Era la primera vez que recibía una visita así desde que vivía en la sierra. Las demás habían sido todas de amigos míos y todas anunciadas previamente, a veces con mucho tiempo de antelación. Ésta era la primera que recibía por sorpresa y de una persona desconocida. Se llamaba Rosalía (se apresuró a presentarse ella) y era tan joven y tan hermosa que me pareció casi un espejismo. Incluso llegué a pensar por algún momento que tantas horas allí encerrado, sin dejar de pintar y sin hablar con nadie, me estaban empezando ya a pasar factura.

Pero la chica era de verdad. La chica era de carne y hueso y, a la vez, parecía despierta. En cuanto se recuperó del susto que le produjo hallarme en la galería, subió hacia ésta sin esperar a que yo la invitase a hacerlo y se quedó mirando a su alrededor. Dentro de mi general desorden, aquel día la galería estaba un poco aseada. Los cuadros ya terminados se apoyaban en filas por las paredes y los demás esperaban turno apilados en el suelo o amontonados sobre un armario. La chica dio varias vueltas observándolo todo con curiosidad y se quedó al final frente al caballete en el que descansaba el lienzo en el que yo trabajaba cuando llegó. Recuerdo que era un bodegón de los que yo pintaba en aquella época; un bodegón de pintor con todos los elementos del oficio dibujados o apuntados: óleos, pinceles, punteros, hasta los tarros de agua que solía usar como ceniceros… La chica lo miró durante un rato y luego me miró y me preguntó, muy seria:

– ¿Qué es?

– Un bodegón. ¿No lo ves?

– Ya. Ya sé que es un bodegón -dijo ella, volviéndolo a mirar-. Pero no entiendo qué significa.

– Nada -le dije yo, sonriendo-. No significa nada.

– Eso es lo que tú te crees -me respondió ella, contradiciéndome.

Me dejó desconcertado y sorprendido. Aquella chica, prácticamente una adolescente, con marcado acento argentino y con la cara llena de pecas, no sólo se presentaba en mi casa sin conocerme, sino que se permitía contradecirme, a mí, que era ya un pintor famoso.

Pero a ella, a lo que se ve, esto le daba lo mismo:

– Todo significa algo -siguió, contemplando el cuadro-. Si tú pintas bodegones es por algo. Como si pintas paisajes. O flores. O naturalezas muertas… Todo significa algo -repitió, convencida de lo que decía.

– ¿Tú crees? -le dije yo, sorprendido.

Me había sentado en la silla que utilizaba para leer. Una sillita de anea perteneciente seguramente a los primeros dueños de la casa.

– ¿Fumas? -le pregunté a la chica, que seguía enfrente del caballete, mirando el cuadro con atención.

Pero ella, en lugar de responder a mi pregunta, siguió con su conversación:

– Tú estás muy solo -me dijo, dejándome con el mechero suspenso en una mano y el cigarro en la otra, sin encenderlo-. Si no, no pintarías lo que pintas -añadió, acercándose a mí y quitándome el cigarro de entre los dedos y llevándoselo a la boca con un gesto decidido.

Me dejó desconcertado nuevamente. Aún más que antes, si era posible. Aquella chica desconocida, de la que sólo sabía el nombre y el origen, no sólo se presentaba en mi propia casa sin avisar, sino que se permitía sicoanalizarme. ¿Quizá porque era argentina?

Le di fuego mirándole a los ojos. Ella encendió el cigarrillo y, luego, tras expulsar el humo hacia el techo (en una bocanada tan profunda que le borró la cara por un instante), miró los cuadros ya terminados y me dijo, sin rubor:

Sólo alguien que está solo puede pintar como pintas tú.

– ¿Tú crees? -intenté defenderme yo.

Cuando uno pinta las cosas que le rodean es que está aislado del mundo… O que el mundo lo ha abandonado a él -sentenció ella, sobrecogiéndome, pues estaba poniendo palabras a las dudas que hacía ya tiempo yo alimentaba respecto de mi persona.

A aquella primera visita, le sucedieron pronto otras más. Por las tardes, después de la siesta o a la hora del anochecer, Rosalía se presentaba en mi casa y se quedaba conmigo durante horas, mirándome pintar y haciéndome compañía. Mientras sus amigas iban de fiesta a los pueblos o se juntaban en terrazas de Miraflores, que era la única diversión para los hijos de los veraneantes de las colonias, ella se quedaba allí haciéndome compañía y contemplando cómo pintaba. A veces, me liaba un porro (que fumábamos a medias normalmente) o me iba a buscar una cerveza a la cocina, pero, por lo general, se limitaba a mirarme hacer, como si le divirtiera asistir a algo que se supone que es lo más íntimo: el acto de la creación. A mí, curiosamente, no me importaba. Algo que nunca habría soportado, ni siquiera cuando vivía con gente, me resultaba ahora, curiosamente, estimulante y hasta placentero. Y ello a pesar de que, a veces, Rosalía me interrumpía para decirme que algo no estaba bien.

La primera vez que lo hizo reconozco que me molestó. Pensé que trasgredía cierto pacto no escrito pero evidente de respeto a mi trabajo y a mí mismo y me molestó mucho su observación. Pero ella siguió opinando sin importarle mucho lo que sintiera, con esa espontaneidad suya que al mismo tiempo me fascinaba. Porque lo peor era que solía tener razón. Cuando me señalaba cualquier defecto, cualquier fallo en el dibujo o en los colores, solía dar en el centro de la sospecha que yo tenía en aquel momento. Así que pasé de molestarme con sus dudas a esperarlas, cuando no a provocarlas directamente. Cuando ella no decía nada, era yo el que le preguntaba muchas veces su opinión.

A las dos o tres semanas, ya me había enamorado de ella. Lo comprendí una noche en la que no vino y, al día siguiente, me dijo que se había ido a las fiestas de Colmenar con unos amigos. De repente, me descubrí a mí mismo celoso y reprochándole su actitud. Ella me miró, extrañada. Tenía razón en no comprender los motivos de la mía. Al fin y al cabo, nada nos unía a los dos, salvo su afición a verme pintar a veces.

Tardó en volver por mi casa. Durante cinco o seis días, me castigó sin venir a verme y, cuando por fin lo hizo, apareció como si tal cosa; como si fuera normal su ausencia. Pero para mí ya no lo era, por desgracia. Con razón o sin razón, con derecho o sin derecho (le sacaba, como digo, veinte años) necesitaba tanto su compañía, su presencia en el sofá mientras pintaba (por vez primera en bastante tiempo, tenía alguien para quien pintar por fin), que su ausencia me provocaba un desasosiego semejante únicamente al que había sentido en aquel invierno.

Fue cuando comprendí que me había enamorado de aquella chica. Con razón o sin razón, con derecho o sin derecho, daba igual, me había enamorado de aquella chica y ahora ya no podía vivir sin verla. Pero lo peor era que ella no parecía darse ni cuenta. O, si se daba cuenta, hacía como que no. En todo caso, lo que parecía evidente es que, se diera cuenta o no de mis sentimientos, ella no sentía por mí más que la curiosidad que le llevó la primera vez a presentarse en mi casa sin anunciarse. Que fue lo que me fascinó de ella y lo que, pasado el tiempo, se transformó en un sentimiento de dependencia y hasta de necesidad de tenerla al lado.

Por eso, precisamente, y aunque nunca llegó a haber entre ambos ninguna relación física (tampoco yo la busqué, a la vista de su reacción entonces), cuando, al final de aquel verano, se fue, yo me sentí más solo que nunca, más vacío y abandonado que el sitio en el que vivía, si es que era vida mi vida en aquel chalet. Y, por eso, aunque volvió (un par de veces en el invierno y otras dos en primavera, para visitar con su madre el suyo), yo ni siquiera quise volver a verla para que no me doliera más. Me quedé escondido en la mía, oyendo cómo Lutero ladraba al timbre, que sonó unas cuantas veces, siempre en vano.

VIII

No fue la única a la que se lo hice. Aquel invierno y hasta el final, ya no abrí a nadie la puerta, salvo a Lutero y a Suso, la vez que vino.

No quería ver a nadie. Ni quería, ni podía, ni tenía ganas ya de hablar con ningún vecino. Ni siquiera pintaba desde hacía tiempo, convencido de que lo que estaba haciendo era algo que a nadie le podía interesar.

A mí, por lo menos, no. Desde que Rosalía se fue, aquellos bodegones que, en efecto, como ella dijo cuando los vio, reflejaban mi soledad («Sólo alguien que está muy solo pinta las cosas que le rodean»), me empezaron a pesar todavía más y a parecerme simples excusas para no dejar de pintar del todo. Que era lo que más temía, puesto que la pintura era lo único que tenía en aquel momento.

Pero ocurrió. Justo lo que más temía me terminó ocurriendo ese invierno, aunque el anterior ya experimentara la incapacidad de pintar que ahora, definitivamente aburrido y falto de todo estímulo, se me manifestaba de un modo más evidente. No sólo ya no quería pintar lo mismo de siempre, sino que ni siquiera podía hacerlo. Parecía como si los pinceles me pesaran tanto como mi propia vida.

Fue cuando comencé a pensar, si es que no lo había hecho antes, que aquella etapa de Miraflores se había acabado para mí. Que aquel destierro voluntario, aquel alejamiento de Madrid y del mundo en general por el que opté en un momento dado, en un tiempo en el que aquéllos me pesaban como ahora los pinceles, habían tocado a su fin, entre otras cosas porque ya no me aportaban nada bueno. Al contrario: me hundían cada vez más en la depresión que había sufrido el pasado invierno y que sólo la llegada de Rosalía aventó unos cuantos días en verano.

Pero ahora Rosalía se había ido (con sus pecas, su sonrisa y la espontaneidad de sus veinte años) y la melancolía había vuelto con toda su potencia a instalarse en el centro de mi vida. Como cuando, el anterior otoño, la sierra empezó a dorarse y los días a cubrirse de esas brumas que anticipan allí arriba la llegada del invierno y del mal tiempo, la melancolía volvió a invadirme, pero ahora acentuada por el vacío que dejó en ella la marcha de aquella chica. Y su abandono. Puesto que, sin razón ninguna, pero con todo el derecho a hacerlo (¿quién podía negarme ese derecho?), yo seguía considerando aquélla un abandono, independientemente de que fuera inevitable y ya sabida.

No era, no obstante, el único abandono ni el primero que, a mi entender, yo sufría desde que estaba viviendo allí. La mayoría de mis amigos habían hecho también lo mismo, sólo que poco a poco y con discreción. Primero fueron espaciando sus visitas a mi casa, más tarde sus llamadas telefónicas y, finalmente, se olvidaron de mí del todo, salvo algún caso aislado, como el de Suso. Los demás, con excepciones, ni siquiera preguntaban ya por mí y, si lo hacían, era por curiosidad. Se conformaban con saber que seguía vivo, sin importarles si pintaba o había dejado de hacerlo. Sólo Corine, por supuesto, con la que seguía teniendo la relación contractual de siempre (todavía sigo teniéndola hoy en día, pese a todo), se preocupaba de saber que seguía pintando, aunque nunca subiera hasta mi casa a comprobarlo. Por eso, cuando dejé de pintar del todo, sumido en la depresión de aquel tercer invierno en Miraflores, ni siquiera me molesté en decírselo. ¿Para qué se lo iba a decir si sólo oía lo que le interesaba oír?