndola y tratándola cuando bajaba a Madrid de visita. Pero la mayoría desaparecieron, interesadas más ya por otros. Con mi huida a Miraflores, yo había dado, al parecer, una impresión de debilidad que a mucha gente le decepcionó. Se ha hecho mayor, comentaron, cuando supieron que me había ido.

Como es lógico, a mí me importó muy poco lo que de mí pudiera decir la gente. Nunca me había importado, así que menos me iba a afectar ahora. Estaba ya tan harto de Madrid, estaba tan cansado de la vida que había llevado durante años que me daba lo mismo todo lo que de mí pudiera decir o pensar la gente. Pero ahora, que empezaba a sentirme un poco solo, ahora que algunas noches la soledad comenzaba a pesarme ya hasta el punto de que a veces impedía hasta pintar, necesitaba saber que seguía teniendo amigos, cosa que ya comenzaba a poner en duda. Por eso aquellas visitas que, en los primeros tiempos, me resultaban indiferentes, ahora se habían convertido en una necesidad para mí.

Pero, cuanto más las necesitaba, en menor número se producían. Cuantas más señales enviaba de que cualquier visita sería bien recibida, menos respuestas recibía, de quienes más las esperaba y deseaba por lo menos. Como si de repente me hubiese convertido en un fantasma, en un nombre sin un cuerpo detrás, la gente se empezó a olvidar de mí, como, por otra parte, si soy sincero, yo ya esperaba. Fue cuando comprendí que mi decisión, aquella decisión tan radical que tomé en un momento muy concreto de mi vida, era más dura de lo que yo pensaba y me iba a exigir más fuerzas de las que quizá tenía. Porque aquel retiro en la sierra no era una vuelta al limbo, como creí. Aquel retiro en la sierra, en aquel viejo chalet que se asomaba al puerto de La Morcuera y al Guadarrama, no era un remanso de paz, como también creía al principio (y como seguían pensando quizá algunos de mis amigos, que sólo lo conocían de visita), sino un duro purgatorio personal. Un purgatorio interior seguramente necesario para llegar a alcanzar el cielo, pero que, de momento al menos, se parecía más al infierno que al paraíso, aunque, desde fuera, seguramente, la mayoría de mis amigos lo vieran justo al revés.

IV

Y es que, mientras yo seguía allí solo, mientras yo luchaba a solas contra el frío y los fantasmas por la noche y por el día dormía o paseaba durante horas (desde hacía ya algún tiempo, en compañía de Lutero, el perro que muy pronto será tuyo también), mi nombre seguía sonando y mi popularidad creciendo entre los aficionados a la pintura y al arte de toda España. Ahora, incluso, más que antes, merced al alejamiento en el que vivía y al misterio que me daba, al parecer, mi retiro voluntario en Miraflores.

Es cierto que la distancia contribuye a adornar la imagen y hasta la obra de los que se alejan. A mí me sucedió en aquella época, aunque yo no lo buscara de propósito. Al revés, si algo buscaba era la paz que necesitaba para poder vivir y pintar tranquilo. Después de años viviendo en el centro del volcán de la ciudad, después de años pintando como si fuera la última vez que lo hacía, después, en fin, de todo aquel tiempo en el que mi pintura y mi vida se empujaban una a otra, incluso en sentido opuesto, yo lo que buscaba ahora era la paz de la adolescencia, cuando pintaba sin pensar que alguien iba a analizar lo que pintaba y mucho menos a criticarlo. Algo que deseé cuando no lo tuve, pero que, cuando lo tuve, me comenzó a pesar, como pasa siempre.

Pero, aunque encontré la paz (al menos, el primer año), mi retiro en Miraflores produjo un segundo efecto con el que yo no había contado al irme a vivir allí. Y ese efecto no fue otro que el de darme una aureola de misterio que derivaba precisamente de mi silencio y que fue en aumento con el tiempo, pese a que yo tardé en percibirlo. Porque, encerrado en aquel pueblo de la sierra, sin ver a nadie ni hablar casi con nadie, lo que de mí decía la prensa era algo en lo que yo ni siquiera pensaba entonces. Cierto que algo sabía por mis amigos, los que venían a verme y los que veía yo cuando bajaba a Madrid, pero, por lo general, vivía ajeno por completo a lo que de mí decían los periódicos y las revistas especializadas. Que, por otra parte, siempre necesitan algo que anime un poco sus reportajes. Yo me convertí, por ello, en un pintor especial. No por lo que pintaba, que era lo mismo de siempre (quizá un poco más abstracto últimamente), sino por aquel misterio que, al parecer, le daba a mi obra mi retiro voluntario y mi huida de Madrid. Quien más, quien menos, todos veían en ellos una intención estratégica, si no ideológica y hasta simbólica, que cada uno interpretaba a su voluntad. Según unos, se trataba de una huida hacia delante, hacia la pintura pura que, al parecer, todo artista busca y, según otros, era un retorno al pasado, hacia el arte como expresión primigenia y, por lo tanto, incontaminada. Para unos, mi retiro en Miraflores era un reto personal que yo mismo me había impuesto y que difícilmente podría cumplir (estaba demasiado acostumbrado a la ciudad, consideraban) y, para otros, era un fracaso, una reacción freudiana que delataba, entre otros problemas, mi inconsistencia y mi inmadurez. El caso es que todo el mundo tenía una interpretación que dar a mi decisión de dejar Madrid.

El único que no la tenía era yo precisamente. Desconcertado por todo aquello que de mí decían los periódicos, desgastado por el peso de mi primer invierno en la sierra, que fue largo y muy oscuro, como he dicho, yo era el único, parece, que desconocía mis intenciones tanto al abandonar Madrid como al perseverar en mi decisión. Porque pasaban los meses y yo seguía en la sierra. Se acercaba ya el verano, el segundo que pasaba en Miraflores (el anterior ni siquiera había ido a Gijón), y yo seguía en mi sitio, aferrado a mi pintura y a Lutero, que era mi compañero de purgatorio desde hacía meses. Lo había adoptado en la primavera, cuando apareció por casa buscando algo que comer (lo debían de haber abandonado en los pinares), y se quedó conmigo para siempre, aunque tardó en aceptarme como su dueño. Seguramente esperaba que volviera todavía el anterior, aquel que lo abandonó o que lo perdió, quién sabe. El caso es que Lutero, como lo bauticé por segunda vez a falta de saber su nombre auténtico, tardó tiempo en aceptarme como dueño y, cuando por fin lo hizo, lo hizo marcando distancias. Se veía que era un perro con carácter, pese a que, como yo, estuviera solo en aquel lugar.

La soledad nos unió, por tanto. La soledad me unió a aquel perrillo de la misma manera en que a él a mí y de la misma forma en que, hacía ya años, a mí me unió a aquellos jóvenes que, como yo, llegaban a Madrid procedentes cada uno de una ciudad diferente, decididos a conquistar el cielo.