Fue la peor época de mi vida. Peor que aquella última en Madrid, cuando el estrés y el acoso de los periodistas a punto estuvieron de desequilibrarme del todo. Completamente solo y olvidado por todos mis amigos, salvo Suso (que ya no subía a verme, pero que me llamaba de vez en cuando para ver qué tal seguía, por lo menos), caí en una especie de dejación, en un ensimismamiento que me hacía pasar los días tirado en cualquier rincón, sin pintar ni salir a pasear, como hasta entonces. Sólo Lutero, siempre a mi lado, me hacía salir de mi abatimiento para abrirle la puerta del jardín, cuando hacía bueno, o para encender la calefacción, cuando arreciaban el frío o la nieve, no fuera a ser que nos congeláramos. No sé si por mi estado de ánimo en aquel momento o porque, efectivamente, aquel último invierno fue el más duro de los tres que pasé en la sierra, me parecía que hacía más frío que los dos inviernos anteriores. De hecho fue el primero en el que vi carámbanos colgando de los aleros y en el que el puerto de La Morcuera permaneció cerrado por la nieve durante varios días seguidos.

Mientras tanto, yo pasaba el tiempo en casa, tirado en cualquier sofá y viendo pasar las nubes y el tiempo en la lejanía. Aquella lejanía malva, blanca en los días de nieve y dorada en las mañanas soleadas y más limpias, que señalaba en el horizonte la presencia siempre oscura y silenciosa de Madrid.

Siempre había estado allí y siempre la había mirado (por las noches, sobre todo, cuando su resplandor me sobresaltaba en mitad del sueño temblando en la oscuridad), pero nunca como aquel último invierno me había atraído su presencia, o su ausencia, los días en que llovía. Esos días, que a veces eran bastantes, su invisibilidad me sobrecogía, como si temiera que hubiese desaparecido. Aunque últimamente apenas bajaba ya a visitarla y aunque, cuando lo hacía, me sentía cada vez más extraño en ella, necesitaba de su presencia, siquiera fuera en el horizonte, para seguir soportando mi vida en aquel lugar. Mientras Madrid estuviera allí, mientras su cielo siguiera altivo desafiando al mundo y a las montañas con sus azules y rosas fuertes, yo me sentía seguro, por más que esa sensación fuera tan absurda como la que yo sentía cuando volvía a ver a mis conocidos en los locales y restaurantes de siempre o en los que estaban de moda ahora. Que eran los mismos desde hacía siglos, aunque cambiaran de nombre cada poco.

Como la gente. Aunque la gente fuese cambiando, aunque los protagonistas de la ciudad fueran cambiando sus caras, aunque los triunfadores y perdedores se sucedieran cada cierto tiempo, eran los mismos de siempre, sólo que con otros nombres. Nada había cambiado en ella mientras yo vivía en la sierra. Todo era igual que siempre, pese a que mis amigos y conocidos creyeran que Madrid había cambiado mucho en todo aquel tiempo. Que era lo que yo creía también cuando vivía en Madrid como ellos y cada año me parecía una eternidad. Motivo este por el que imaginaba que, si me iba de Madrid, aunque fuera solamente algunos meses, cuando volviera ya no tendría mi sitio.

Pero ahora comprendía hasta qué punto estábamos todos equivocados. Ni Madrid ni ningún sitio cambiaba tanto como creíamos y, aunque lo hiciera, los cambios no eran tan decisivos como para quedarnos fuera de ella. El temor que alimentábamos a quedarnos sin nuestros sitios si abandonábamos la ciudad, siquiera fuera por poco tiempo, no era más que una ilusión que poco o nada tenía que ver con la realidad. Madrid, como Miraflores, como Gijón o como cualquier lugar, no era más que un espejo deformado en el que se proyectaban nuestras ilusiones. Pero éstas eran independientes. Éstas seguían perteneciéndonos al margen de cuál fuera nuestra suerte o nuestra vida. Por eso, poco importaba que yo viviese ahora fuera de Madrid o que mentalmente siguiera estándolo cuando volvía a ella de cuando en cuando. Los espejos de sus calles me reflejaban como antes de ello y, desde ese mismo momento, yo volvía a estar allí. Entre otras cosas, porque la mayoría de las personas que conocía ni siquiera se habían enterado de que llevaba fuera tres años.

Como me dijo Suso una vez, la primera que subió a verme a la sierra:

– Da igual que vivas aquí. Tu cabeza está en Madrid y por lo tanto sigues viviendo allí.

IX

¡Cuánta razón tenía Suso! Como casi siempre hacía, Suso había vuelto a poner el dedo en la llaga de mis contradicciones. Aunque en aquel momento yo no pudiera admitirlo, emocionado como aún estaba tras mi llegada a la sierra después de dejar Madrid.

Pero, ahora, después de años viviendo allí, después de tres primaveras viendo fundirse la nieve y de tres largos inviernos contemplándola caer de nuevo, tenía ya la experiencia suficiente como para mirar mi vida con frialdad. Aunque mi depresión y mi abatimiento me empujaran a verlo todo con pesimismo, todavía conservaba la cordura necesaria para entender que mi vida allí, en aquella colonia de veraneo, aislado de la gente y de mi mundo, era una especie de purgatorio que yo me había impuesto a mí mismo para salir del infierno en el que vivía cuando lo hice. O en el que creía vivir, quizá equivocadamente.

Pero eso no significaba que aquélla fuera una opción de vida. De ningún modo podía serlo, a pesar de que al principio así llegara a creerlo, impresionado por el silencio y por la tranquilidad que de pronto descubría y disfrutaba, sobre todo a la hora de pintar, puesto que aquéllos, en cuanto te habitúas, conducen más al infierno que al paraíso que se presume hay siempre detrás de cada purgatorio. Yo lo fui comprendiendo poco a poco a lo largo de esos tres años y lo comprendí del todo el día en que, ya en Madrid, eché la vista hacia atrás y me asusté de ver cómo había vivido y cuánto había aguantado sin que nadie me hiciera compañía.

Aquel último invierno, sin embargo, yo ya había entendido que mi estancia en Miraflores se encaminaba hacia su final. Lo sabía ya hacía tiempo, cuando la marcha de Rosalía me dejó tan desolado como si me hubiese abandonado o traicionado de verdad (lo que me hizo descubrir hasta qué punto yo estaba necesitado de compañía) y me lo confirmó el invierno, que fue el más duro de todos, no porque climatológicamente lo fuera, sino porque yo apenas tenía ya fuerzas para seguir allí por más tiempo. Pero esa misma desidia me retenía allí, soportándolo. El mismo abatimiento y la apatía que, mi tercer invierno en la sierra, lejos del mundo real, me mantenían durante días y hasta semanas enteras sin levantarme apenas de la cama, me impedían, a la vez, salir de mi postración y marcharme de aquel sitio, poniendo tierra por medio, como hice respecto de Madrid cuando me fui. Y es que el estrés y el cansancio, al revés que la tristeza, te dan fuerzas para hacerlo, o por lo menos no te las quitan.

El problema era que ahora yo estaba tan abatido que ni siquiera tenía ya ganas de levantarme y, mucho menos, de salir a ver el mundo, aunque fuera tan pequeño como el que me rodeaba en aquel lugar. También en él se daban los mismos gestos, las mismas actitudes y miserias que en Madrid o que en Gijón, si bien más limitadas por las características propias del pueblo y por las ambiciones de sus vecinos. Que se reducían, en la mayor parte de los casos, a comer todos los días, tener la casa ordenada y limpia y llenar el resto del tiempo viendo pasar los coches por la plaza (o por la carretera, los que vivían en las colonias) y la vida por la televisión. Una vida a la que yo había renunciado voluntariamente cuando abandoné Madrid para irme a vivir con ellos, pero que ahora me descubría envidiando, sin duda por aburrimiento.

O por nostalgia. Nostalgia de mis amigos y de los años que habían quedado atrás y nostalgia de la vida que voluntariamente había abandonado, tan harto estaba de ella, pero que ahora echaba de menos contradiciéndome una vez más. Y es que la contradicción seguía rigiendo mi vida. Cuando tenía una cosa, la despreciaba o la abandonaba y, cuando la había perdido, la añoraba y deseaba como antes de tenerla. Triste destino el mío, siempre a medias entre el cielo y el infierno, entre la libertad y la necesidad de amor, entre la soledad y la búsqueda del éxito, aunque éste fuera algo ya vacío y sin sentido para mí.

El éxito, en aquel momento, ni siquiera me interesaba ya como reflexión. Como cuando abandoné Madrid, volvía a ser una meta absurda, un fruto amargo y podrido que solamente atraía a la gente más mediocre y ambiciosa o a la que, por el contrario, no estaba muy segura de sí misma o de su obra; es decir, aquella que necesitaba el halago ajeno para afirmarse en sus convicciones o la que necesitaba el éxito para afianzarse ante los demás. En cualquiera de los casos, el éxito no era la circunstancia, el resultado añadido del trabajo o de la obra hecha en silencio, sino el primer objetivo y a veces casi único de aquéllos, que era justo lo contrario de lo que yo había pensado siempre y de lo que seguía pensando, aun a pesar de mi situación ahora. Porque, si para algo me habían servido aquellos años de soledad, si para algo me habían servido aquellos inviernos y aquellas tardes de primavera paseando por los pinares junto a Lutero sin ver a nadie ni hablar con nadie durante días, era para entender el absurdo que todo lo que no fuera la obra de arte, o la elaboración de ésta, constituía; para asentar la sospecha, en fin, que siempre tuve desde pequeño (y de la que sólo llegué a dudar algún tiempo, cuando el éxito llamó a mi puerta con insistencia en aquellos años que precedieron a mi huida de Madrid) de que lo único que al artista le debe interesar es su trabajo y que la realización de éste es su verdadero éxito. El único posible y al alcance de sus manos, además.

Eso, que yo sabía de siempre y que fue una de las razones que me llevó a escapar de Madrid entonces, ahora lo tenía aún más claro, por cuanto lo había experimentado en mi propia piel en aquellos años que llevaba viviendo fuera del mundo. Tres largos años de soledad, de aislamiento y de olvido generales, por más que el éxito del que huía hubiese ido creciendo entre tanto gracias precisamente a ese alejamiento de los ambientes periodísticos y artísticos de Madrid. Esos a los que ahora volvía, pero sabiendo que no tenía nada que ver con ellos.

Lo sabía ya hacía tiempo, posiblemente desde el principio, pero, por si tuviera dudas, lo volví a comprobar aquel mismo invierno, el último que pasaba en el purgatorio, con ocasión de mis dos únicas visitas a Madrid. Una para asistir a la boda civil de Mario, que, en plena cima del éxito, se casaba con una actriz famosa (pronto se separaría), y la otra para asistir a la exposición que Corine organizó con ocasión de los treinta años de la galería. En las fiestas que siguieron a ambos actos, estaban todos los que tenían que estar, es decir, toda la gente importante de la cultura española de aquel momento, que era la misma de siempre, con algunas incorporaciones. La de la boda de Mario duró hasta el amanecer y, por supuesto, salió en todos los periódicos y hasta en la televisión. La de la galería fue más modesta, pero reunió también a bastante gente. Gente que ya conocía y que me abordaba ahora deseosa de saber dónde había estado todo aquel tiempo y gente desconocida que ni siquiera sabía quién era, pero que me trataba como si me conociera mucho. Yo lo veía todo como si estuviera asistiendo a una representación. A pesar de que mis amigos estaban en las dos fiestas y de que volvía a encontrarme con personas que admiraba y respetaba, como Cristino, yo me sentía al margen de todo aquello, por más que fuera uno de los protagonistas. El principal en la fiesta de la galería, puesto que mi alejamiento de aquellos años me otorgaba, al parecer, una aureola que aumentaba mi cotización. ¿Cómo contarles que hacía ya meses que no pintaba ni una acuarela?